SCIO: Revista de Filosofía

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LA HISTORIA
COMO DIMENSIÓN DEL PRESENTE

HISTORY
AS A DIMENSION OF THE PRESENT

Juan Padilla Moreno1

Resumen: El artículo ofrece un conjunto de reflexiones que tienen por objeto mostrar que el pasado, y en particular el pasado histórico, no es sino una dimensión del presente; lo cual no implica, en opinión del autor, “presentismo”, en tanto que el pasado existiría en el presente como dimensión específica, irreductible a la mera actualidad del momento. Para mostrarlo se parte del esbozo de una ontología histórica, se analiza la idea del pasado como huella y se deshacen algunos malentendidos acerca del verdadero objeto de la historiografía.

Palabras clave: ontología histórica, existencia del pasado, presencia del pasado, profundidad temporal, presentismo, huella, historia de los efectos

Abstract: The article offers some reflections aiming to show that the past, and in particular the historical past, is but a dimension of the present; this does not imply, in the author's opinion, "presentism", insofar as the past would exist in the present as a specific dimension, irreducible to the mere actuality of the moment. In order to show this, we start with the outline of a historical ontology, analyse the idea of the past as a trace and dispel some misunderstandings about the true object of historiography.

Keywords: historical ontology, existence of the past, presence of the past, temporal depth, presentism, trace, history of effects

“History, emphatically, is not everything; but it is an aspect of everything”2.

Una cosa es clara: el pasado como tal no existe. El pasado se define justamente como lo que fue pero ya no es, como lo que ha dejado de existir. Pero ¿deja realmente de existir lo que una vez ha existido? ¿Es posible que algo deje enteramente de existir, sin dejar rastro? Que han ocurrido o existido cosas de las que no tenemos noticia es algo en lo que todos podemos fácilmente convenir. No es tan seguro, en cambio, si lo que decimos es que no podremos nunca llegar a tenerla. Un pasado del que no se puede llegar a tener noticia no es, en rigor, pasado: no puede siquiera mentarse. No puede decirse que haya existido. Si algo ha pasado sin dejar huella, no podemos saberlo, no podemos siquiera pensarlo. Poder llegar a saberse es el modo mínimo de subsistencia de lo que alguna vez existió.

El pasado, lo que ha dejado (hasta cierto punto al menos) de existir, solo puede existir para nosotros en tanto que subsistente de algún modo en el presente, cuando menos en ese modo mínimo de subsistencia que es poder concebirse o mentarse. Y subrayo “para nosotros”, porque no hay que descartar de antemano la posibilidad de que lo sido siga siendo en algún lugar trascendente (la eternidad o la mente de Dios) o inmanente (una dimensión espacio-temporal a la que acaso algún día fuera posible viajar). Un “lugar”, en cualquier caso, al que de momento no tenemos acceso, por lo que debemos dejarlo aquí fuera de consideración.

Las memorables reflexiones de san Agustín en el libro XI de las Confesiones, tantas veces citadas, establecen inequívocamente el presente como momento o “lugar” propio de la existencia: “Si las cosas futuras y pasadas existen, quiero saber dónde están. Y aunque de momento no puedo saberlo, sé que allí donde estén no son futuras o pasadas, sino presentes; pues si allí son futuras, todavía no son, y si son pasadas, ya no son. Por consiguiente, dondequiera que estén, cualesquiera que sean, no pueden ser sino presentes” (Agustín, 1991: 483)3. Y yendo más lejos, describe el presente como esencia misma del tiempo, como único momento real: “Resulta patente y claro que las cosas futuras y pretéritas no existen, y no se puede decir propiamente que los tiempos sean tres: pasado, presente y futuro; quizá habría que decir con más propiedad que los tres tiempos son: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes y el presente de las cosas futuras” (Agustín, 1991: 485ss)4; dicho de otro modo: la memoria (memoria), la visión (contuitus) y la expectativa (exspectatio).

Pese a ser inexistente, salvo en su vinculación al presente, el pasado conserva paradójicamente, como tal, una extraña entidad. No es verdad lo que dice García Márquez al inicio de sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla” (García Márquez, 2002: 7). Con ser maleable, el pasado no puede inventarse. ¡Qué fácil sería! ¡qué liviana entonces la vida! El pasado, para bien y para mal, es lo que uno recuerda y lo que no. También lo que uno quisiera recordar, u olvidar, y no puede. El pasado está siempre ahí, actuando consciente o insensiblemente, como una fuerza de atracción o de repulsión que influye en todos los actos. Tan es así que la segunda nota característica del pasado (la primera es haber dejado de existir) consiste en no tener remedio, en no admitir cambio. Lo hecho, hecho está: el pasado es la fatalidad del presente. Este puede reinterpretar el pasado, intentar corregirlo o compensarlo; pero no puede revocarlo. Ni siquiera Dios puede hacer que lo que ha sido no haya sido. Niente diminuisce la Sua onnipotenza il dire che Iddio non può fare, escribe Galileo, che il fatto non sia fatto (Galileo, 1996 : 136).

Las otras dimensiones de la vida y el tiempo: el futuro y el presente mismo, tan diferentes desde el punto de vista ontológico, están, hasta cierto punto al menos, en nuestras manos. El pasado no: tiene una consistencia propia que impide reducirlo enteramente al ahora. Y sin embargo, al estar de alguna manera vinculado al presente, adherido a él, como a sus espaldas, el pasado, como hemos dicho, puede reconfigurarse, enriquecerse y cambiar de sentido con el presente: podemos ocuparnos del pasado, reobrar sobre él, hacer algo con él, bueno o malo; de otro modo no nos interesaría5. El pasado nos importa justamente porque está vinculado al presente, y en la medida en que lo está, porque sigue existiendo en él, porque no es nunca mero pasado, pura inexistencia. Por eso importa poner en claro su extraña forma de ser, la peculiar ontología de esta dimensión de la vida y su modo de articulación efectiva con el presente y el futuro.

1. ONTOLOGÍA HISTÓRICA

La ontología del pasado importa en particular para dilucidar el modo de ser o existir de esa fracción o formalidad del mismo que convenimos en llamar historia6. No todo el pasado forma parte de lo que los historiadores suelen denominar historia. El pasado histórico es el pasado relevante, por un lado, y datable, por otro; es decir, subsumible dentro de una cronología. Los historiadores discuten sin duda acerca del marco cronológico más adecuado y, sobre todo, de qué es lo relevante. También se discute si el pasado de la historia es solo el pasado humano. Pero todos los historiadores estarán de acuerdo (acaso sea hoy lo único en lo que lo están) en que, de una manera u otra, la historiografía se ocupa del pasado. Por lo tanto, lo que se diga del modo de ser del pasado afecta también al modo de ser de la historia.

La historia dista mucho de ser una actividad simple y espontánea. Es una construcción, generalmente en forma de relato, que pretende representar acontecimientos del pasado, según hemos dicho, dentro de un orden cronológico; en general, con la intención de entenderlos o explicarlos y, a última hora, de entender o explicar el presente. Los relatos, además, cuando la historiografía está ya desarrollada, se basan en complejos y refinados procedimientos críticos y se presentan estructurados, relacionados entre sí, formando una tupida red de conexiones determinada por concepciones teóricas y sistemas de valores. No se trata en la historia, casi nunca, de acontecimientos vividos en primera persona y simplemente recordados, sino de sucesos a los que se llega indagando en documentos y restos de todo tipo que subsisten del pasado. Todos ellos, sin duda, realidades presentes pero que arrastran, por así decir, la memoria de sus orígenes, que llevan impresa la huella de otro tiempo. Ahora bien, esta como memoria de las cosas solo se nos hace patente en virtud de nuestra propia memoria.

Sin la memoria personal, en la que arraiga nuestro sentido del tiempo, no tendríamos noción de la historia. Solo porque descubrimos en nosotros la profundidad del recuerdo personal y la proyectamos en las cosas que nos acompañan podemos captar también esta dimensión en las cosas que nos son ajenas, podemos suponer que también los objetos que no hemos visto envejecer con nosotros tienen su historia. La conciencia histórica se desarrolla a partir de este embrión de la memoria personal, enriquecida con múltiples historias oídas, aprendidas, recibidas por distintas vías de lo que puede llamarse la memoria colectiva. Pero nada es histórico, en sentido pleno, si no engarza de algún modo con la memoria personal, porque es la única ventana que tenemos al pasado –por eso, entre otras razones, cuanto más larga es la memoria personal más acusado suele ser también el sentido histórico.

Nuestra memoria así enriquecida se organiza en planos, más o menos próximos, combinándose con la memoria de quienes nos rodean, abastecida, según hemos dicho, por la memoria colectiva. Vamos así tejiendo una red de relatos, más o menos tupida, más o menos extensa, que puede llegar hasta épocas remotas, en una actividad que abre incesantemente nuevos espacios y reelabora los materiales ya poseídos. Cuando nos habituamos a ver las cosas more historico, en todo descubrimos ya esa cuarta dimensión de nuestro entorno. No solo en los objetos materiales, también en el lenguaje, las costumbres, los gestos, los valores, los proyectos, en nuestro mundo espiritual y anímico; en todo lo que somos en definitiva se nos revela la historia como una dimensión de profundidad temporal.

Pero se da en la historia la paradójica situación de que, haciéndose desde el presente (¿desde dónde si no?) y refiriéndose al pasado, no se hace hacia atrás, sino hacia delante; es decir, imaginando el movimiento desde lo más remoto hacia lo más cercano en el tiempo, reproduciendo la dirección misma de la vida, que es siempre progresiva. Y al trazar este movimiento, por mucho que nos remontemos en su origen, no se pierde nunca de vista el punto de partida, no de la historia misma sino del historiador; o sea, el punto de llegada (de tránsito, si se prefiere) de la historia: el presente, con sus intereses y su orientación al futuro. La historia es, en este sentido, una reconstrucción que se hace hacia atrás y se rehace hacia delante; una construcción que se empieza necesariamente por los pisos superiores. Dicho quizá de un modo más preciso: es una excavación que va sacando a la luz los estratos más profundos para dar razón, desde ellos, de la formación de los más superficiales, en los que nos asentamos.

Es relativamente fácil mostrar lo que podemos hacer, y hacemos de hecho, con el pasado. Son múltiples los estudios realizados sobre el tema, que podrían agruparse bajo el rótulo “Usos y abusos de la historia”. Pero ya advertía Gadamer: “En realidad la historia no nos pertenece, somos nosotros los que pertenecemos a ella”7. Por eso la pregunta decisiva es: ¿qué hace el pasado con nosotros, cómo actúa sobre nosotros, cómo nos influye y condiciona esa dimensión “inexistente” y sin embargo (omni)presente que llamamos historia?

¿Deja de influir, acaso, o influye de otro modo, si la ignoramos? Desconocer el pasado no es, como con tópica frecuencia se dice, estar condenado a repetirlo. Solo deshaciéndonos, deshaciendo lo que somos y empezando de cero (en un hipotético eterno retorno) podríamos repetirlo. El pasado es nuestro destino, en un sentido opuesto al que tiene la palabra cuando se vincula a la vocación. El pasado es la fatalidad de lo que somos, porque hemos llegado a serlo. Y como decían los estoicos: Ducunt volentem fata, nolentem trahunt8. El pasado nos sostiene, nos lastra o nos arrastra. Pero, en rigor, desconociendo el pasado no podemos repetir los mismos errores (como no podemos bañarnos dos veces en el mismo río); lo que podemos hacer, y no es poco, es agravarlos, viviendo a tientas, sin orientación, cometiendo las equivocaciones del que no sabe dónde está ni cuáles son sus posibilidades. No serán los mismos errores: serán parecidos, pero probablemente más graves.

La conciencia histórica en que se ha condensado el saber del pasado ha sido producto de una complicada y larga elaboración, de sucesivas y contrastantes aportaciones a lo largo de muchos siglos. Trazar su génesis nos obligaría a una larga digresión. La historiografía, como antes decía, no es en absoluto una actividad natural o espontánea. El resultado del largo proceso ha sido en cualquier caso la adquisición de un nuevo órgano sensorial que bien podemos llamar “sentido histórico”, que nos permite percibir el presente como algo no puramente fáctico, puntual, plano, sin profundidad; ni como mera repetición de un esquema invariable, réplica de lo que fue o reflejo de un orden eterno; algo, en definitiva, dado, de lo que no se espera nada sustancialmente nuevo. Y lo más sorprendente es que solo se ha adquirido ese sentido del pasado que llamamos “sentido histórico” en la medida en que se ha ido abriendo el horizonte del futuro; cuando el pasado, antes más mítico que histórico, ha dejado de ser mera justificación del presente para convertirse en punto de partida de un futuro inédito.

Ambas dimensiones pues, pasado y futuro, se han ido desplegando simultáneamente. Pero, pese a las anomalías historicistas denunciadas por Nietzsche en Unzeitgemäβe Betrachtungen II (Nietzsche, 1999), cuando se alcanza un sentido histórico maduro y sano el peso recae siempre en el futuro. Puede parecer paradójico, pero lo cierto es que el interés por el pasado aumenta en la medida en que aumentan las expectativas y los proyectos; o sea, en la medida en que los hombres no se sienten atados por la historia. Son justamente los que no tienen intención de repetir el pasado los que más se interesan en conocerlo. Porque, como si de una suerte de psicoanálisis se tratara, el conocimiento de la historia nos libera de ella. Pese a recurrencias parciales, sectoriales, transitorias, la historia nunca se repite: sea cumulativo o reactivo, el presente siempre aporta algo nuevo. Y cuando se conoce el pasado, se repite aún menos, porque de algún modo su conocimiento libera energías que acrecientan la creatividad.

Nada de lo que hemos dicho, bien entendido, abona el “presentismo” (del que tanto se habla y que parece empantanar el territorio habitado hoy por los historiadores) ni lo que pudiera llamarse “futurismo” (concepción de la historia en función únicamente del futuro). La vida consiste en presente y es, como solía decir Julián Marías, “futuriza”: tiende naturalmente al futuro, está volcada espontáneamente hacia él9. Lo único que puede de verdad interesarnos, como ya hemos apuntado, es el futuro: el futuro que está en nuestras manos, el que puede anticiparse y para el que de alguna forma podemos prepararnos en el presente. Esto no implica, sin embargo, que el pasado como tal no importe, o que pueda crearse, “construirse”, “producirse”, en definitiva, inventarse, en función de nuestros proyectos. Lo que ocurre más bien es que presente y pasado se condicionan mutuamente. Lo que retenemos del pasado es lo que nos interesa para nuestros proyectos, por eso la memoria es tan cambiante como estos. Pero, por otro lado, lo que proyectamos solo tiene sentido por el pasado; es decir, por los proyectos de los que el presente es resultado. Si nuestro pasado resultara de repente absolutamente opaco, no sabríamos qué hacer porque no sabríamos quiénes somos. Y esto puede decirse tanto de la vida personal como de la vida colectiva. Un relato, una pieza musical cualquiera, aunque se trate de una improvisación, solo tienen sentido en la medida en que cada parte, cada uno de sus momentos remite a los demás. Un presentismo o futurismo radicales hacen imposibles tanto los relatos como los proyectos.

Cuando se dice que la historia es “historia de los efectos (Wirkungsgeschichte)” (Gadamer, 1990: 305ss) no se hace sino poner de manifiesto un aspecto de este condicionamiento mutuo. La historia es historia de los efectos en cuanto que solo se puede hacer historia de lo que tiene consecuencias, de lo que deja huella, y en la medida en que la deja. Como el futuro de la humanidad no está predeterminado, contenido en un big bang histórico primigenio, cada época prolonga y acentúa unas consecuencias o efectos del pasado y deja que se extingan otros. De este modo, cada presente altera el sentido y la importancia del pasado, refluye sobre él, como antes decíamos, reconfigurándolo. Cada presente tiene pues su pasado. Y nunca se puede decir que un pasado esté agotado y concluso. Por eso la historia nunca está escrita; se entiende, definitivamente.

Por eso también en la medida en que el pasado en cuestión es más reciente el peso del presente sobre él es mayor, porque todavía dicho pasado no ha revelado sus potencialidades, y su relevancia, su misma figura, dependen en mayor proporción del presente, del futuro inmediato, de lo que nosotros en definitiva queramos que sea. Hacer historia reciente es hacer una apuesta. El margen de incertidumbre, que siempre existe en la historiografía, se acrecienta con la cercanía de los acontecimientos narrados. Es sumamente improbable, aunque puedan variar mucho los acentos y enfoques, que de la historia de la filosofía desaparezcan Platón y Aristóteles. Bastaría para justificar dicha presencia, al margen de otras consideraciones, el prolongado y decisivo influjo que han tenido a lo largo de los siglos. Es mucho más aventurado decir, sin embargo, qué filósofos del siglo XX, sobre todo de su segunda mitad, van a figurar definitivamente en las historias del siglo XXI, no digamos del XXII, si es que para entonces sigue habiendo historia de la filosofía.

El conocimiento del pasado, el conocimiento histórico, enriquece y da espesor al presente. Pero a su vez, paradójicamente, enriquece también el pasado mismo10; no porque altere lo que fue, sino porque, descubriéndolo, recordándolo, actualiza posibilidades latentes, que se hacen efectivas a través del conocimiento. Y no se trata solo de incrementar el número de hechos conocidos, de testimonios, de fuentes, sino de descubrir aspectos inéditos de los hechos en cuestión, aspectos quizá decisivos, que antes no se han podido conocer por faltar los instrumentos necesarios: los conceptos, la sensibilidad, las preguntas.

2. EL PASADO COMO HUELLA

Lo ocurrido en un momento histórico es inalterable, lo ocurrido es el ser en sí, que ni Dios mismo, como hemos dicho, puede cambiar. El 15 de abril de 1452, pongamos por caso, nació Leonardo da Vinci. El hecho es irrefutable, inconmovible; y como tal, conocido ya por los allí presentes. Pero ¿sabían de verdad los asistentes al suceso lo que estaba ocurriendo? No del todo. Muchos de los que, sin estar entonces presentes, conocieron después al genial artista y pensador podrían decir con razón saber mejor que aquellos lo que ese día verdaderamente ocurrió. Y con más razón aún los historiadores que han conocido después, no solo la obra de Leonardo da Vinci, sino también sus consecuencias a lo largo del tiempo. Al asistir a un nacimiento, ¿quién sabe lo que está de verdad aconteciendo, es decir, lo que se está iniciando? Pues lo mismo puede decirse, generalizando, de cualquier hecho. El que asiste a un suceso es sin duda testigo de excepción, pero no sabe, porque no puede saberlo, lo que comienza con él. Y no por deficiencia de atención, aplicación o perspicacia, sino por imposibilidad constitutiva: lo ocurrido no ha acabado de ocurrir todavía. En realidad, nunca acaba de ocurrir del todo. ¿Cuándo se puede decir, en efecto, que un hecho deja de tener consecuencias?

En cualquier caso, lo único que tenemos, a lo único que tiene acceso el historiador, son las consecuencias, los efectos, en el sentido más amplio. Al nacimiento de Leonardo da Vinci no podemos ya asistir. Nos quedan testimonios, nos quedan sobre todo sus obras (sus pinturas, sus escritos, sus proyectos) y los efectos de sus obras. Dicho de otro modo: del pasado solo nos quedan sus huellas. Ahora bien, ¿qué significa ser huella?

Recientemente François Jaran ha publicado un estudio, dedicado a la “ontología de la realidad histórica”, en el que trata de esclarecer justamente esta cuestión (Jaran, 2019). Tras un rápido repaso del pensamiento de los neokantianos Windelband y Rickert, centra su atención en el estudio de Dilthey, Heidegger, Collingwood y Ricoeur. Analiza con especial detenimiento las reflexiones de Heidegger acerca de lo que este llama las “antigüedades” (Altertümer). Lo originariamente histórico, según Heidegger, no son las cosas, sino nuestra propia existencia, el Dasein. Como existentes llevamos ya implícita en el ser, antes incluso de tener conciencia histórica, la marca del pasado en nuestras preinterpretaciones y prejuicios. Somos constitutivamente históricos, somos nuestro pasado. Por otro lado, las antigüedades que se guardan en los museos son objetos tan presentes, tan en el presente, como cualesquiera otros. No pertenecen al pasado en el sentido de haber pasado (vergangen sein), ya que siguen existiendo; incluso, en algunos casos (piénsese por ejemplo en algunos “edificios históricos”), siguen estando en uso. ¿Qué es lo que les confiere su carácter histórico? Según Heidegger, su pertenencia a un mundo del pasado; o sea su pertenencia al mundo de un Dasein sido (en rigor, la existencia humana no “pasaría”, como la de las cosas, sino que simplemente “habría sido”), que como tal ya no existe. “Las antigüedades todavía existentes tienen carácter de ‘pasadas’ e históricas por su pertenencia en tanto que útiles al, y su procedencia como tales del, mundo sido de un Dasein sido ahí (da-gewesen)” (Heidegger, 1993: 380s)11. Sin la existencia humana, por tanto, las cosas no tendrían carácter histórico. Pero esto no significa, para Heidegger, que el ser humano proyecte subjetivamente la historicidad en las cosas. Esta es inherente a las cosas mismas en tanto que pertenecen al mundo de un Dasein, que siempre, no lo olvidemos, es, o está, en un mundo (In-der-Welt-sein). La historicidad pertenece constitutivamente a las cosas por su integración en un mundo histórico, por su Weltgeschichtlichkeit. Sujeto y objetos serían, en este sentido, en tanto que integrantes del Dasein (fuente de toda historicidad), igualmente históricos.

Pese a estos análisis, afirma Jaran, la ontología de los entes u objetos históricos no pasa en Heidegger de ser una cuestión sucesivamente aplazada, que queda finalmente en un simple esbozo. El re-enactment de Collingwood, por otra parte, con su reducción de la historia a una actualización o réplica perfecta de los acontecimientos (o, lo que para Collingwood es lo mismo, de los pensamientos) del pasado, no puede dar razón del ser histórico, en opinión de Jaran, porque el acontecimiento original no se distinguiría, esencial y ontológicamente, de su reactualización por parte del historiador. Además, tanto el análisis que lleva a cabo Heidegger de las “antigüedades” como el que hace Collingwood de los “artefactos” serían insuficientes, porque en ambos casos, según él, se trataría de meras “representaciones de otra cosa, de algo propiamente histórico, sin ser ellos mismos lo que lleva el carácter histórico” (Jaran, 2019: 174). Algo distinto ocurriría con el concepto de “huella” (trace) propuesto por Ricoeur.

Desde luego tiene razón Ricoeur cuando afirma que el lugar en el que se hace patente la historicidad no son los documentos ni los monumentos. Los primeros quieren dejar constancia, ser testimonio, por eso se conservan en archivos; los segundos tienen además voluntad conmemorativa, por eso son públicos y están patrocinados por el poder. Las huellas, en cambio (las pisadas del cazador, el impacto de la presencia del hombre en el paisaje, los restos de metralla en un muro...), carecen en cuanto tales de intencionalidad, son meras marcas dejadas por el hombre al actuar; no “representan” su acción, sino que son parte o consecuencia directa de ella. La idea se encuentra ya en Lévinas, de quien Ricoeur se declara deudor: “La huella tiene de excepcional respecto de otros signos que significa al margen de toda intención de ser signo y al margen de todo proyecto que la convierta en objetivo”12. La huella, dice Ricoeur (siguiendo esta vez a Heussi) representa el pasado, pero no en el sentido de que lo reproduzca, sino de que hace sus veces: “La huella, en efecto, en tanto que dejada por el pasado, vale por él; ejerce respecto de él una función de ‘lugartenencia’ (lieutenance), de ‘representación’ (représentance)” (Ricoeur, 2005: 253ss): Vertretung pues, no Vorstellung.

“Lo que convierte a la huella en objeto de especial interés para el historiador”, dice Jaran, “es que, al contrario del monumento y, en gran medida, del documento, no busca mostrar nada ni defender ninguna tesis sobre el pasado. La huella se encuentra en el sitio donde fue dejada y la información que contiene no le ha sido implantada, sino que le es propia. La no premeditación de la huella le da todo su valor y le permite escapar a cualquier crítica ideológica” (Jaran, 2019: 172). En este sentido, la huella sería el pasado mismo llegado hasta nosotros, incluso en su materialidad. Tanto los análisis de las “antigüedades” de Heidegger como los de los “artefactos” de Collingwood veían en ellos la representación de un pasado ausente como tal. La huella, en cambio, sería una forma de presencia real del pasado; por ella entraríamos en contacto directo con él. “Interpretando el ente histórico como huella, en vez de pensarlo como artefacto o antigüedad”, dice Jaran, “nos es permitido entrar en contacto con un objeto que ha participado en un acontecimiento pasado y que contiene una serie de informaciones históricas” (Jaran, 2019: 175).

Siendo todo esto verdad, y sumamente perspicaz e iluminador, no hay que olvidar que antigüedades, artefactos, documentos y monumentos, además de todo lo dicho, son también huellas. Es más: son ante todo y sobre todo huellas, que nos dicen de las acciones, voluntarias o involuntarias, de quienes las dejaron, mucho más de lo que pretendieron. Su voluntariedad o intención no hace en realidad sino añadir un ingrediente más, una mayor complicación a la huella. Todo es huella, puede decirse, para el que sabe mirar e interrogar debidamente los objetos. Porque todo objeto, a poco que haya envejecido, lleva en él la marca del pasado: esta es como la sombra que dibuja cuando se lo ilumina. El pasado constituye, siguiendo nuestra tesis, una cuarta dimensión de todo lo que nos rodea. Y el pasado histórico no es sino una especificación, que habrá que determinar, de ese pasado.

3. ALGUNOS MALENTENDIDOS

Conviene, sin embargo, deshacer un malentendido recurrente. El objeto de la historiografía, lo que esta busca conocer y entender ante todo, es el pasado en cuanto tal (con todas las matizaciones y especificaciones que se quiera), no, como a menudo se afirma, los restos del pasado. Estos podrán ser punto necesario de partida, pero no son el punto de llegada; son un medio, no un fin.

Achim Landwehr, por poner un ejemplo entre muchos, en una obra reciente dedicada a este tema concreto, afirma sin vacilar: “No ya legos sino algunos miembros del gremio de los historiadores se inclinan a considerar que el objeto de la historiografía es el pasado. Esto, naturalmente, es un disparate. El interés histórico se dirige sin duda a acontecimientos del pasado, a la constitución de sociedades anteriores o a la vida de culturas desaparecidas. Pero estos y otros muchos aspectos no pueden ser propiamente objeto de la investigación histórica; por la sencilla razón de que ya no existen” (Landwehr, 2016: 33)13. Lo primero que se nos ocurre replicar es que el hecho de que algo no exista no significa, como Landwehr supone, que no pueda ser objeto de investigación. Don Quijote como tal no existe (aún menos que Cervantes) y, sin embargo, es objeto no solo de interés sino también de investigación. De hecho, la mayor parte de lo que nos interesa, y una buena porción de lo que es objeto de investigación, no existe, porque se encuentra en el futuro o se refiere a él. Pero tampoco es necesario afanarse mucho en formular objeciones, porque el propio Landwehr a renglón seguido se contradice: “Si la historiografía no puede ocuparse del pasado porque este ha pasado ya irremediablemente, entonces la investigación histórica se diferencia de todas las otras ciencias en que se ocupa de lo que (ya) no existe”. Nada más declarar absurdo que la historiografía tenga como objeto el pasado, reconoce dicho autor que, de hecho, es lo que hace.

El objeto propio de la historia, según Landwehr, serían pues, o deberían ser, dado que son lo único realmente existente, los artefactos del pasado: “El objeto propio de la labor historiográfica son recursos tales como textos, imágenes, edificios, cosas y testimonios contemporáneos” (Landwehr, 2016: 34). Los historiadores incurrirían, según esto, habría que observar, en una especie de sinécdoque continua o, más exactamente, de metonimia, porque tomarían involuntariamente la causa por los efectos. Donde hablan del pasado estarían en realidad refiriéndose a las huellas del pasado, como cuando se dice “leer a Cervantes” se quiere decir en realidad “leer las obras de Cervantes”14. Y acaba sentenciando Landwehr: “La labor historiográfica, independientemente de si se desarrolla o no en contextos académicos, no se ocupa del ‘pasado como pasado’ (Vergangenheit als Vergangenheit), sino de un pasado presente o, mejor, representado (gegenwärtigen beziehungsweise vergegenwärtigen Vergangenheit). Se trata pues de un pasado decididamente diferente de lo efectivamente ocurrido” (Landwehr, 2016: 34). Esta concepción de la historiografía no es, naturalmente, peculiar de nuestro autor, quien no deja de ratificarla con numerosas autoridades y referencias. El interés de la misma radica justo en su carácter representativo: es la opinión, al menos teórica, de muchos historiadores, en particular de los que se mueven en la órbita de la posmodernidad.

Si el pasado como tal no puede conocerse, tampoco pretende Landwehr reducir sin más el pasado al presente. Lo que propone como objeto de la historiografía es lo que llama “lo histórico” (das Historische), término con el que quiere designar una especie de estadio entre el pasado y el presente, que no sería ni lo uno ni lo otro: “un reino intermedio que ocupa literalmente el espacio entre el presente y el pasado”15. Lo histórico no es el pasado; “el análisis de lo histórico no puede ser una ocupación con el pasado, porque el pasado ya ha pasado”, repite una y otra vez como un estribillo16. A pesar de lo cual, no puede sino reconocer que “con frecuencia, en la ocupación con lo histórico se sigue practicando lo que puede denominarse un realismo ontológico, en tanto que se busca lo realmente ocurrido y la verdad histórica” (Landwehr, 2016: 42).

Todo esto resulta bastante confuso y sería, en mi opinión, más claro si se comparara el conocimiento histórico con el conocimiento natural, el que tenemos del mundo físico, que se presenta, aunque parezca extraño, en circunstancias análogas; porque tampoco el mundo físico es accesible directamente, sin mediaciones. Nadie puede dudar a estas alturas de que tampoco nuestro entorno material nos es accesible tal como es “en sí”, sino como un conjunto de fenómenos condicionados por nuestro punto de vista y nuestra perspectiva. Esto podrá conceptualizarse de muchas maneras, pero como hecho es indiscutible. Lo cual no impide que en la práctica los científicos, como los historiadores, tiendan espontáneamente al “realismo ontológico”. ¿Dónde está la diferencia? En que la física o la biología se ocupan de fenómenos que, por lo general, son reproducibles, mientras que la historiografía se ocupa de sucesos (el cambio de término ya es significativo) irrepetibles, aunque para analizarlos y entenderlos se sirva con frecuencia de leyes generales. Las cosas “en sí” son para nosotros tan inalcanzables como “lo realmente ocurrido (das eigentlich geschehen)”. Las cosas de que se ocupan las ciencias naturales suelen estar, por lo demás, tan ausentes como los mismos hechos históricos; solo que, como decía Bergson, a las cosas materiales se puede acceder desplazándose en el espacio mientras que para acceder al pasado habría que “desplazarse” en el tiempo, incomensurable con el espacio (Bergson, 1993).

Sea como fuere, lo decisivo es que en ambos casos solo tenemos percepciones, interpretaciones de las cosas. Aunque conceptualmente podamos y debamos distinguir entre la cosa y su interpretación, ambos se dan juntos en la experiencia natural y en la experiencia histórica, o, si se prefiere, en la experimentación científica y la investigación historiográfica. Por eso tiene sentido que la palabra “historia” tenga el significado ambiguo que es sabido, designando tanto las res gestae como las historiae rerum gestarum, el acontecer histórico y el conocimiento historiográfico; porque, efectivamente, no se da lo uno sin lo otro. El que en el conocimiento natural no exista un término equivalente, de similar ambigüedad, no debe ocultar el hecho de que realidad física y conocimiento natural son, sí distinguibles, pero no separables, como se hace patente cuando se trata de fenómenos micro o macrocósmicos, regidos por la física cuántica o la teoría de la relatividad; cuando el objeto de estudio, por ejemplo, son estrellas que se encuentran a millones de años luz de nosotros, de las que solo podemos conocer su “pasado”. ¿Por qué entonces resulta tan problemática la ambigüedad del término “historia” y no la de “fenómeno físico”?

Viajar en el tiempo físico, o el espacio-tiempo, tiene sentido, y acaso un día llegue a ser posible. Viajar en el tiempo histórico es completamente absurdo. Y lo es por una sencilla razón: el supuesto viajero histórico, al desplazarse en el tiempo, lo anularía; porque el tal viajero llevaría en su equipaje el propio tiempo. Es más: el habitante del siglo XXI que viajara al siglo XVI no necesitaría llevar su siglo en el equipaje, porque él mismo sería el siglo XXI. De modo que la operación mental de trasladar un viajero al pasado equivale a la operación mental de juntar un siglo con otro, de identificar lo que es esencialmente distinto. La paradoja del descendiente que podría impedir la existencia de sus ascendientes no es sino una ilustración de este absurdo.

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La conclusión que podemos sacar de todo esto es que el pasado histórico no es sino una dimensión del presente. La historia, afirma el medievalista inglés R. W. Southern, no lo es todo, pero “es un aspecto de todo”. Y Collingwood, por su parte, escribe: “El pasado es la sustancia del presente: conocer el pasado no es saber cómo ha llegado el presente a ser lo que es, sino qué es. (...) La relación entre ambas cosas es más bien como la relación entre ver una superficie y ver un cuerpo. Ver una superficie de manera inteligente es ver el cuerpo”17. Esto no es “presentismo”. Si, como sostiene Collingwood, siguiendo a Croce, “el fin último de la historia no es conocer el pasado, sino entender el presente”18, esa comprensión del presente pasa, como condición necesaria, por el conocimiento del pasado, no su “invención” o “producción”. Ni el presente se entiende sin el pasado ni el pasado sin el presente. En rigor, no existen el uno sin el otro; pero tampoco son mutuamente reductibles. No otra cosa implican los planteamientos de Gadamer: “El horizonte del presente no se constituye pues sin el pasado. No hay un horizonte del presente por sí mismo como no hay horizontes históricos que sea menester alcanzar. Comprender es siempre un proceso de fusión de estos horizontes que supuestamente existen por sí mismos19. Concebido el pasado como dimensión del presente, se resuelven muchas de las aporías con que se topa el debate sobre la objetividad del conocimiento histórico.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Agustín, san (1991). Obras, II. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Bergson, H. (1993). Matière et mémoire : Essai sur la relation du corps à l’esprit. París : PUF (orig. 1896).

Collingwood, R.G. (2001). Principles of history. Nueva York: Oxford University Press.

Droysen, J. G. (1974). Historik: Vorlesungen über Enzyklopädie und Methodologie der Geschichte. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft (orig. 1868).

Gadamer, H.-G. (1990). Gesammelte Werke, 1: Wahrheit und Methode. Tubinga: Mohr Siebeck (orig. 1960).

Galileo, G. (1996). Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo. En Opere, II, Turín: UTET (orig., 1632).

García Márquez, G. (2002). Vivir para contarla. Barcelona: Mondadori.

Heidegger, M. (1993). Sein und Zeit. Tubinga: Max Niemeyer (orig. 1927).

Jaran, F. (2019). La huella del pasado. Barcelona: Herder.

Landwehr, A. (2016). Die anwesende Abwesenheit der Vergangenheit: Essay zur Geschichtstherorie. Frankfurt: S. Fischer.

Lindén, J.-I. (ed.). (2019). Prolegomena zur historischen Ontologie. Heidelberg: Universitätsverlag Winter.

Marías, J. (1984). Breve tratado de la ilusión. Madrid: Alianza.

Millán Puelles, A. (1951). Ontología de la existencia histórica. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Nietzsche, F. (1999). “Unzeitgemässe Betrachtungen, II: Vom Nutzen und Nachtheil der Historie für das Leben“. En Die Geburt der Tragödie. Unzeitgemäβe Betrachtungeng I-IV. Nachgelassene Schriften 1870-1873. Múnich: Deutscher Tachenbuch Verlag (orig. 1874).

Ricoeur, P. (2005) : Temps et récit, III : Le temps raconté. París : Le Seuil (orig. 1985).

Seneca (1949): Epistulae morales, II. Roma: Typis Publicae Officinae Polygraphicae.

Southern, R. W. (2004): History and historians. Malden (MA) – Oxford – Victoria: Blackwell.

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1 Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA).

Carretera de La Coruña, km. 38,500, Vía de Servicio, 15, Collado-Villalba (Madrid).

Correo electrónico: juan.padilla@udima.es

2Southern (2004: 118).

3 “Si enim sunt futura et praeterita, volo scire, ubi sint. Quod si nondum valeo, scio tamen, ubiscumque sunt, non ibi ea futura esse aut praeterita, sed praesentia. Nam si et ibi futura sunt nondum ibi sunt, et si ibi praeterita sunt, iam non ibi sunt. Ubicumque ergo sunt, quaecumque sunt, non sunt nisi praesentia” (Confessiones, XI, 18, 23). La traducción de este texto, como la de todos los demás, es mía.

4 “Quod autem nunc liquet et claret, nec futura sunt nec preterita, nec proprie dicitur : tempora sunt tria, praeteritum, praesens et futurum, sed fortasse proprie diceretur: tempora sunt tria, praesens de praeteritis, praesens de praesentibus, praesens de futuris. Sunt enim haec in anima tria quaedam et alibi ea non video, praesens de praeteritis memoria, praesens de praesentibus contuitus, praesens de futuris exspectatio » (Confessiones, XI, 20, 26).

5 Hay, según parece, culturas, como la maorí o la aymara, en las que el futuro se representa como situado a las espaldas, mientras que el pasado estaría delante; pero esto se interpreta justamente como expresión del carácter inmodificable y definitivo del pasado: “Lo pasado ya está dado, y si no resulta familiar, en todo caso se deja sentir: se encuentra ante nosotros como algo irrevocable, que ontológicamente parece ser mucho más decisivo que el mundo presuntamente pronosticable de las ciencias experimentales” (Lindén, 2019: 22).

6 La “ontología histórica” no ha sido un campo particularmente cultivado dentro de la filosofía. La temprana obra de Millán Puelles Ontología de la existencia histórica (1951) no pasa de ser un intento de aplicar categorías escolásticas como acto y potencia a la comprensión de la realidad histórica, con unos resultados al cabo decepcionantes. El interés por esta rama de la ontología ha ido creciendo, sin embargo, en los últimos tiempos. Muy recientemente se está promoviendo su estudio desde el Zentrum für historische Ontologie con sede en Heidelberg.

7 “In Wahrheit gehört die Geschichte nicht uns, sondern wir gehören ihr” (Gadamer, 1990: 281).

8 Verso de Cleantes citado por Séneca en Epistulae morales ad Lucilium, 107 (Séneca, 1949: 172).

9 Cf por ejemplo Marías (1984).

10 La historia es al mismo tiempo, decía ya Droysen, “enriquecimiento y profundización del presente por medio del esclarecimiento de los hechos pasados y esclarecimiento del pasado por el aprovechamiento y desarrollo de lo que, a menudo de manera latente, existe de él todavía en el presente” (Droysen, 1974: 359).

11 “Die noch vorhanden Altertümer haben einen ‚Vergangenheits‘- und Geschichtscharakter auf Grund ihrer zeughaften Zugehörigkeit zu und Herkunft aus einer gewesen Welt eines da-gewesenen Daseins” (Sein und Zeit, § 73).

12 Citado en Ricoeur (2005: 227).

13 La cursiva es mía.

14 Metonimia, habría que añadir, que no es exclusiva de los historiadores. Porque también las ciencias naturales hablan de los objetos físicos, como si se ocuparan de ellos, cuando en realidad a lo único que tienen acceso es a las impresiones o sensaciones de los mismos.

15 “... als etwas Drittes, als ein Zwischenreich, das in einem sehr wörtlichen Sinn den Raum zwischen den gegenwärtigen und den vergangenen Zeiten innimmt” (Landwehr, 2016: 40).

16 “So kann also die Auseinandersetzung mit dem Historischen keine Vergangenheitsbeschäftigung sein, weil dies Vergangenheit immer schon vergangen ist” (Landwehr, 2016: 45)

17 “The past is the substantial being of the present: to know the past is to know not how the present came to be what it is but what it is. (…) The relation between the two things is more like the relation between seeing a surface and seeing a body. To see the surface intelligently is to see the body” (Collingwood, 2001: 141).

18 “The ultimate aim of history is not to know the past but to understand the present” (Collingwood, 2001: 140).

19 “Der Horizont der Gegenwart bildet sich also gar nicht ohne die Vergangenheit. Es gibt so wenig einen Gegenwarshorizont für sich, wie es historische Horizonte gibt, die man zu gewinnen hätte. Vielmehr ist Verstehen immer der Vorgang der Verschmelzung solcher vermeintlich für sich seiender Horizonte“ (Gadamer, 1990: 311).