Specula Revista de Humanidades y Espiritualidad

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LA CORRESPONDENCIA DE MARÍA DE JESÚS (1560-1640), EL LETRADILLO DE SANTA TERESA1

THE CORRESPONDENCE OF MARÍA DE JESÚS (1560-1640), THE LETRADILLO OF SANTA TERESA

José Antonio Calvo Gómez*

Fechas de recepción y aceptación: 14 de noviembre de 2022 y 9 de diciembre de 2022

DOI: https://doi.org/10.46583/specula_2023.1.1098

Resumen: Este trabajo de investigación trata de interpretar los rasgos de la vida espiritual de María de Jesús (1560-1640), carmelita descalza en el Carmelo de Toledo, el Letradillo de santa Teresa, a partir de la correspondencia publicada por el padre Joaquín de la Sagrada Familia con motivo de la apertura de la causa para su canonización, en 1919. Las ochenta y ocho cartas que han llegado de la comunicación que, durante veinticinco años, mantuvo María de Jesús con la condesa de Arcos, con su secretario, Luis Herrera, y con Andrea de Briones, Beatriz de Jesús, Inés Francos de León y la condesa de Paredes son solo una selección de su obra. Para evitar que fueran malinterpretados, muchos textos fueron destruidos después de su lectura. Otros documentos, seguramente, podrían recuperarse de los archivos de los Carmelos de Ávila, Cuerva, Toledo o Madrid. En cualquier caso, aunque sostenidos sobre presupuestos algo fragmentarios, trataremos de señalar algunos rasgos sobrenaturales de María de Jesús para avanzar en la comprensión de una de las figuras más relevantes de la segunda generación de carmelitas descalzas escritoras de finales del siglo XVI y las primeras décadas del XVII.

Palabras clave: María de Jesús (1560-1640), espiritualidad carmelitana, virtud heroica, fenómenos sobrenaturales.

Abstract: This research work attempts to interpret the traits of the spiritual life of María de Jesús (1560-1640), a Discalced Carmelite nun in Carmelo de Toledo, the Letradillo de Santa Teresa, based on the correspondence published by Father Joaquín de la Sagrada Familia on the opening of the cause for her canonization, in 1919. The eighty-eight letters that have come from the communication that, for twenty-five years, María de Jesús maintained with the Countess of Arcos, with her secretary, Luis Herrera, and with Andrea de Briones, Beatriz de Jesús, Inés Francos de León and the Countess of Paredes are only a selection of her work. To prevent them from being misunderstood, many texts were destroyed after reading. Other documents could surely be recovered from the archives of the Carmel convents of Ávila, Cuerva, Toledo or Madrid. In any case, although based on somewhat fragmentary assumptions, we will try to point out some supernatural features of María de Jesús to advance in the understanding of one of the most relevant figures of the second generation of Discalced Carmelite writers of the late sixteenth century and the first decades of the seventeenth.

Keywords: María de Jesús (1560-1640), Carmelite spirituality, heroic virtue, supernatural phenomena.

1. INTRODUCCIÓN

En 1919, con licencia del cardenal Victoriano Guisasola y Menéndez, arzobispo de Toledo, el padre Joaquín de la Sagrada Familia, carmelita descalzo, dio a la imprenta en la ciudad imperial el Epistolario de la sierva de Dios sor María de Jesús, carmelita descalza, cuyo proceso de canonización se había incoado pocos años antes2. En su proyecto de “hacerla aún más visible a las miradas del orbe católico”, comprendió que “para contemplar muy de cerca y en todo su esplendor la grandiosa figura tan amada de la mística doctora santa Teresa, nada mejor que sus cartas familiares […], pedazos vivientes del corazón que exhalan oleadas de los mismos sentimientos en que abundaba el escritor” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. ix-xiii).

Luego explicó que, en estas cartas, reconoció su anhelo de compartir con las humanas criaturas “los tesoros de su inefable dicha a fin de engolfarlas en el mar infinito de la divinidad, según lo revelan sus vehementísimos deseos de hablar del cielo con las almas virtuosas”. María de Jesús se expresó en ellas como maestra de oración y vida cristiana, “enseñando, con saludables y prudentes consejos, a practicar las virtudes cristianas y a perseverar en el bien hasta la muerte”. Su maestro, su libro de lectura cotidiana, fue la vida de Cristo, eterna sabiduría del Padre, con quien se había desposado místicamente hasta introducir a las almas en la séptima morada, antesala de la gloria.

Estos documentos, como habrá ocasión de detallar a continuación, permiten acceder al alma de María de Jesús, a veces extasiada ante Cristo eucaristía, a veces oculta en el silencio de su celda toledana, en la que se le revelaron, extática, algunos hechos que habían de suceder, algunos secretos del corazón humano y ciertos estados de gracia de los bienaventurados que luego, con prudencia, dejó escritos a sus confidentes.

No cabe duda de la influencia que ejerció en su configuración terminológica el concilio de Trento (1545-1563). Su representación iconográfica resulta sólidamente establecida sobre las disposiciones conciliares, en particular en la sesión xxv, sobre las imágenes. En este sentido, cabría analizar su empeño por la decencia de los templos, el tabernáculo para contener la eucaristía, el cuidado de las imágenes de la Virgen, santa Teresa o el Niño Jesús. Más allá de estas indicaciones canónicas, su alma reveló sueños insondables que, prudentemente, fue desgranando en sus confesiones más íntimas, sobre todo ante Beatriz de Jesús, sobrina de la Santa.

Desde los veneros más elevados del espíritu, María de Jesús descendió a la tierra de una España necesitada. La virtud hacia Dios y hacia el prójimo se entrelazaron en las exigencias que trasladaba a sus interlocutores. Como también tuvo ocasión de expresar en su prólogo el padre Joaquín de la Sagrada Familia (1919a, p. xi), “el corazón tierno y compasivo de la sierva de Dios siente las desgracias de los seres ligados a ella con los lazos de la amistad, la religión y de la patria, como si fueran propias”. Resulta fácil reconocer las muestras de alegría por los bienes ajenos, de consuelo ante el dolor, de fortaleza ante la adversidad, de ofrenda de la salud propia en intercambio por la recuperación del próximo. María de Jesús padeció por el mundo y somatizó su entrega en forma de enfermedad y de desprecios, que soportó con heroica virtud y santa alegría.

El trabajo que sigue a continuación tratará de profundizar en cada una de estas ideas introductorias con el fin de elaborar un perfil espiritual más explícito de María de Jesús. En este intento de conformación identitaria, convendría, entonces, después de identificar los episodios más relevantes de su vida, manifestar la virtud, en toda su expresión teologal y cardinal, vivida en grado heroico; la recreación imaginativa del cielo, tanto en las formas materiales, de bulto redondo, que con tanto esmero quiso adecentar en su convento toledano, como en las revelaciones que recibió la religiosa en su el corazón; y la compasión que expresó por un mundo que necesitaba casi de todo.

No puede ser un texto definitivo. Resulta evidente que no tenemos a nuestra disposición todas las cartas que escribió la religiosa a lo largo de sus 80 años de intensa existencia, 63 de ellos en la consagración del Carmelo Descalzo en Toledo y en Cuerva3. De hecho, convendría volver sobre algunos archivos para tratar de recuperar el resto de la documentación. Pero creemos estar ante una porción suficientemente significativa como para poder ofrecer algunas conclusiones.

Se trata de avanzar en la comprensión de una de las escritoras más relevantes de la segunda generación de carmelitas descalzas en la que podríamos citar otros nombres como la propia Beatriz de Jesús (1560-1639), sobrina de santa Teresa; la beata Ana de san Bartolomé (1549-1626), secretaria de la Santa y fundadora del convento de Amberes; o a la venerable Ana de Jesús (1545-1621), entre otras. Conviene progresar en este sentido para alcanzar, en algún momento, una comprensión suficiente de la compleja personalidad de María de Jesús4.

2. ALGUNOS RASGOS HUMANOS DEL LETRADILLO DE SANTA TERESA

Los trabajos para elaborar una primera reseña biográfica de María de Jesús son relativamente abundantes, aunque casi todos tienen su fuente principal en la obra que, en 1648, es decir, ocho años después de su muerte, dio a la imprenta en Madrid el padre Francisco de Acosta, sostenido sobre testimonios de primera mano5. El padre Manuel de san Jerónimo dedicó a la carmelita siete capítulos en el tomo quinto de su obra sobre la reforma de los descalzos que publicó, también en Madrid, en 17066. Sin embargo, durante alrededor de doscientos años, la memoria del Letradillo de santa Teresa quedó algo desleída. La beatificación de san Juan de la Cruz, en 1675, y su canonización, en 1726, concentró la mayor fuerza expositiva de la orden, que quedó desfondada durante la segunda mitad del siglo xviii7. El siglo xix acabó con la mayoría de los proyectos de la vida religiosa en España y, en esta desventura, no fue posible elaborar nuevos trabajos sobre María de Jesús, que tuvo que esperar a principios del siglo xx para recuperar el protagonismo eclesial e historiográfico que le correspondía8.

María López Rivas nació en Tartanedo, provincia de Guadalajara, el 18 de agosto de 1560, y murió en el monasterio de las carmelitas descalzas de Toledo el 13 de septiembre de 1640. Sus padres fueron Antonio López Rivas, que murió cuando María contaba tan solo 4 años, y Elvira Martínez, hidalgos muy apreciados en la pequeña villa de la diócesis seguntina de la comarca de Molina de Aragón9.

Su madre, al enviudar, contrajo un nuevo matrimonio con Cristóbal Caba y su tío Jerónimo asumió la tutela de la niña, que apenas empezaba a comprender lo que sucedía a su alrededor. Comenzó, entonces, la segunda etapa de la larga vida de María en la villa de Molina de Aragón, en el Alto Tajo, en la lejanía de su madre, 22 kilómetros, que eran más que la jornada que costaba recorrerlos. La ausencia fue sobre todo consecuencia de la distancia afectiva que, tras sus segundas nupcias, manifestó su progenitora asentada en Tartanedo. Elvira Martínez apenas volvió a intervenir en las decisiones de su hija que buscó en Dios el amor que no encontraba en la tierra.

Su tío Jerónimo la acompañó con asiduidad al convento de San Francisco, de los padres franciscanos. Con el tiempo, llegó a Molina el padre Antonio de Castro, jesuita, que María tomó como confesor y consuelo en su soledad. Con 16 años, surgió entre ellos la conversación sobre su estado y el confesor le propuso que considerase consagrarse en la vida contemplativa en alguna de las órdenes ya plenamente reformadas tras la celebración del concilio de Trento. María quedó convencida de su decisión, que trasladó a su familia, a su tío Jerónimo, a sus abuelos y a su madre. La resistencia vino, significativamente, de doña Elvira que pretendía desposarla y contradecir su voluntad10.

La oposición familiar se agudizó, pero ella no cejó en el empeño de consagrar su vida en las carmelitas de Toledo, donde se encontraba entonces santa Teresa. El 20 de julio de 1577, acudió al corregidor de Molina, Diego Martínez de Soria, y le expuso con claridad las razones de su decisión11. Entre otras disposiciones, tuvo que aclarar el destino de los bienes que le correspondían de la ingente herencia de su padre. Finalmente, partió para la ciudad imperial, donde llegó el 11 de agosto de aquel año de 1577. Todavía no había cumplido los 17. Pero su voluntad era clara y mantuvo su disposición durante los restantes 63 años que permaneció en la clausura carmelitana.

Según el padre Antonio de san José (1771), en la tradición del padre Acosta (1648, p. 24), santa Teresa escribió entonces un breve elogio que remitió a las carmelitas de Toledo: “Hijas, ya se la envío con cinco mil ducados de dote; pero hágoles saber que ella es tal que cincuenta mil diera yo de muy buena gana. Mírenmela no como a las demás, porque espero en Dios que ha de ser un prodigio”12. El día 12 de agosto de 1577, María se acercó a la catedral y consagró su vocación y perseverancia a la Virgen del Sagrario. A continuación, después de despedirse de los familiares que la habían acompañado y de su confesor, el padre Castro, entró en el convento de San José, en el Torno de las Carretas, hoy calle Núñez de Arce, de la capital manchega.

Santa Teresa, en Ávila desde julio, estaba bien informada de los pormenores de una vocación en la que, desde el principio, había puesto grandes esperanzas. Al recibir el hábito, tomó el nombre de María de Jesús, que conservó para siempre. María profesó el 8 de septiembre de 1578 y recibió el velo a principios de noviembre. Acababa de cumplir los 18. La fragilidad en la salud, que manifestó desde el principio, hizo temer a las monjas y plantearon algunas dificultades, que llegaron a oídos de la fundadora.

Según el padre Antonio de san José (1771), santa Teresa contestó con una nueva carta, que hoy plantea ciertas dificultades historiográficas13: “Miren, hijas mías, lo que hacen pues, si no dan la profesión a María de Jesús, yo me la traeré a Ávila, segura de que será más dichoso que todos el convento que la tenga; porque, aun cuando sea para estar en una cama toda la vida, la quiero tener en mi casa”. Un año después, el 18 de noviembre de 1579, santa Teresa llegó a Toledo y, por fin, pudo conocer en persona a María (Acosta, 1648, pp. 37-43). Este encuentro duró apenas unos días, pero la sintonía entre ambas fue plena. En la primavera de 1580, regresó la fundadora a la ciudad imperial, donde permaneció más de lo previsto por la enfermedad que ella misma acarreaba14. En la noche del 14 al 15 de agosto de 1578, días antes de profesar, también pudo conocer a san Juan de la Cruz, en su huida de la cárcel de “los del paño”, de los carmelitas calzados de Toledo15.

No cabe duda de que la presencia de los dos promotores de la reforma del Carmelo, cumbres de la mística en España, influyó definitivamente en la vida de María que, en un nuevo contexto espiritual, señalado por Trento, tradujo, a su manera, una intensidad espiritual que conviene desentrañar con atención. La confianza que santa Teresa depositó en ella fue fundamental para consolidar la propia estructura moral de su Letradillo. La fundadora le confió el manuscrito de Castillo Interior o Las Moradas para que lo leyera antes que nadie (Amengual, 2021). Le consultó asuntos de cierta importancia y atendió a sus recomendaciones con gusto. Su Letradillo, su doctorcita, quedó para siempre en este remoquete como memoria de la competencia con que asistió a la Santa en todo lo que le requirió.

Mientras tanto, María de Jesús atendía a sus sucesivas obligaciones conventuales como sacristana, enfermera, tornera, portera y, después del traslado de la comunidad a las casas de Alonso Franco, en las Tendillas de Sancho Minaya, en 1584, como maestra de novicias. Tenía entonces 24 años recién cumplidos. En julio de 1585, un grupo de carmelitas descalzas, entre las que se encontraba María, se instaló en la parroquia de Cuerva con el propósito de fundar el monasterio de la Encarnación. A principios de 1586, la comunidad de Toledo la reclamó para que continuara desarrollando su oficio como maestra de novicias. En 1587, fue elegida subpriora y se renovó su condición de maestra de novicias. En 1591, por primera vez, fue designada priora de la comunidad, que renovó en la elección de 1598. Sin embargo, entre 1600 y 1620, se levantó contra ella una compleja e incomprensible persecución que María sufrió con resignación y silencio.

El 25 de junio de 1624, superado el largo desierto de sospechas, recelo e incomprensión, María fue elegida por unanimidad para ejercer, por tercera vez, el oficio de priora. Vivió todavía 15 años más que ocupó, entre otras, en la construcción de la nueva iglesia conventual16. La mayoría de las 88 cartas que conservamos están fechadas en esta última etapa de su vida. Solamente conocemos 4 anteriores a 1620 cuando, definitivamente, se aplacó la persecución que sufrió durante décadas. Después de 1629, desempeñó, por cuarta vez, el oficio de consejera de la comunidad y, según sus fuerzas, “crucificada con Cristo” en el dolor, también el de maestra de novicias.

El ejemplo de abnegación y recia santidad, acrisolada en la cruz de la enfermedad, conmovió a propios y extraños en el convento de Toledo17. Después de recibir el viático y la unción, murió a las 10 de la mañana del 13 de septiembre de 1640, con 80 años y 63 de vida religiosa18. Después de su beatificación, el 14 de noviembre de 1976, María de Jesús fue expuesta, incorrupta, bajo la reja del coro que lo separa de la iglesia conventual19.

3. LA FIGURA ESPIRITUAL DE MARÍA DE JESÚS

En 1976, el padre Simeón de la Sagrada Familia20, postulador general de los carmelitas descalzos, delimitó en un párrafo lo que entendía que representaba la figura espiritual de María de Jesús y la actualidad de su mensaje:

El ejercicio de sus virtudes heroicas […], la profundidad e irradiación de su vivencia y de su apostolado eclesial, lo acendrado y linear del cumplimiento de sus votos, la peculiaridad de su espiritualidad cristocéntrica, el carisma de su vida y experiencia contemplativa-litúrgica, así como las florecillas de sus relaciones con santa Teresa de Jesús y con san Juan de la Cruz […] son algunas de las facetas más interesantes de esta carmelita descalza.

Este breve resumen, sin pretenderlo, estableció un itinerario que nos llevará, en primer lugar, a valorar el ejercicio heroico de sus virtudes; en segundo lugar, a comprender la profundidad de su vida eclesial; y a analizar, para terminar, su espiritualidad eminentemente cristocéntrica, vivida de una manera particular en la celebración litúrgica.

Hemos tenido ocasión de identificar algunas florecillas que desgrana su vida contemplativa junto a los grandes místicos del Carmelo Descalzo. En las cartas de María de Jesús que se conservan, fechadas entre 1615 y 1640, apenas se hacen referencias a su relación con santa Teresa, más allá de la devoción que el 15 de octubre despertaba en los carmelos descalzos tras la beatificación de la Santa en 1614 y tras su canonización, en 162221. Salvo una referencia algo dudosa, sin fecha, en un texto remitido a doña Andrea de Briones22, no hemos podido identificar en sus cartas la presencia de san Juan de la Cruz, al menos en las que conocemos, publicadas por el padre Joaquín de la Sagrada Familia en 1919.

3.1. El ejercicio heroico de sus virtudes

María de Jesús vivió en grado heroico las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad; y, en la misma expresión sobrenatural, las cardinales de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Santa Teresa, cuando apenas llevaba dos años de vida religiosa, ya intuyó que “esta hija mía no solo había de ser santa, sino que ya lo era” (Tomás, 1976, p. 41)23. Un análisis más detenido de su espiritualidad nos permite comprender que la herencia teresiana, que se materializó en su trato directo con la reformadora, en primer lugar, y con su sobrina, Beatriz de Jesús, a continuación, fue singularmente matizada después de la celebración del concilio de Trento (1545-1563). María de Jesús no se entendería bien sin estas tres referencias fundamentales que, junto a otras, crearon el marco correcto para la interpretación de su virtud24.

Guiada por la fe, leía con asiduidad la Sagrada Escritura hasta connaturalizarse con ella. En muchas ocasiones, alcanzó una penetración sobrenatural de los textos y llegó a comprender de una manera particular los misterios de la Santísima Trinidad, la acción del Espíritu Santo en las almas, las riquezas de Cristo, de la Virgen, de los santos. Como santa Teresa, ofreció su oración por la Iglesia y sus dolores por tantos infieles y pecadores que se perdían por falta de doctrina25.

Su esperanza estuvo fundada en los méritos de Cristo que la convocaban a la vida contemplativa. Cuando acababa de cumplir los 17, se presentó ante el corregidor de Molina de Aragón y le indicó que “ninguna otra cosa más que solo servir a Nuestro Señor” la movía a esta decisión “porque todo lo demás le parece que es cosa que poco dura y perece” (Tomás, 1976, pp. 43-44)26.

La caridad hacia Dios y hacia los demás la expresó en una frase lapidaria que recogen sus biógrafos: “Amar padeciendo y padecer amando”. Desde su niñez, se fue embriagando del amor de Dios y de su madre, la Virgen María. Una carmelita de las que testificó en su proceso, Catalina de la Concepción, indicó, en 1641, que:

en cuanto al amor grande de Dios que siempre ardía en el corazón de nuestra venerable madre, lo experimenté diecisiete años que la conocí tan continuo que pegaba fuego a quien la trataba. Y siempre su conversación era tratar de Dios (Tomás, 1976, p. 44).

La prudencia se vislumbraba en cada una de sus actuaciones, señaladas por la ecuanimidad y el equilibrio. En particular, pudo ahondar en la virtud en el ejercicio de gobierno sobre las novicias, elegida en ocho ocasiones, y sobre el conjunto de la comunidad, como priora, que asumió en otras tres. Esta disposición natural fue singularmente acrecentada por “el don tan singular que Dios le dio para criar gente nueva”, dijeron sus contemporáneas27.

Vivió durante toda su vida el primer ejercicio de la justicia que es cumplir, inquebrantable, la voluntad de Dios. Evitó concederse incluso las más pequeñas licencias contra la ley sobrenatural. Trató con delicada justicia a su familia y a cada religiosa con la que trató a lo largo de 63 años de consagración. En particular, abrazó la verdad como enseña de su existencia, evitando, a pesar de algunos episodios de incomprensión y dolor, cualquier engaño, argucia o tergiversación.

Mostró algunos matices de la fortaleza cristiana que probablemente excedan de los límites de la humana naturaleza. Atendió al servicio divino en los oficios más humildes y complicados, soportó la enfermedad y, sobre todo, vivió con verdad y entereza las contradicciones, insidias y calumnias que se levantaron contra ella durante décadas. En la oscuridad, en la noche del sentido, supo mantener el ánimo, incluso la alegría, y sostuvo a muchas personas sometidas a la debilidad28.

María de Jesús mostró y ejercitó la templanza en la mortificación de sus afectos y apetitos naturales, sometiendo al espíritu las flaquezas de los sentidos por medio de la penitencia. Ejerció y reveló esta virtud en forma de impulso sobrenatural en su trato con las novicias, a las que inflamó con el ardor de la santidad para vencer sus apegos terrenos, sus apetitos desordenados, y abrazar con entrega radical la cruz de Cristo. En las 5 cartas que conservamos de su relación con Beatriz de Jesús, que pasó varios años en el Carmelo de Toledo, renovó la exigencia de atemperar el ánimo en el crisol del Espíritu Santo29.

A las virtudes teologales y cardinales, habría que añadir otras consideraciones sobre tu humildad, que la llevó a asumir con alegría los oficios más sencillos de la comunidad y a dejarse guiar por las demás, teniéndose siempre como la más indigna y pecadora. Obedeció con diligencia y enseñó a las novicias el ejercicio de la sujeción. Vivió en castidad perfecta por el reino y propuso una máxima de sabiduría para ayudar a sus carmelitas a vivir la pureza: “Hijas, la que amare a Cristo, será casta, la que todo de corazón le atendiere, tendrá en este Señor un escudo inexpugnable y una seguridad infalible para la guarda de este voto” (Acosta, 1648, p. 196; Tomás, 1976, p. 48). Además, abrazó la pobreza de una manera radical. Con 17 años, renunció a una rica y nobiliaria herencia familiar y se desposó con Cristo pobre en el Carmelo de Toledo, hasta la muerte.

3.2. La profundidad e irradiación de su vivencia y de su apostolado eclesial

El padre Simeón de la Sagrada Familia (1976) quiso ayudarnos a comprender la profundidad de la vida eclesial de María de Jesús en el silencio del Carmelo contemplativo. Su aliento, dijo, “se extendía a todo el arco de la existencia del pueblo de Dios, sumergido en las realidades terrenas […] peregrino, llamado a la plenitud de las realidades escatológicas” (Tomás, 1976, pp. 45-48). Por su unión mística con Cristo y con su cuerpo, que es la Iglesia, ya nada le era ajeno. Todo le afectaba y de todo se sentía responsable.

La preocupación por las necesidades de sus interlocutores no fue menor. En cada carta, María de Jesús se presentaba inquieta o alegre, preocupada o gozosa ante las noticias que le llegaban de la salud material y espiritual de sus contemporáneos. Las 27 cartas que, al menos, remitió a Luisa Manrique de Lara, condesa viuda de Paredes, entre 1631 y 1640, hoy conservadas en el Carmelo de Malagón, son la viva expresión de una permanente atención a las necesidades de los hombres. Muchas fueron dictadas a su fiel secretaria, Beatriz de san José, pero casi todas comenzaban interesándose por aspectos más cotidianos de su interlocutora. El 2 de agosto de 1631, le expresó, con afecto: “Señora mía y querida madre, con notable cuidado me ha tenido su salud […] porque no me aseguraba fuese cumplida” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 185-186)30.

Junto a la salud del cuerpo y del alma de la condesa, se preocupó también por las relaciones en el seno de la Iglesia. El 17 de agosto de 1639, le expresó con dolor: “Grande cuidado me ha dado lo que vuestra señoría me dice de la discordia entre la religión de san Francisco. Hasta ahí parece que ocasionan mis pecados que llegue el castigo de Dios” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 202-204). En otros lugares, como en la carta del 6 de septiembre de 1639, expresó su angustia ante la persecución a la que estaba sometida la Iglesia: “A mí me tiene traspasado el corazón el estrecho en que está la Iglesia de Dios y lo que padece la virtud, y cómo los amigos de Dios están a peligro de perderse”. Luego añadió:

¡Ay señora de mi alma y mi madre, y qué desdichados tiempos habemos alcanzado y cómo me temo que está muy contento el demonio con lo que ha inventado y con ver que salen malos algunos espíritus para poner grima a los que han de intentar caminar a la perfección! […] Hagámonos a las áncoras de la santa fe católica y esperemos en Dios que su majestad se lastimará, como Padre, de su Iglesia. Yo clamo sin cesar a Dios y todas las madres lo hacen con grandes lágrimas (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 207-208).

Poco antes, en la carta del 17 de agosto de aquel año de 1639, había expresado su sentimiento sobre la paz entre Luis XIII de Francia y Felipe IV:

Desde que vuestra señoría me lo mandó, he hecho y hago y haré, con todas las veras posibles, particularísima y continua oración y con la misma igualdad por el señor marqués que, siendo vuestra señoría tan interesada, lo estoy yo en el mismo grado. Por amor de Dios, sea lo que estos príncipes perseveran en sus guerras. Aseguro a vuestra señoría, mi señora, que continuamente estamos en esta santa comunidad haciendo oración por lo que tanto nos importa, como es la paz entre los príncipes cristianos (pp. 202-204)31.

El Carmelo de Toledo no permaneció al margen del destino de la Iglesia y de la nación católica, depositada en manos del rey Felipe IV, gobernador de territorios en los cinco continentes. La oración de María se hizo eco de cada matiz, de cada coyuntura en la que se jugara el destino de santidad de las almas de tantos cristianos de la Monarquía Católica. Le dolió cada afrenta y se gozó con cada éxito del proyecto de Dios en el mundo; y así quedó plasmado en las cartas que conservamos32.

3.3. La peculiaridad de su espiritualidad cristocéntrica

La espiritualidad de María de Jesús fue eminentemente cristocéntrica. La humanidad de Cristo fue el criterio de interpretación de todo su programa de vida, en la que pretendió, con denuedo, imitarle en cada aspecto de su existencia. Los tres brazos de esta relación fueron la devoción al sagrado corazón de Jesús, la profunda vivencia de la eucaristía como actualización de la entrega y la confianza en la fuerza redentora de la preciosísima sangre, de innegables resonancias bíblicas, herencia del siglo anterior y legado imperecedero para la España del siglo XVII. El padre Acosta, que conoció directamente los resortes espirituales de la carmelita, nos dijo que la imitación de Cristo en todas sus obras fue su único objetivo. Él infundió en ella una verdadera semblanza de modo que su alma se sentía “como revestida de Cristo”.

De este ensimismamiento con Cristo, “resultó poner su majestad en ella un nuevo modo de amor a Dios en Dios y un nuevo entender de Dios en Dios” (Acosta, 1648, p. 129; Tomás, 1976, pp. 50-51). “Las alas del vuelo espiritual de María de Jesús se hacían grandes y fuertes como de águila y sus exhortaciones fogosas cuando decía a sus monjas: Hijas, si Cristo es nuestro ser y dueño de todo, ¿qué culpas hay que no tengan aquí el perdón o qué bienes que no se alcancen por este medio?” (Acosta, 1648, p. 327; Tomás, 1976, p. 51)33. El padre Acosta recogió una página que, como dice el padre Simeón de la Sagrada Familia, es “digna de pasar a las mejores antologías de la literatura mística castellana”34.

En sus cartas, vemos continuas referencias a las fiestas de los misterios de la humanidad de Cristo, desde el nacimiento hasta su pasión y la cruz. El 30 de diciembre de 1639 escribió a la condesa viuda de Paredes para expresarle que “el día del santísimo Nombre de Jesús […] es día por todas partes de días y de fiestas, y en el que mi Señor quiso mostrar lo mucho que nos ama y tiene por suyo nuestro remedio”35.

El padre Simeón se hizo eco de su particular adhesión a la humanidad de Cristo y de la celebración de sus misterios en Adviento, cuando “parecía como enajenada de los sentidos en la profunda contemplación del Dios encarnado”; en Navidad, cuando “se encendía de tal manera en fervor y usaba de tales invenciones y ternuras para manifestarlo que parecía revivir en toda su frescura los arrebatos místicos de santa Teresa y de san Juan de la Cruz en semejantes ocasiones”; y en Cuaresma y Semana Santa, en las que destacaban “los acentos de compasión y de dolor con que tomaba parte en la pasión y muerte de Cristo”. María de Jesús continuó “durante toda su vida con la participación efectiva en los dolores, la cruz y la muerte de Cristo por la salvación del mundo y la conversión de los pecadores” (Tomás, 1976, p. 52)36.

En las 22 cartas que, al menos, escribió a doña Andrea de Briones, hija del tesorero de la Real Casa de la Moneda, don Felipe de Briones, aparecen continuas referencias a cierta imagen del Niño Jesús que aquella envió a María para que le adornara y adorara en su humana naturaleza. La mayor parte de la documentación aparece sin fecha, pero en ella quedó clara esta particular devoción de las monjas del Carmelo de Toledo. En su enfermedad, decía en su primera carta:

espero me ha de dar mi lindo Niño el aliento para levantarme, aunque sea con las mismas tercianas […]. Recibí el lindo Niño Jesús que es rey y príncipe y emperador de las eternidades […] que él la queme y abrase toda en su amor y me la tenga sumida en su divino corazón y en los mares inmensos de su divinidad37.

En su relación sobrenatural con la humanidad de Cristo, María de Jesús se adelanta a la espiritualidad del siglo XVII promovida por santa Margarita María Alacoque (1647-1690) y recrea la devoción al sagrado corazón de Jesús como diálogo de amor con Cristo despreciado. Él es el consuelo en nuestra angustia porque él mismo ha sentido el desprecio del mundo. En cierta ocasión, Cristo le mostró su corazón bendito como depósito de la divinidad (Tomás, 1976, p. 53). De este amor nacería la consagración al mismo Cristo, la entrega total de sí misma; y, al percibir el desprecio del mundo, el olvido, brotaría en ella la reparación38.

En la segunda carta que conservamos de las que dirigió a Andrea de Briones habló del sagrado corazón como lugar de encuentro de todo el amor: “Mi señora, grande soledad es no ver a vuestra merced en tantos tiempos; amándola yo tanto en el corazón de nuestro Señor Jesucristo; bien creo mora vuestra merced muy en él y ansí, con su divina presencia y memoria fiel, se olvida de todas las cosas de la tierra” (pp. 119-120)39. También en la carta XVIII a la condesa viuda de Paredes, del 22 de noviembre de 1639, expresó su alegría por las noticias que le traía del padre prior:

Mi alma se alegra en este señor, viendo cómo está su majestad en todas ocasiones echando flechas de su divino amor desde su corazón sacrosanto al de vuestra señoría. Yo le suplico con ansias continuas no cese de hacerlo como amoroso padre hasta dejarla a vuestra señoría unida consigo y transformada en su celestial dueño y soberano Dios (pp. 226-228).

El padre Simeón de la Sagrada Familia recordó que, “con la veneración al sagrado corazón y a las llagas sacratísimas de Cristo, en especial a la llaga de su costado, está íntimamente unida su veneración a la preciosísima sangre” (Tomás, 1976, p. 55). Él mismo refiere que, en una locución mística, Cristo le entregó al mismo tiempo su corazón y su sangre. El corazón es el símbolo del amor; la sangre es la demostración de este amor y causa eterna de la redención:

Hija, tuya es esta sangre y mi corazón. En él mora siempre, anegándote en mi sangre […] de suerte que te anegues en el amor inmenso mío; y sabe que mi sangre abrasa y quema los corazones que en ella se meten40.

En relación con el Corpus Christi, Acosta recogió una exhortación con que animó a sus hijas en la celebración de su fiesta:

Hijas, ¿saben que vivimos de puertas adentro con el santísimo sacramento?, ¿que vivimos con su majestad debajo de un mismo tejado? Si supieran los del estado religioso qué beneficio es este, no les pareciera a ninguno cara la compra, aunque fuese a precio de lágrimas de sangre (Acosta, 1648, p. 55)41.

Cuenta el padre Simeón que, en su última enfermedad, “cuando dolores gravísimos le impedían casi por completo cualquier movimiento, se hacía llevar […] todos los días por cuatro religiosas a la ventanilla de la comunión para recibir el santísimo sacramento” (Tomás, 1976, p. 58). En muchos momentos de las 20 cartas que conservamos de las que digirió a Luis de Herrera, secretario del conde de Arcos, hizo referencia a esta singular devoción que el funcionario favoreció con numerosas donaciones42. Pasados unos meses, el 8 de agosto de aquel año de 1628, pudo agradecerle los 50 ducados que les había mandado para el adorno del santísimo sacramento “que gusta a su majestad de andar muy galán y le engalanen […] y se lo pague a vuestra merced con bienes de vida eterna, que sí lo hará nuestro Señor” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 103-106). Las referencias a la fiesta del Corpus Christi y a la devoción a la eucaristía resultan casi permanentes43.

4. CONCLUSIÓN

En definitiva, creemos haber identificado y, en parte, delimitado en sus rasgos más relevantes, una figura excepcional en la espiritualidad carmelitana de los siglos XVI y XVII, sobre la que convendría volver. La herencia de santa Teresa y san Juan de la Cruz, condicionada por la recepción del concilio de Trento en España y por la relación con algunas de las carmelitas escritoras de la segunda generación de descalzas, floreció en María de Jesús con algunas expresiones muy significativas.

Entre otros rasgos, destacaron, al menos, los siguientes: el ejercicio heroico de la virtud cristiana, el cumplimiento sobrehumano de los consejos evangélicos, la espiritualidad cristocéntrica, fundamentalmente en torno a los misterios de la encarnación y de la redención, la consagración eucarística y su inquebrantable compromiso con la misión apostólica de la Iglesia.

Las florecillas que recogieron algunos autores contemporáneos de su relación con santa Teresa y san Juan de la Cruz, con quienes cultivó una hermosa amistad, durante muchos años, no fueron sino expresión de un mismo y sobreabundante diálogo sobrenatural que hoy nos anima a seguir profundizando en el conocimiento de su humanidad, singularmente traspasada por la gracia, y de su pensamiento espiritual, excepcional en muchos sentidos. Sin duda, los archivos de los Carmelos de Toledo, Cuerva, Madrid y Ávila, junto a los registros documentales de los herederos de Mariana de Ribera, marquesa de Bedmar, y de san Juan de Ribera tienen, todavía, mucho que ofrecer.

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1 Este trabajo ha sido realizado con la ayuda del Centro Español de Estudios Eclesiásticos, anejo a la Iglesia Nacional Española de Santiago y Montserrat, en Roma, en el marco de los proyectos de investigación del año 2023.

* Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas, Universidad Católica de Ávila. Facultad de Teología, Universidad Pontificia de Salamanca. Instituto Español de Historia Eclesiástica, Roma. Correspondencia: Universidad Católica de Ávila, C/ Canteros, s/n. 05005 Ávila, España; correo electrónico: jantonio.calvo@ucavila.es; ORCID: http://orcid.org/0000-0002-9483-6866.

2 Con procesos rogatoriales en Ciudad Real, Valencia, Ávila y Valladolid. Según anota Valentín de la Cruz (1976, p. 280), “ante el crecido clamor, en enero de 1914, comienza en la curia arzobispal de Toledo el proceso informativo para la beatificación, concluido en noviembre de 1916. El tribunal celebra 262 sesiones y ante él testifican 48 testigos de los cuales, casi la mitad, certifican los hechos milagrosos atribuidos a la intercesión de María de Jesús. Dos padres carmelitas, entusiastas de la madre, dedican sus plumas y actividad a promocionar su gracia y su figura. Son los padres Joaquín de la Sagrada Familia y Evaristo de la Virgen del Carmen, seguidos por otros religiosos convencidos de la utilidad espiritual de presentar al pueblo de Dios la ejemplaridad de El Letradillo. En 1928, diez y ocho de noviembre, comienza, también en Toledo, el proceso apostólico, oyéndose, en 146 sesiones, a 24 testigos y concluido el 14 de junio de 1929” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a).

3 Al final de su vida, en carta a la condesa de Paredes del 18 de octubre de 1639, exclamó María de Jesús: “¡Oh, señora mía y mi madre, y lo que se me dilata este destierro cuando me veo de ochenta años y ay qué mal gastados, casi todos de religiosa, porque de diez y siete me recibió nuestra santa madre! No sé qué piensa hacer Dios conmigo, y creo yo es esperarme con singular misericordia suya a que sea buena” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 217-219).

4 El padre Joaquín de la Sagrada Familia (1919a, pp. xii-xiii), fue expedito en este sentido. Al hablar de su trabajo, añadió: “De ellas (se refiere a sus cartas familiares), seleccioné las más importantes, ya por los asuntos de interés general para la historia de España, ya por la calidad de las mismas personas a quienes fueron escritas”. Convendría, por tanto, completar la edición del resto de las cartas que aguardan en los conventos carmelitas de Ávila, Madrid y, sobre todo, Cuerva y Toledo. El primer editor también reconoció sus dificultades para acceder al resto de la correspondencia: “Lamento, sin embargo, no haber hallado el sin número de cartas que escribió a […] Mariana de Ribera, marquesa de Bedmar, al beato Juan de Ribera, patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia, a otros muchos personajes y, sobre todo, a santa Teresa de Jesús. Todas ellas nos hubieran dado más detalles de la grandeza del espíritu de la sierva de Dios” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, p. xiii).

5Acosta (1648). En la Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 8693, se conservan 11 testimonios originales que sirvieron de base para la redacción de la monografía del padre Francisco de Acosta en 1648: Isabel del Santísimo Sacramento (6 folios), Beatriz de san José (25 f., 1640, y 18 f., 1646), Inés de san José (2 f., 1640), María Evangelista (13 f., 1640, y 7 f., 1646), Ana de la Trinidad (10 f., 1646), Catalina de Cristo (3 f., 1646), Beatriz de san José (18 f., 1645), anónimo (3 f., 1645), Beatriz de Jesús (8 f.); y 2 posteriores: María Teresa de Jesús (4 f., 1703) y Antonina de la Visitación (6 f., 1703); así como dos documentos llamados Precepto (1 f., 1640) y Comisión (2 f., 1645).

6Manuel de san Jerónimo (1706). Entre numerosas noticas, recogió, en el capítulo v, los “Principios de la milagrosa vida de la venerable madre María de Jesús hasta ser carmelita descalça” (pp. 754-758); en el VI, “Cúmplesele el deseo de ser carmelita descalça, toma el hábito y professa en Toledo. Assístela Dios siempre con trabajos y muchos beneficios” (pp. 759-765); en el vii, “Excelentes prendas con que adornó Dios el entendimiento de la venerable madre María de Jesús (pp. 765-772); en el viii: “Quán poderosa fue esta oración de la venerable madre para con Dios y proficua esta luz para sus próximos” (pp. 772-778); en el ix: “Insigne amor con que Dios inflamó la voluntad de su sierva y especialmente al santísimo sacramento” (pp. 778-783); en el x: “Oficios que tuvo la venerable madre en la religión, tiempo en que los exercitó, y acierto en todos ellos” (pp. 784-791); en el xi: “Eligen a la venerable madre tercera vez priora, dale el mal de la muerte y, coronada de virtudes y milagros, passa al cielo” (pp. 792-803). No cabe duda de la dependencia de Acosta (1648) en cada uno de estos capítulos.

7 María de Jesús escribió una carta al padre provincial con motivo de la apertura de la causa para la canonización de san Juan de la Cruz en 1614 (Fortes, 2000, pp. 452-454). Sin embargo, no testificó en los procesos canónicos (Silverio de santa Teresa, 1931, pp. 361-362).

8 Entre otras obras, por orden cronológico, véanse las siguientes: Joaquín de la Sagrada Familia (1919b), Evaristo de la Virgen del Carmen (1926), Silverio de santa Teresa (1940, pp. 779-823), Julio Félix del Niño Jesús (1964); Simeón de la Sagrada Familia (1974). Después de la beatificación de María de Jesús en 1976, se escribieron algunos textos que, insistimos, tienen como base intelectual la obra del padre Acosta (1648), sobre todo: Simeón de la Sagrada Familia (1976) y Macca (1982). En relación con su proceso de canonización, existen dos trabajos más de diversa naturaleza que hemos dado a la imprenta en los últimos años (Calvo, 2015, 2020).

9José Vicente Rodríguez (1990, pp. 3-9), vice postulador de la causa de canonización, delimitó algunos rasgos biográficos sobre la nueva beata. Entre otras florecillas, recogió un testimonio muy significativo. Poco antes de morir, su padre pidió que le llevasen a la niña. Enternecido, exclamó: “Hija, yo me muero, a ti te queda Dios por padre”. El padre Vicente Rodríguez añadió: “Esta herencia fue mucho mejor que la cuantiosa fortuna que le dejó”.

10Rodríguez (2011) añadió que uno de sus familiares le recomendó que, “si hubiere vuestra merced de ser monja, no lo sea sino de las que funda la madre Teresa, que son muy santas. Y yo conozco a las de Malagón, que son gente celestial”. En efecto, santa Teresa había fundado el convento de San José en la villa manchega el 11 de abril de 1568. María se apresuró a escribirla con el ánimo de que la recibiera en cualquiera de sus conventos. Santa Teresa le contestó desde Toledo y le pidió que fuera hasta la ciudad imperial, que ella misma le daría el hábito en las casas que ocupaban entonces.

11Valentín de la Cruz (1976). Según el padre José Vicente Rodríguez (1990, pp. 3-9), María contestó al corregidor: “Ninguna otra cosa más que solo servir a Dios nuestro Señor, porque todo lo demás le parece que es cosa que poco dura y perece, sino solo el servicio de nuestro Señor; y que tiene voluntad de entrar en el monasterio que llaman de las descalzas, en Toledo”. El mismo autor recoge muchas noticias sobre el diálogo con el corregidor. Dijo que “siempre ha sido su voluntad de ser monja en el monasterio de las descalzas”; “que ninguna persona le ha persuadido a ello, sino que ha sido de su voluntad y algunas veces tratando su voluntad y deseo con algunas personas siervas de Dios”. Sobre su madre, “no parece que gusta de ello”. Además, añadió, “en ver que se le dilata su voluntad tanto tiempo ha, recibe mucho desconsuelo y descontento y cada hora le parece muy largo tiempo hasta poner por obra su voluntad”.

12 Sobre la problemática que genera este fragmento, véase: Julio Félix del Niño Jesús (1964).

13Julio Félix del Niño Jesús (1964, pp. 149-183).

14 El padre José Vicente Rodríguez (2011) añadió que, en ocasiones, la Santa le daba un beso y le decía: “Ven acá, mi hija, que aquí tienes al Espíritu Santo”.

15 Como ya hemos adelantado, en 1614, María de Jesús testificó en el proceso para la canonización de san Juan de la Cruz. Lo hizo en el proceso de la orden, aunque luego no depuso en los procesos canónicos (Fortes, 2000, pp. 452-454). En particular, se refirió a la cárcel que sufrió el Santo en Toledo desde diciembre de 1577 hasta agosto de 1578. Después de huir del convento de los calzados, san Juan entró en el convento de las descalzas para confesar a una religiosa y allí encontró a María de Jesús, que lo recordaba con toda nitidez. Se conserva una segunda carta, también de 1614, escrita junto a las carmelitas de Cuerva, donde residió en 1585. Se trataría, por tanto, de una segunda declaración, junto a las madres Mariana de Jesús, Francisca de la Madre de Dios, Mariana del Santo Ángel, Isabel de Jesús, Luisa del Nacimiento, Francisca de san Eliseo, Inés de Jesús, Mariana de san Alberto y Teresa de Jesús María (Silverio de santa Teresa, 1931, pp. 361-362). Véase, también, la transcripción de este proceso que hace Joaquín la Sagrada Familia (1919a, pp. 255-257+258-260).

16 Con frecuencia, María de Jesús hizo referencia a esta nueva iglesia, en particular a la condesa viuda de Paredes, doña Luisa Manrique de Lara, que tanto la favoreció. El 14 de febrero de 1640, le agradeció la piedra que había conseguido del rey Felipe IV para la obra: “Cierto, señora mía, que ha sido cosa del cielo, y más para estos tiempos muy mucho más de estimar, y así lo será la merced que su majestad, Dios le guarde, quiere hacernos de la piedra y no lo espero yo menos de la diligencia, ansias, amor y cuidado con que vuestra señoría cuida de favorecer a esta su casa” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 234-235). En el mismo sentido se expresó el 8 de abril de 1640: “Páguelo nuestro Señor a vuestra señoría el cuidado que tiene de nuestra pretensión […] que es mucho lo que sentía mi alma de ver que estaba el santísimo sacramento con tan poca decencia” (pp. 240-241), aunque luego parece que se retrasó la piedra prometida, según expresó el 27 de abril siguiente (pp. 242-243) y el 30 de mayo: “En lo de la piedra, suplico a vuestra señoría haga se despache lo más pronto que sea posible, que la han mucho menester” (pp. 244-246). El 18 febrero de 1625, por escritura pública otorgada en Toledo ante Alonso Ávila, don Fernán Francos Suárez del Águila, pariente de santa Teresa, viudo por la muerte de su esposa, Inés Francos de León, que también perdió a su única hija, había cedido parte de su hacienda a María de Jesús, priora del Carmelo de Toledo, para la construcción de la nueva iglesia (pp. 44-46, 170-172).

17 Entre sus devociones, heredó de santa Teresa el amor a san José, a Cristo en la eucaristía, a la preciosísima sangre y el sagrado corazón, a la Virgen María. Según dijeron los testigos de su virtud, en la celebración de la eucaristía, se comportaba “como si real y verdaderamente pasaran entonces, no hablando del que estaba ocupada como de cosa pasada, sino que actualmente era”. En la celebración eucarística y en el oficio de las Horas encontraba el medio más seguro para alcanzar la unión con Dios (Vicente, 2011).

18 El padre José Vicente Rodríguez (1990, p. 9) recogió una última florecilla de María de Jesús. Según él, “tratando de imitar a Cristo lo más posible, como había venido haciendo toda su vida, quiso también que su muerte fuera por obediencia”. “Madre, dijo, a la madre priora en el lecho de su agonía, ¿quiere vuestra reverencia darme licencia para morirme?”.

19 Ya en vida gozó de fama de santidad. Santa Teresa dijo: “María de Jesús no solo será santa, sino que ya lo es”. El proceso de su canonización fue incoado en 1914 y se incorporaron los testimonios recogidos después de su muerte. A los pocos días, se mandó que se recogieran por escrito las deposiciones sobre sus virtudes heroicas. La causa se introdujo en la congregación en 1926 y la Iglesia reconoció la heroicidad de sus virtudes el 11 de junio de 1972.

20 En el siglo, Simeón Tomás Fernández (1976). Dos años antes, había publicado una primera versión de este texto (Simeón de la Sagrada Familia, 1974), que completó con motivo de la beatificación de María de Jesús el 14 de noviembre de 1976.

21 En carta a Luis de Herrera, María de Jesús pidió la intercesión de santa Teresa para que la condesa de Arcos, su amiga, recobrara la salud (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 71-72). Luego se refirió al patronato de la Santa el 10 de septiembre de 1627 (pp. 97-98). Era conocida la devoción que profesaba don Luis de Herrera, secretario del conde de Arcos, a la fundadora del Carmelo Descalzo. En otro momento, agradeció a la señora Andrea de Briones (carta VIII, del 1 de octubre, sin año) el escapulario que le regaló para una imagen de la Santa (pp. 130-131); le explicó (carta XVIII, del 18 de octubre) la novena y fiesta que tuvo lugar en Toledo la semana del 15 (p. 147); y le pidió (carta XX, del 22 de septiembre de 1636) que le dejara ciertas joyas para adornar la imagen de santa Teresa para su novena y fiesta. La relación con Beatriz de Jesús, en este sentido, tuvo algunos resortes más complejos de analizar. En sus cartas, se transmitió una evidente complicidad sobre la posible presencia sobrenatural de la Santa y de ciertas visiones, como las que relatan las cartas segunda (de junio de 1636), tercera (de 16 de octubre de 1637) y quinta (de 9 de abril de 1639), después de la muerte de la sobrina de la mística reformadora (pp. 157-169). En la misiva enviada a madre Beatriz en julio de 1934 (pp. 160-161), la monja toledana acude a la memoria de la Santa para pedir a su sobrina que no olvide el Carmelo de Toledo. El 24 de abril de 1614, Paulo v beatificó a santa Teresa. Resulta interesante, en este orden cronológico, leer la carta que María de Jesús escribió el 24 de septiembre de 1615, pocos días antes de su fiesta litúrgica, en la que pidió a la condesa de Arcos algunas limosnas “para esta fiesta que, en las que el cielo se harán a la Santa, se lo pagará ella a vuestra señoría y lo mucho que esta casa la debemos, que siempre es madre y señora de ella” (pp. 28-31). Llama la atención, en 1615, la designación de santa en el caso de la beata madre Teresa de Jesús, que no será canonizada hasta el 12 de marzo de 1622. El 26 de julio de 1622, María de Jesús volvió a escribir a la condesa para explicarle, precisamente, las deudas en las que habían quedado la comunidad de Toledo a causa de la celebración de aquella canonización (pp. 32-35). En Talavera de la Reina, esta glorificación se celebró en agosto de 1622, a la que se refirió María de Jesús en carta a la condesa del 27 de agosto (pp. 39-41). En los años sucesivos, hasta la muerte de la condesa, el 7 de enero de 1627, madre María hizo indicaciones puntuales a la celebración, con cierta solemnidad, de las fiestas de la Santa en el Carmelo de Toledo (pp. 47-49, 50-52, 53-54). Las referencias en sus diálogos con la condesa de Paredes son también numerosas (pp. 209-211, 212-216, 220-222). Sobre el testimonio de María de Jesús en la causa de canonización de santa Teresa, véanse, entre otros: Joaquín la Sagrada Familia (1919a, pp. 251-253).

22 En la carta VII de las que remitió a doña Andrea de Briones, María de Jesús, ya casi en la despedida, dijo: “La madre tornera besa a vuestra merced la mano mil veces y se huelga mucho de que la reliquia del Santo esté en poder de vuestra merced, que él le hará mil mercedes” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 128-129). La denominación de el Santo es habitual en la historiografía y la piedad del Carmelo Descalzo para referirse a san Juan de la Cruz, aunque aquí resultaría algo extemporánea. A la espera de su beatificación y canonización, que tuvieron lugar en 1675 y 1726, resultaría en parte contradictora con los decretos del concilio de Trento y la exigencia de Urbano VIII de una declaración de non cultu para proceder a la proclamación eclesial.

23 Así lo hizo ver también el padre Jerónimo Gracián que, en 1596, escribió que María de Jesús “había sido santa desde niña y tenía virtudes muy aventajadas y extraordinarias” (Tomás, 1976, p. 41). Francisco de Acosta (1648), que la trató al final de sus días y escribió la primera biografía de la carmelita, añadió que era “uno de los mayores sujetos que han conocido los siglos”, la que había heredado “más señaladas virtudes” de santa Teresa.

24 La grandeza de santa Teresa se mantuvo imperecedera en la vocación de sor Beatriz de Jesús, con quien sostuvo una prolongada amistad desde su ingreso en el Carmelo de Alba de Tormes (1584-1607), y luego en los de Toledo (1607-1610), Ocaña (1610-1615) y finalmente en Santa Ana de Madrid (1615-1639). La sobriedad en las manifestaciones sobrenaturales que impuso el concilio de Trento y la exigencia litúrgica orientaron la fuerza espiritual de María de Jesús hacia el ejercicio de la virtud, que vivió en grado heroico en todas sus dimensiones. Se conocen solamente 4 cartas de todas las que, sin duda, remitió a la sobrina de la Santa. Fueron publicadas, con el resto de la correspondencia, en la edición del padre Joaquín de la Sagrada Familia (1919a, pp. 155-169), precedidas de una breve indicación biográfica.

25 Al tratar de consolar a doña Inés Francos de León y a su esposo, don Fernán Francos, parientes de santa Teresa, que acababan de perder a su hija y estaban sufriendo por la enfermedad de su hermana, dejó constancia de su fe en la resurrección: “No se puede llamar muerte la suya, sino principio de la vida eterna, la cual gozará allá por todas las eternidades de Dios”; de la comunión de los santos: “Tiene vuestra merced, señora mía, una hija tan bien empleada y que reina en el cielo, y desde allá le enviará mil bienes, que se los negociará con Dios”; y una profunda confianza en la voluntad de Dios: “Tenga mucha confianza, que poderoso es Dios para dar salud y vida a la señora doña Juana” (Joaquín de la Sagrada Familia 1919a, pp. 170-172). Fernán Francos Suárez del Águila, después de la muerte de su hija y de su esposa, recibió la orden del presbiterado y, como hemos recordado arriba, entregó sus bienes a María de Jesús para la construcción de la nueva iglesia del convento de Toledo, como dejó entrever en su carta a la condesa de Arcos del 29 de agosto de 1625 (pp. 44-46).

26 María de Jesús ejerció un verdadero apostolado de la esperanza a través de sus cartas: al menos 13 escritas a la condesa de Arcos; 20 a Luis de Herrera, secretario del conde de Arcos; 22 a Andrea de Briones; 4 a Beatriz de Jesús, sobrina de santa Teresa y una más con motivo de su muerte; una a Inés Francos de León; y 27 a la condesa viuda de Paredes, ya al final de su vida. Utilizamos, como hemos indicado en la introducción, la versión editada en Toledo por el vice postulador de la causa de canonización, Joaquín de la Sagrada Familia (1919a). Convendría volver sobre los conventos del Carmelo castellano y sobre las fuentes archivísticas de los herederos de cada uno de sus destinatarios, incluidos Mariana de Ribera, marquesa de Bedmar, y san Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, para tratar de completar esta ciertamente exigua colección publicada por el padre Joaquín. En algunos casos, como en los textos remitidos a don Luis de Herrera, reconoce que solo ofreció a la imprenta una selección, 20 cartas, de las 54 que conservan las carmelitas de Toledo (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 65-66). En el caso de Andrea de Briones, el padre Joaquín (1919a, pp. 115-116) indicó que, en las carmelitas de Toledo, se conservan 28, de las que solo publicó 22.

27 Véase, en este sentido, la carta que escribió el 9 de abril de 1639 a la superiora de las monjas de Santa Ana de Madrid (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 168-169). Las manifestaciones sobrenaturales de la gracia fueron tratadas con una prudencia exquisita. La comunicación de espíritus evitó toda ostentación espuria. Probablemente estemos ante una de las razones que explican la desaparición de la rica correspondencia que debió de intercambiar con Beatriz de Jesús, sobrina de la Santa. A la priora de Madrid, tras la muerte de sor Beatriz, antes de explicarle sucintamente “lo que pasó el día de su muerte”, le pidió “que esta carta la lea vuestra reverencia para sí sola y que la queme luego en leyéndola”, pues “estas cosas piden tanto silencio, yo no hablo de ellas, si no era con mi santa madre Beatriz de Jesús, que está en el cielo”. Después de explicarle que “ella murió poco después de mediodía, y a mí se me apareció a las dos de la noche del mismo día, ya entrada del jueves, y muy gloriosa”, insistió: “Y más le digo, debajo del secreto que arriba le he pedido […]”; para concluir: “Queme luego esta carta y calle lo que le he dicho”. Más adelante, el 14 de noviembre de 1639, escribió a la condesa de Paredes y volvió a describir el destino de algunas de sus cartas: “Mucha caridad me ha hecho vuestra señoría, señora mía y mi amada madre, en quemar aquella carta, que ya me lo escribía mi señora condesa con su acostumbrada gracia” (pp. 224-225). En el mismo sentido pidió a don Luis de Herrera que, si no pudiera darle las misivas a la condesa, las destruyera: “Vuestra merced […] me la haga de tomar las cartas que yo le escribiere y guardarlas si no pudiere la santa recibirlas, o quemarlas, o enviármelas, que, como yo trato con mi santa condesa con tanto amor y llaneza, no conviene que caigan en otras manos que las de vuestra merced” (pp. 77-78, de 7 de diciembre de 1626); y, también: “Esa carta le escribo. Si está para dársela, se la da vuestra merced; y, si no, no la deje vuestra merced de la mano. Quémela luego” (pp. 79-80, de 26 de diciembre de 1626). La prudencia aquí fue contra nuestros intereses y pudo haber dado a la hoguera parte de la rica documentación que nos habría permitido conocer un poco más el alma sobrenatural de María de Jesús.

28 Lamentablemente no conservamos la mayor parte de la correspondencia de los veinte primeros años del siglo XVII, la noche oscura de María de Jesús. Solamente se conocen 4 cartas, 3 de 1615 y una de 1619, remitidas a la condesa de Arcos, que conoció durante la fundación del convento de Cuerva en 1585. Pero su fortaleza, en la prueba, resulta evidente. El 15 de abril de 1615, le escribió para darle ánimos en medio de su enfermedad: “Dele su majestad la vida y salud que yo deseo, que será muy cumplida, como lo es la pena y el cuidado con que me tiene su mal de vuestra señoría, que es mucho mayor mi dolor y aflicción que la puedo significar ni yo decir con palabras, porque me tiene traspasado el corazón su mal” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, p. 24). Ella misma era presa de la enfermedad y de la injusticia, pero quiso quitarle importancia ante la condesa: “No tenga vuestra señoría pena, que confío de nuestro Señor me ha de dar salud muy presto y que la han de ver mis ojos. Hágalo el Señor que puede por su sangre”. Cuando la condesa le respondió con buenas noticias, ella, el mes de junio de aquel 1615, insistió: “Me alegra el alma ver letra de vuestra señoría y saber de su salud que, más que la mía, la deseo mil veces” (pp. 25-27). El 24 de septiembre, completó: “Estese vuestra señoría buena que, con saber lo está, se pasará la vida, aunque sea con trabajos” (pp. 28-31). En la carta del 24 de septiembre de 1615, se hace referencia a otra misiva, remitida a través de la condesa de Arcos, doña Mariana de Mendoza, a don Rodrigo Lasso y Niño, segundo conde de Añover, hoy desaparecida (p. 30). Tampoco se conservan las cartas que menciona María el 19 de julio de 1619 que habrían sido remitidas, la primera, por san Juan, 24 de junio anterior, a casa de los condes de Arcos (p. 36); y, la segunda, adjunta a la que lo contaba, a la hija de los condes, doña Leonor, de la que decía: “Una vez al mes la he escrito desde que se fueron vuestras señorías de Toledo” (p. 38). Cabría realizar una investigación para recabar esta documentación, si todavía existe, más allá de la que se conserva en las carmelitas de Toledo. La deriva histórica del condado de los Arcos, hoy en manos de Manuel Álvarez de Toledo y Mencos, v duque de Zaragoza, no parece el mejor itinerario para localizar los posibles archivos de doña Mariana y de su hija Leonor y, en ellos, las cartas de María de Jesús.

29 En julio de 1634, le transmitió la pena de tenerla tan lejos y de haber recibido orden de no escribirla “sino en caso de enfermedades”, a lo que exclamó: “Rigurosa cosa es tal obediencia y tal mandato. No creyera yo jamás nos le pusiera vuestra reverencia a sus toledanas, pues la amamos tan del alma y corazón; mas mis pecados son causa de esto y a ellos lo atribuyo; y ansí estoy muy afligida, y nuestra madre priora también lo está […]. Yo le ofrezco a Dios este trabajo, que no es pequeño para mí, al ver se retira y huye mi madre de esta casa y de esta su hija (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 160-161). Se conservan cuatro cartas más: la de junio de 1636, sobre la gloria de que gozaba la madre Juana Evangelista; la del 16 de octubre de 1637, sobre cierta visión que tuvo de santa Teresa el día de su fiesta; la del 4 de marzo de 1638, sobre la enfermedad de la propia Beatriz; y el fragmento de una nueva carta, fechada el 9 de abril de 1639, dirigida a la superiora del convento de Santa Ana de Madrid, citada en la biografía manuscrita de Beatriz de Jesús, que había muerto en este monasterio el 16 de febrero anterior. En este texto, se percibe, sobre todo, un ejercicio de heroico de la virtud de la prudencia, como hemos explicado arriba.

30 Los ejemplos son tantos, que cualquiera sería suficiente para comprender el tono de sus desvelos. El 18 de octubre de 1639, en carta a la condesa viuda de Paredes, las expresiones fueron singularmente vivas al conocer la mejoría de sus enfermedades y las de su hija, María Inés, heredera de su difunto marido, don Manuel Manrique de Lara, conde de Paredes, que vivía como suyas: “Señora mía y mi querida madre de mi alma, gracias a Dios por la merced que me ha hecho de que no ha pasado su mal de vuestra señoría adelante ni el de mi querida condesa. Bendito sea el Señor que me ha hecho tan señaladísima misericordia. Démela vuestra señoría a ese serafín de mi condesa la enhorabuena, suplíqueselo a vuestra señoría, […] y continuamente sin cesar las pongo en el (corazón) de mi Señor Jesucristo a quien, con muy grandes ansias, pido el acierto del señor marqués y de su santo hermano de vuestra señoría, que los tengo muy en la memoria, y no menos el acierto de la cura de su majestad (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 217-219). Este análisis sobre la correspondencia con la condesa viuda de Paredes cabría trasladarlo a otros interlocutores, como la condesa de Arcos, en su enfermedad (pp. 24-61); o su fiel secretario, don Luis de Herrera, puntual informante de la gravedad de su señora (pp. 67-111); a doña Andrea de Quiñones, residente en Toledo (pp. 117-154), que socorrió a la comunidad del Carmelo en muchas ocasiones con gallinas (p. 132), cuartillos de cabrito (p. 146) o agua de azahar (pp. 153-154) y pudo hacer partícipe a María de Jesús de cuantas necesidades asolaban su existencia; a Beatriz de Jesús, incluso después de su desaparición (pp. 160-169); o a Inés Francos de León, desconsolada por la muerte de su hija (pp. 170-172).

31 La condesa viuda de Paredes refirió, en sus cartas, muchas situaciones de la corte y las luchas que mantenía Felipe IV en diversos frentes, personales e institucionales. María de Jesús expresó su deseo de verla para poder tratar con ella de lo humano y de lo divino. El 8 de julio de 1639, le dijo: “Harto pague Dios a vuestra señoría, mi señora, lo que me consuela con las esperanzas que me da de verla, que con solo estas creo es tan grande mi gozo, que me dará nuestro Señor salud” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, p. 201). Conservamos solamente 27 documentos, pero el número debió de ser muy superior. Ya el 16 de diciembre de 1631 indicó: “Desde que vuestra señoría escribió la que acabo de recibir hoy, deseo escribir de mi mano tres. Téngolo a grande castigo. A vuestra señoría y a mi señora la condesa escribí juntas la otra semana, a vuestra señoría sola, el martes, y lo mismo antes. La estafeta pasada, faltándome carta, me ha tenido afligidísima, suponiendo no era por salud entera dejar de tener letra tan deseada como es la de vuestra señoría para mí, a quien dé Dios mil bienes de su mano por el consuelo que me ha causado con la que acabo de recibir ahora, aunque me da mucha pena que no hayan llegado mis cartas a manos de vuestra señoría” (pp. 187-189). María de Jesús tuvo una preocupación singular por el matrimonio del rey y por su descendencia (pp. 212-216, 244-246), por la presencia de la armada inglesa en las costas de Cádiz (pp. 55-58), o la destrucción de la armada española en su lucha contra los herejes holandeses (pp. 227-228): “Todo lo atribuyo a mis pecados y, sobre todo, el no hacer paces que, creo, mientras estas guerras duraren, no puede haber buen suceso”. En esta implicación con el destino de la Iglesia y de la nación católica, recogemos una nueva expresión de su pensamiento, detallado en la carta del 27 de marzo de 1640. La condesa viuda de Paredes le había transmitido el terrible peligro que había amenazado a muchos de palacio, incluido el rey. Felipe IV, sin embargo, dio la impresión de no haber percibido la especial protección que había alcanzado por las oraciones de muchos cristianos, a lo que María de Jesús añadió: “Cierto, señora mía que con lágrimas de sangre querría yo llorar lo que vuestra señoría pondera. ¿Es posible que un rey tan católico no vea las gracias que se deben a Dios de cosa tan manifiesta de haberle dejado con vida Dios nuestro Señor cuando pudiera una temeridad como esa asolar ese palacio con todos los que estaban en él?” (pp. 236-238). Su preocupación por Felipe IV se expendía desde que el joven heredero se preparaba para asumir el trono de su padre. El príncipe de Asturias sufrió una enfermedad que ocasionó la intensa oración de María de Jesús, sometida, como sabemos, a su propia noche oscura. Así se expresó en carta a la condesa de Arcos en junio de 1615: “Mi señora: mucha pena nos ha dado el mal del príncipe. Dios le guarde muchos años; acá se hace oración por su salud. Dios se la dé y nos oiga. Vuestra señoría me diga cómo está y las nuevas que hay de su mejoría” (pp. 25-27).

32 Cabría proponer un trabajo sobre el Christus medicus en la concepción teológica de María de Jesús, bien tratado en Peirats (2019, 2022) para el caso de la curación espiritual, sobre todo a partir de la obra de Isabel de Villena. En la correspondencia de María de Jesús, las referencias a la enfermedad y la curación son continuas, sobre todo en su relación epistolar con doña Andrea de Briones (pp. 133-134, 135-136, 139-140, 143). En algunas páginas, la doctrina sobre el sufrimiento se vuelve singularmente elocuente, en la línea teresiana de la actuación “en lo poquito que se pueda”. Véase, en este sentido, la carta del 30 de agosto de 1639 remitida a la condesa viuda de Paredes (pp. 205-206), en que dice: “En esta cama […] me tiene nuestro Señor al presente muy apretada, más que nunca lo he estado, que no sé de dónde ha venido a mí tan grande bien como es padecer por mi Señor esto poquito, si no es en la infinidad de su misericordia que tanto la ha querido usar con esta miserable pecadora que la hace partícipe, un poquito, de su cruz”. Véase también: pp. 229-231, de 3 de diciembre de 1639; pp. 234-235, de 14 de febrero de 1640; y 239-241, de 8 de abril de 1640, cinco meses antes de morir. Allí expresó con interna emoción: “¿Cuándo merecí yo, señora mía, padecer por quien tanto padeció por mí? […] Por amor de Dios, suplico a vuestra señoría me ayude a darle gracias a Dios por estas misericordias”. Lo cierto es que ella ya se había entregado muchos años atrás en remedio por la enfermedad de la condesa de Arcos. El 26 de julio de 1622, dijo: “Dios se sirva de quitarle a vuestra señoría estas tercianas y, si él quiere, envíemelas a mí, que de muy buena gana las padeceré yo porque vuestra señoría esté muy buena. Esta merced me haga Dios por su sangre” (pp. 32-35). Podríamos identificar nuevas ofrendas de la salud personal, entre otras, en la carta VII a Luis de Herrera, secretario del conde de Arcos (pp. 79-80, de 26 de diciembre de 1626), poco antes de la muerte de la condesa. La enfermedad fue compañera de María de Jesús desde su llegada al Carmelo de Toledo en 1577.

33 Sería interesante analizar las metáforas del mundo animal que empleó María de Jesús en sus cartas. Entre otras, señalamos las siguientes. En la pascua de Resurrección, sin fecha, trató de animar a doña Andrea de Briones, algo decaída, con un impulso regenerador: “Esta semana toda es de fiestas del cielo; a ellas la convida mi Señor […]. Estos días, volar mi señora doña Andrea con alas de águila, que todo nuestro bien se nos va al cielo (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 124-125). Más adelante, también sin fecha, insistió en esta metáfora en carta a la misma señora y añadió algunos matices para referirse a la confianza que habría que depositar en Dios: “No hay sino alentarse a servirle, devorarse mucho, volar con alas del divino amor y no descansar hasta entrarse en el centro del amor, que es el divinísimo pecho y corazón de nuestro Señor Jesucristo, y allí hacer su nido y morar en él, que es el cielo de las almas palomas, como lo es la de vuestra merced” (pp. 128-129). En la correspondencia con la condesa viuda de Paredes, también dejó plasmadas algunas metáforas. En su dolor corporal y espiritual, casi al final de su vida, clamó por regresar al cielo, que es su patria: “Vea vuestra señoría, mi señora y mi madre, si es tiempo de desear salir de este destierro. Siempre lo he deseado con veras de mi alma, pero hoy son mis ansias como las del ciervo sediento; mas no merezco tal dicha y, por mis pecados, se me dilata este destierro” (pp. 206-207, de 6 de septiembre de 1639).

34 La recuperamos en la versión de este sobre el original de Acosta: “Hijas, solo sabe ser y entender quien tiene por su ser a Cristo, y solo sabe conocer a Dios, divino y humano, el que es tan dichoso que hace dueño a Cristo de su ser y camina por tan segura vereda. Aquí, hijas mías, no camina la criatura, camina Cristo y, si ella camina, es como niño sobre los pies de su ama que, solo con fijar en ellos los suyos, puede correr. Aquí no pide ella, pide Cristo en sí, para sí, sin mí; y, si me lleva a mí, es para que me goce de que no soy yo, sino él, y él el que negocia, el que obra, y el que todo lo puede, gozándome yo en él y dándome él especial gozo de que solo en él puedo ser. Aquí ya no es la criatura, es Cristo en ella y, en virtud de Cristo, esta dádiva de ser él el unigénito en ella, la vuelve ella y Cristo a su eterno Padre, aspirando a darle con el afecto su mismo ser divino; resultándole de aquí al alma una osadía grande para todo lo que se ordena a la honra y gloria de este Señor porque, como no es ella, y sabe que en virtud de Cristo ha de obrar la divinidad en ella, halla tantas causas para prometerse buen despacho en lo que toca a la honra y gloria de este Señor cuantas hay en Cristo; y, como ha experimentado la dádiva de ser este Señor en ella, y que en esta dádiva tiene su ser, hállase no solo con vereda segura para caminar a la divinidad, sino con una como especie de posesión en virtud de lo que puede dar Cristo; y si tal vez no consigue lo que pretende, se queda con sumo gozo y suma quietud porque lo principal a que aspiró su petición nunca fue para sí, sino para la gloria divina, la cual ve cumplida en haberse hecho su santísima voluntad” (Acosta, 1648, pp. 334-335; Tomás, 1976, pp. 51-52). En relación con la divina voluntad, véase la carta que escribió a la condesa viuda de Paredes, que redactó postrada en la cama por la enfermedad: “Me tiene mi Señor en este rincón de esta cama sin ser de provecho más de lo que soy, instrumento de que las madres ejerciten su grande caridad y deseando sea yo instrumento fijo de que la voluntad de Dios se haga en mí, sea en vida o en muerte. Ya, señora mía, he dado en no desear morirme a ver si con esto tiene mi Señor Jesucristo piedad de mi destierro” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 185-186, de 2 de agosto de 1631).

35 En el mismo recibo, no dudó en reclamar de Felipe IV, para el día de los Reyes, el cáliz que tenía costumbre de regalar a las iglesias: “Suplicamos todas a vuestra señoría que no se olvide el día de los Reyes de nuestro cáliz” con que honrar al Señor en la eucaristía (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 232-233).

36 En relación con la devoción a la humanidad de Cristo en su Pasión, véase: Alessandri (2022), Bartal (2022), Calvo (2022) y Lázaro (2019). En un arrebato de júbilo, en la víspera de la pascua, María de Jesús expresó a su amiga doña Andrea de Briones su más profunda vivencia de los misterios de la muerte y resurrección del Señor: “La gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, ya glorioso y resucitado, sea siempre en su alma […]. Ahora todo le ha de servir a vuestra merced de vida eterna y de estar bañada en los mares de gloria de nuestro Señor Jesucristo y gozando de sus triunfos y alegrías, como creo yo lo estará mi doña Andrea de mi alma toda gloriosa; pues quien tan bien ha sabido sentir la pasión y dolores de nuestro grande rey y redentor de nuestras almas es cierto participará mi amantísima hija y señora de tantas glorias como nuestro Señor tiene” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 141-142). La correspondencia con Andrea de Briones fue testigo, también, de permanentes referencias a la fiesta de la Asunción de la Virgen. En muchas ocasiones, mandó a pedir algunas joyas para adornar las imágenes del convento toledano (pp. 121-122+148+151-152+153-154, entre otras). Como expresó en carta a la condesa de Arcos (pp. 28-31, de 24 de septiembre de 1615), “esta grande reina y señora es a quien acudo con todas mis necesidades y quien me saca bien de ellas, haciéndome siempre merced de lo que le suplico”.

37 Además de esta primera misiva (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, 117-118), mencionó la imagen del Niño Jesús en otras ocasiones. En la carta II, llegó a mencionar tres imágenes distintas, con una nota: “Estos trajes los envío a vuestra merced para los tres Niños Jesús, que me los han enviado de Madrid” (pp. 119-120, sin fecha). Al remitirle de nuevo el Niño Jesús, completó: “Se le envío allá que se huelgue con vuestra merced este muy divino y soberano pastor, para que se huelgue vuestra merced con su divina majestad y crea le es muy aficionado y por su amor será su pastor y ansí vestido de este divino traje, se lo envío para que, con sus divinos silbos, enamore más a vuestra merced, que desea ya el retorno para que vuestra merced se recree mucho con él y se alegre de verle, que es lindísimo pastor y pasto divino”. Estas imágenes de devoción resultaron singularmente populares en el Carmelo Descalzo (Peña, 2021, pp. 917-924). Pueden verse otras referencias en la correspondencia remitida a doña Andrea de Briones, en las cartas IV (p. 123), VI (pp. 126-127), X (pp. 133-134), XII (pp. 137-138), XVII (p. 146), XX (pp. 149-150), todas sin fecha. Sobre la imagen de Cristo pastor, véase también la carta VII, de 24 de mayo de 1939, remitida a la condesa viuda de Paredes (pp.198-200).

38 En la única carta que conservamos de las que pudo escribir a doña Inés Francos de León, esposa de don Fernán Francos Suárez, que acababan de perder a su hija, les consoló con este mismo diálogo de amor en el sagrado corazón de Jesús: “Jesús, todo nuestro bien y gloria, sea en el alma de vuestra merced, comunicándole su divino amor y enriqueciéndole con los tesoros de su corazón divino, y este soberano Señor mío sea vida y consuelo de su alma […]. Muy en ella he sentido y siento sus trabajos y ansí crea que, en la pena, la he acompañado en la muerte del ángel que se nos ha ido al cielo. Así que no se puede llamar muerte la suya, sino principio de vida eterna” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 170-172). Hemos mencionado arriba la carta a la condesa viuda de Paredes del 27 de marzo de 1640 en la que expresa su dolor porque el rey Felipe IV no hubiera percibido la gracia que había tenido misericordia de él y de todos los de palacio: “¿Es posible que un rey tan católico no vea las gracias que se deben a Dios de cosa tan manifiesta?” (pp. 236-238).

39 Sobre el tratamiento de la soledad espiritual, puede verse: Lázaro (2013). Más adelante, en la séptima carta, también sin fechar, como hemos mencionado arriba, dejó escribas algunas reflexiones de sugerentes paisajes: “Alégrese mucho con su Dios, que crea le ha de favorecer y ayudar mucho. No hay sino alentarse a servirle, devorarse mucho, volar con alas del amor divino, y no descansar hasta entrarse en el centro del amor, que es el divinísimo pecho y corazón de nuestro Señor Jesucristo, y allí hacer su nido y morar en él, que es el cielo de las almas palomas, como lo es la de vuestra merced” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 128-129).

40 Las referencias a la sangre de Cristo, sinécdoque de la entrega redentora, son relativamente frecuentes en la obra de María de Jesús. Ante la enfermedad de la condesa de Arcos, que moriría con fama de santidad el 7 de enero de 1627, expresó un piadoso deseo: “Dele su majestad la vida y salud que yo deseo […]. Hágalo el Señor que puede, por su sangre, y tráigame muy buenas nuevas, que hasta tenerlas estará mi corazón surcado de mil tribulaciones y penas” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, p. 24, de 15 de abril de 1615). Como ya hemos recordado arriba, ella misma ofreció su salud por la de la condesa: “Dios se sirva de quitarle a vuestra señoría estas tercianas y, si Él quiere, envíemelas a mí, que de muy buena gana las padeceré yo porque vuestra señoría esté buena. Esta merced me haga Dios por su sangre” (pp. 32-35, de 26 de julio de 1622). En el mismo sentido, ante la enfermedad de don Luis de Herrera, secretario del conde de Arcos, expresó su confianza en la fuerza sanadora de la cruz: “Fío de nuestro Señor me le ha de sanar; por su sangre y muerte se lo suplico” (pp. 103-106, de 8 de agosto de 1628). A la condesa viuda de Paredes, en su búsqueda de la virtud, añadió: “Mi señora mía, esté muy consolada y aliéntese mucho en Cristo, nuestro bien, hundiéndose en sus llagas, teniendo por suya, como lo es, esta sacrosanta sangre derramada” (pp. 192-194, de 19 de abril de 1639).

41 En la carta XVI a Andrea de Briones tuvo ocasión de agradecerle la limosna que les hizo para la celebración de la fiesta del Señor: “Páguele la merced que me hizo con su papel […] y porque es tan devotísima del santísimo sacramento y de su madre santísima […] ellos se lo pagarán” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 144-145). En relación con el tratamiento de la eucaristía como devoción, véase: Sánchez (2020, 2022).

42 En cierta ocasión, al disculparse por la dilación en la respuesta que le daba, quiso expresar una angustia particular: quedarse ciega y no poder contemplar al Señor en la eucaristía. Así escribió el 16 de marzo de 1628: “El no haber podido yo responder a su carta de vuestra merced es el haber estado muy mala y desahuciada; no he merecido irme a ver a nuestro Señor, aunque más lo he deseado. Gracias a Dios estoy un poco mejor, aunque no se me quita calentura continua […] También me falta la vista de un ojo y el otro harto acabado le tengo; mas del izquierdo no veo nada. Pídale vuestra merced a nuestro Señor no me quite la vista de este otro, sino que me la deje para ver el santísimo sacramento y rezar el oficio divino” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 101-102).

43 Cabría realizar un estudio de ciertas metáforas ígneas en el tratamiento del Corpus Christi, como las expresada en carta a la condesa de Arcos en junio de 1615, en la octava del Corpus: “Como con tanto espíritu y fervor habrá asistido en aquella divina presencia, toda la considero abrasada en el divino fuego de amor y tan endiosada que toda estará absorta y transformada y anegada en aquel mar inmenso de amor” (Joaquín de la Sagrada Familia, 1919a, pp. 25-27). A la señora Andrea de Briones le expresó: “Yo sé que mi Señor está muy de su parte de vuestra merced y se lo premiará en esta vida y en la eterna. Él me la queme y abrase toda en su amor y me la tenga sumida en su divino corazón y en los mares inmensos de su divinidad” (pp. 117-118, s.f.); y también: “Guárdemela muchos años y toda me la queme en su amor y haga un serafín” (pp. 124-125, sin fecha). Sobre estas metáforas, véase: Zarzo (2018).