SCIO: Revista de Filosofía

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Vincent, N. A. (Ed.). (2013). Neuroscience and Legal Responsiblity. Oxford: OUP Oxford.

Bosco Corrales Trilloa


a Facultad de Filosofía, Letras y Humanidades de la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir.

E-mail: bosco.corrales@ucv.es

El volumen que presentamos en esta reseña es un libro en colaboración, que recoge catorce artículos sobre neurociencia y responsabilidad legal. Aunque las distintas contribuciones, realizadas por diecisiete expertos, se plantean preguntas diferentes y se circunscriben a diversas áreas del conocimiento, hay una cuestión central que da unidad y coherencia a la obra. Dicha cuestión es de suma importancia tanto para la praxis legal como para la ética y la antropología filosófica: ¿podemos hablar propiamente de responsabilidad o habría que reconocer, más bien, a estas alturas de la investigación en neurociencia, que las acciones humanas son del todo reductibles a la fisiología cerebral y, por tanto, no existen ni la libertad ni la responsabilidad personales?

De la mano de los avances en el estudio del cerebro por parte de las neurociencias, los autores se adentran, desde distintas perspectivas, en una de las cuestiones más apasionantes de la historia de la filosofía: la pregunta por la libertad. Uno de los posibles enfoques es plantear la pregunta como disyuntiva: ¿existe realmente la libertad o estamos determinados en nuestras elecciones por factores externos a nuestra voluntad? En este planteamiento incompatibilista, si las neurociencias llegaran a la conclusión de que las decisiones que tomamos están determinadas por la bioquímica o los intercambios eléctricos en nuestro sistema nervioso, no cabría hablar libertad ni, por ende, de verdadera responsabilidad moral o legal.

Por el contrario, los autores de este volumen asumen, en general, un enfoque más bien compatibilista, es decir, reconocen la enorme influencia de la anatomía y fisiología del sistema nervioso central en la conducta humana, pero no consideran que esta sea un impedimento para el ejercicio de una cierta libertad de elección ni para el reconocimiento de la consecuente responsabilidad del agente. La diferencia entre ellos estriba en el grado de determinación de la conducta que admiten; unos ponen el acento en la voluntariedad de los actos y en una mayor responsabilidad del agente, mientras que otros enfatizan el carácter de determinación en detrimento de la responsabilidad.

Ya en el capítulo introductorio, la editora, Nicole A. Vincent, desmiente que las ciencias de la mente hayan demostrado o vayan a demostrar la verdad del determinismo, lo que supondría –a su juicio– la disolución del concepto de responsabilidad legal o, al menos, su fundamentación moral. Esto no es óbice, sin embargo, para reconocer que las neurociencias pueden realizar una importante y necesaria contribución a la praxis legal, sobre todo herramientas para el diagnóstico de condiciones mentales, la intervención profesional y la valoración del impacto de dichas condiciones en la práctica de la jurisprudencia.

A partir de aquí, el libro se divide en cinco partes. La primera comprende los capítulos dos al cuatro y lleva por título “Responsabilidad y capacidad mental”.

En el segundo capítulo, “Compatibilismo del derecho penal común”, Stephen J. Morse adopta un enfoque más bien determinista. Aunque considera que tanto el determinismo como el libertarismo son teorías plausibles, cree que el primero cuenta con una defensa más sólida desde el punto de vista científico. Por otro lado, no le parece ni necesario ni conveniente presuponer el libre albedrío para afirmar la existencia de responsabilidad legal de las personas. Así, con el fin de ser lo más racionales posible –en sentido cientificista, a mi modo de ver–, conviene abrazar las teorías compatibilistas, las cuales nos permitirán al mismo tiempo reconocer la ley de la causalidad universal y aceptar que se dé un ejercicio limitado de libre elección y la consiguiente imputación de responsabilidad que haga inteligible la praxis legal.

Anne R. Mackor poner en duda, en el tercer capítulo, que las neurociencias puedan negar la existencia de la responsabilidad personal. Según esta autora, los hallazgos neurocientíficos no tienen la última palabra en este debate: los datos recogidos por estas ciencias son susceptibles de interpretaciones diferentes e incluso contradictorias al respecto. Por otro lado, aunque los datos científicos por sí solos no puede definir qué es la responsabilidad, ni confirmar o negar que exista, sí pueden ofrecer argumentos a favor o en contra de esta o aquella concepción de la responsabilidad y de diversos modos de aplicarla a la praxis.

El capítulo tres, “Irracionalidad, capacidades mentales y neurociencia”, cierra la primera parte. En él, sus autores, J. Craigie y A. Coram, exploran dos ámbitos jurídicos en los que las neurociencias pueden ser de gran ayuda con respecto a valorar la responsabilidad de un agente en concreto. Por un lado, en el ámbito médico, las neurociencias pueden contribuir a determinar en qué medida un paciente tiene la capacidad mental necesaria para dar su consentimiento a un tratamiento médico. Por otro, en el ámbito forense, pueden ser útiles para valorar el grado de racionalidad o de posesión de las facultades mentales de un presunto criminal, con el fin de asignarle mayor o menor culpabilidad legal.

La segunda parte, con el título “Reevaluar la agencia”, comprende los capítulos cinco al siete. En el quinto capítulo, Paul S. Davies expresa su “escepticismo con respecto a la agencia humana”. A su modo de ver, las ciencias del yo arrojan serias dudas sobre el concepto de “voluntariedad” de las acciones humanas y, por tanto, de la agencia o libre acción de las personas. Consecuentemente, puesto que tanto el Código Penal como los jueces y los jurados basan sus afirmaciones en la convicción de que las personas, al menos en ocasiones, hacemos las cosas voluntariamente, la evidencia científica parece apuntar a que nuestros sistemas legales estarían viciados de raíz.

En el sexto capítulo, L. Dahan-Katz explica que la investigación en el campo de la heurística y de los sesgos tiene importantes implicaciones con respecto a la responsabilidad moral y legal. Según la autora, el modo en el que las personas concretas llegan a obtener y organizar su conocimiento de la realidad a menudo no responde a estándares normativos ni es fruto de una deliberación bien ponderada, sino de una “racionalidad limitada” o “acotada”, que se sirve de la experiencia de tipo ensayo-error, crea atajos para llegar a soluciones sin haberlas razonado a fondo, está expuesta a sesgos y se basa en principios parciales, inadecuados o no contrastados. En este sentido, por ejemplo, el criterio de “la persona razonable” o de “lo que cualquier persona razonable haría”, que suele usarse para determinar casos de negligencia, es un criterio defectuoso por ser excesivamente abstracto y por tanto no adecuado para juzgar la culpabilidad de una persona particular con respecto a una acción concreta.

Neil Levy, en el capítulo siete, defiende la capacidad de las personas para tomar decisiones de manera consciente y, por tanto, para ser responsables de sus acciones. Para ello, refuta supuestas evidencias científicas que demostrarían que la deliberación y la toma racional de decisiones son solo un epifenómeno y que la verdadera decisión sucede en el cerebro de manera automática e inconsciente. A juicio del autor, el hecho de que se produzcan procesos neuronales inconscientes no invalida la afirmación de que las personas somos capaces de tomar decisiones conscientes y voluntarias de las que somos moral y legalmente responsables.

La tercera parte recoge, bajo el título “Valoración”, los capítulos ocho y nueve. En el octavo capítulo, Katrina L. Sifferd se propone “traducir la evidencia científica al lenguaje popular”. En los procesos judiciales, las pruebas que se aducen para verificar o refutar la culpabilidad criminal de la persona acusada suelen ser evidencias conductuales, es decir, las acciones objetivamente observables. Por el contrario, las evidencias científicas con respecto a las facultades mentales de los acusados suelen tener menor peso en las decisiones judiciales, porque el alto grado de especialización requerido para comprender dichas evidencias hace difícil que jueces y jurados realicen inferencias directas o saquen conclusiones con respecto a la culpabilidad de la persona que está siendo juzgada. De ahí la importancia de traducir el lenguaje técnico a uno más coloquial.

El artículo “Neurociencia, apetitos desviados y el derecho penal” indaga en las ventajas e inconvenientes del uso de la tecnología médica para medir el apetito sexual y las posibles tendencias a cometer delitos sexuales. En este, Colin Gavghan analiza distintas técnicas y se decanta por recomendar el uso de la resonancia magnética funcional, por ser la menos invasiva y la más respetuosa con la persona testada, por un lado, y porque ofrece resultados más precisos y fiables desde el punto de vista científico, por otro. No obstante, el autor expresa grandes reservas éticas respecto al uso de la tecnología en este sentido. En primer lugar, porque podría vulnerarse el derecho a la intimidad y privacidad cognitiva y otros derechos fundamentales directamente ligados al respeto a la dignidad humana. En segundo, porque dicha práctica podría tender a borrar la diferencia entre apetito, propensión a actuar y desencadenamiento de la acción. Si eso sucediera, se eliminaría precisamente el aspecto más personal de la conducta humana: el espacio donde se realiza la toma de decisiones morales.

“Enfermedad y trastorno” es el título de la cuarta parte, que consta de los capítulos diez al doce. Y “¿Es la psicopatía una enfermedad mental?” es la pregunta que hacen T. Nadelhoffer y W. P. Sinnott-Armstrong, autores del décimo capítulo. Su respuesta es afirmativa, ya que –argumentan– las psicopatías conllevan una disfunción neuronal que las causa. Si esto es así, la psicopatía podría ser empleada como factor atenuante o incluso eximente de la culpabilidad en los procesos penales y ser usada como equivalente o similar a la “defensa por causa de enajenación mental”.

En el capítulo once, “Adicción, elección y enfermedad”, Jeanette Kennett investiga hasta qué punto son voluntarias las acciones cometidas por causa de la adicción a las drogas. Aun reconociendo que tales acciones pueden tener un componente de voluntariedad, hay que reconocer, al mismo tiempo, que la adicción las dota de aspectos involuntarios muy relevantes, que podrían o deberían ser entendidos como atenuantes de la culpabilidad en los procesos penales. En este sentido, la tecnología y las evidencias neurocientíficas podrían ser de gran ayuda a la hora de determinar en qué casos las personas se habrían visto “obligadas” por su adicción a cometer ciertas acciones y en qué casos habrían tomado esas decisiones de manera voluntaria.

Siguiendo con el tema de las adicciones, Wayne Hall y Adrian Carter se preguntan “cómo puede afectar la neurociencia al modo en que los juzgados de lo penal gestionan los casos de infractores adictos a las drogas”. Normalmente, indican los autores, los tribunales no consideran la adicción a las drogas como un factor eximente de culpabilidad en delitos de violencia para conseguir esas drogas. Lo que sí suelen hacer es condenar a los infractores a someterse de manera obligatoria a un tratamiento de desintoxicación y rehabilitación como opción para evitar ir a la cárcel. Sin embargo, aparte de los dilemas éticos que traen consigo este tipo de condenas, los autores indican también la baja efectividad de dichos tratamientos. Si los tribunales prestaran mayor atención a los avances neurocientíficos en materia de adicción a las drogas, podrían ordenar condenas más éticas y más eficientes: verían la conveniencia de recomendar el uso de tratamiento con agonistas (como la metadona), darían a los reos más opciones de elección entre tratamientos o privilegiarían el uso de terapias menos intensivas. Por ejemplo, la investigación neurocientífica avala el enfoque del triaje conductual de Kleiman como un enfoque que debería probarse en este ámbito.

La quinta y última parte del libro lleva por título “Modificación”, y en ella se analizan cuestiones suscitadas por la innovación en el terreno de las neurociencias y su posible impacto en la legalidad vigente. Consta de los capítulos trece y catorce.

La autora del primero de ellos, “Mejoramiento de la responsabilidad”, es la propia editora del volumen, Nicole A. Vincent. Empieza la exposición indicando que la capacidad mental es elemento clave a la hora de atribuir mayor o menor responsabilidad a las personas. Por eso se considera que los niños o las personas con graves enfermedades mentales tienen menor responsabilidad que los adultos con pleno uso de sus facultades mentales o, incluso, que no tienen responsabilidad alguna. Ahora bien –se pregunta Vincent–, si a menor capacidad se atribuye menor responsabilidad, ¿debería atribuirse mayor responsabilidad a quienes tienen altas capacidades? Más aún, en el contexto presente y futuro de las posibilidades del mejoramiento cognitivo mediante drogas y otros medios, ¿debería ser la ley más exigente a la hora de juzgar la responsabilidad de una persona cuyas facultades mentales han sido mejoradas? El artículo responde que sí a ambas preguntas y examina distintas maneras en las que el mejoramiento cognitivo influirá o debería influir en la teoría y la praxis jurídica.

El volumen concluye con el decimocuarto capítulo: “¿Mentes culpables en cerebros lavados?”. El texto, de Christoph Bublitz y Reinhard Merkel, se adentra en uno de los asuntos más controvertidos en relación con las neurociencias: la creciente capacidad de la neurociencia y la neurotecnología para manipular a las personas, influyendo en sus pensamientos, emociones y acciones. Desde el punto de vista moral, suele admitirse que, en la medida en que alguien es manipulado, deja de ser responsable de sus actos. Sin embargo, desde una perspectiva legal, con el fin de salvaguardar la estabilidad social e institucional, es necesario reafirmar la convicción de que las personas son normalmente dueñas de sus actos y por tanto responsables de estos, de manera que el peso de la prueba en los casos de manipulación recae sobre quien alega tal manipulación. Dada la velocidad a la que marchan la investigación y los avances neurocientíficos en la actualidad, los autores llaman la atención sobre la creciente capacidad de manipulación en dicho contexto: no es necesario llevar a cabo cirugías de gran calado para influir en los pensamientos, emociones y acciones de las personas, sino que basta con estudiar el efecto que un perfume o una música determinada llegan a tener en el cerebro de un cliente, por ejemplo. Así las cosas, Bublitz y Merkel abogan por reforzar el papel de la responsabilidad personal en el contexto legal y de las estructuras sociales y normativas que la sostienen.