SCIO: Revista de Filosofía

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Peirano, M. (2019). El enemigo conoce el sistema. Barcelona: Debate.

Raquel Martínez Rosella


a Máster de Marketing Político y Comunicación Institucional. Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir.

E-mail: raquel@martinezmarch.es

Una conversación precovid con amigos, reunidos en un bar, suena una notificación y se detiene la charla. Uno de los participantes coge el móvil y se abre un limbo de 15-20 minutos, en los que cada persona de la mesa se inmiscuye en sus mails sin contestar, los WhatsApp o las reacciones a su última story. Desde que desbloqueamos el móvil hasta que lo volvemos a bloquear no existe actividad neuronal, según demuestran estudios neurológicos. Por esto, es frecuente que no recordemos qué íbamos buscando o el motivo de haber cogido el móvil. Es la muestra de que el enemigo conoce el sistema y no tiene en cuenta la antropología humana. De seres sociables por naturaleza, como defendía Aristóteles, hemos pasado a convertirnos en seres distraíbles por naturaleza. Y ni una pandemia puede variar esto último, sino más bien acentuarlo.

Sobre ello ahonda la escritora y periodista Marta Peirano en su último libro. En su trayectoria profesional ha aportado al sector de las ciencias de la información un debate sobre la privacidad y la seguridad en la red. El enemigo conoce el sistema (2019, Debate) trata sobre la dirección de ideas, personas e influencias, después de la economía de la atención, a través de siete ejes: adicción, infraestructura, algoritmo, vigilancia, revolución, modelo de negocio y manipulación.

Las adicciones del siglo xxi nada tienen que ver con las del xx, salvo por la guía del neuromarketing y el funcionamiento cerebral de las personas. Actuamos por estímulos y comportamientos recordados, ejecutados y reiterados hasta la saciedad. En la era de la democracia interactiva el orden preestablecido es todo menos demócrata. Las Big Tech no solo controlan y manejan nuestros datos de una forma que no somos capaces de conocer, sino que han modificado nuestros hábitos, costumbres y relaciones sociales sin que la persona pueda, ni sepa, ponerle freno.

En la lógica del click y el scroll infinito, la autora compara la ingeniería del aroma, que revolucionó y popularizó los productos procesados, con el algoritmo misterioso (y opaco) de la tecnología que impera en la actualidad. Lo primero provocó una adicción que ha desembocado en malnutrición y unos hábitos alimenticios deleznables. Lo segundo, una adicción ilimitada que mantiene a la sociedad alienada de la realidad más de una quinta parte de cada día. Pendientes de las notificaciones, de ser el primero que tuitea algo ingenioso, de los likes, del estreno del capítulo de la serie que todo el mundo habla… Y todo por el temor a ser excluidos socialmente (conocido como síndrome FOMO –Fear of Missing Out–).

Es un bucle que se acentúa con la rápida evolución de la tecnología. La velocidad a la que se actualiza la red tiene su máximo exponente si analizamos que Facebook (2004) tardó dos años en alcanzar a 50k (50.000) usuarios, mientras que el juego Candy Crush (2012) alcanzó esa marca en dos meses y Pokemon Go (2016) lo hizo en tan solo diecinueve días.

La autora plantea una serie de problemáticas derivadas. Protección de datos al margen, las empresas tecnológicas priman su supremacía sin tener en cuenta los efectos negativos de la adicción a sus plataformas. La atención del ser humano ha decaído de los doce segundos de media en el año 2000 a los ocho segundos, uno menos incluso que los peces. Apunta al efecto de las notificaciones como reclamo del mundo virtual, que tanto esclaviza y genera dependencia. Las consecuencias sobre la salud mental ya se ven reflejadas. Dormimos menos porque entramos en un bucle de series que se autorreproducen cada noche, nos relacionamos menos en la vida real y nos enfadamos más, fruto de la visceralidad de las redes y la retroalimentación que alientan los algoritmos.

Peirano defiende que no es suficiente con los recientes departamentos de buenas prácticas que han impulsado desde Silicon Valley. Un lavado de cara “ético” no compensa el control y sometimiento de toda la población. No se trata ni de Twitter, ni Instagram, ni mucho menos de TikTok, tampoco de Netflix o HBO, sino de una completa amalgama tecnológica, bautizada como Big Tech, que nos envuelve en torno a cinco grandes empresas: Google, Amazon, Apple, Microsoft y, por supuesto, Facebook.

Por otro lado, la autora plantea que la arquitectura es el lenguaje del poder, ya que revela las intenciones de quien la articula. Las grandes ciudades imperiales, como Moscú o Tokio, nada tienen que ver con las comerciales, en su fisionomía. Las que fueron planteadas y construidas por autocracias giran en torno a un solo individuo, lo que se traduce en un entramado radial y centralizado de sus edificios y calles. Lo mismo ocurre con el diseño de la infraestructura de internet.

A día de hoy, el 70 % de los megadatos de navegación mundiales, es decir, la gestión del tráfico, pasa por una nube opaca en el condado de Fairfax (Virginia), que para conducir el tráfico lo tiene que leer. Desde un mismo eje se procesa y optimiza la gestión de esos datos, lo que le otorga un valioso poder de análisis para la predicción de patrones de comportamiento de los usuarios y, por tanto, del mercado. No hay que olvidar que el paso del originario ámbito de internet, estrictamente académico, educativo o científico, a la sociedad civil abrió las puertas a la carrera comercial, que tanto pugna y tiene que decir en la actualidad.

Adicionalmente, la autora plantea la vigilancia de esas Big Tech como espionaje puro y duro. El origen militar de internet creó esa “necesidad” de inventar un sistema de reconocimiento de patrones que permitiera rastrear el comportamiento del usuario y su huella digital. Así, una vez localizado un terrorista, con esos mismos patrones de búsqueda sería fácil localizar a más, vigilando y evitando de ese modo posibles riesgos. Se trata de una tecnología reciclada tras la Segunda Guerra Mundial, impulsada especialmente después del 11S.

La vigilancia parte de la lógica inicial de los buscadores: ofrecen servicios gratuitos a cambio de datos para mejorar el propio sistema. Esto permitía obtener mejores resultados y también una publicidad más segmentada por las aficiones y gustos del público objetivo. Tras ello, llegaron los famosos términos y condiciones de uso. Según Peirano, esto supuso la puerta de entrada del “feudalismo digital”. A cambio de mapas, almacenamiento y/o un gestor de mail, las Big Tech tienen acceso directo a la ubicación del 80 % de los smartphones del mundo. A través de cámaras, sistemas de geolocalización y, lo más valioso, los micrófonos, estas empresas saben, en tiempo real, dónde trabajamos, dormimos y en qué escaparate nos paramos a mirar. Una serie de hábitos inconscientes que suponen una mina de oro para la industria de la atención y el consumismo.

¿Cómo recaban toda esa información? La inteligencia artificial ha creado “ojos”, con sims, GPS, RSSI y el Bluetooth, y “oídos”, con micrófono insertados no solo en el móvil, sino en el reloj, en el altavoz inteligente de casa y un largo etcétera. Con todo ello, sumado el reconocimiento facial, el control dactilar y los sensores de movimiento, quedamos inevitablemente expuestos.

Esa información se utiliza con fines comerciales y también ideológicos, a través del acceso y/o compra por parte de los Gobiernos. En la actualidad, la totalidad de las apps acceden a nuestra localización y determinadas investigaciones han revelado que existen empresas de marketing que extraen esa información para venderla a empresas tecnológicas, data brokers y consultorías políticas. Teniendo en cuenta que Palantir, la compañía especializada en análisis de big data más grande del mundo, es propiedad de Facebook, el círculo se cierra. Muestra de ello es que sus primeros clientes fueron agencias federales de inteligencia estadounidense, y hoy en día, para Peirano, erige la “gran máquina de espionaje del Gobierno” de EE. UU.

La autora argumenta que ese proceso tiene una intencionalidad “oculta” al usuario, ya que cuando se aceptan los términos del propio smartphone, las cookies de las webs y las condiciones de los navegadores, abrimos la puerta al acceso de nuestras contraseñas. Es decir, ofrecemos nuestra intimidad sin ningún tipo de barrera.

Todo ello se articula a través de los famosos algoritmos, que son indescifrables por su opacidad, como se ha mencionado. Nacen para dar solución a un problema concreto, para facilitar y simplificar, mediante la inteligencia artificial aplicada, procesos “humanos”. Sin embargo, intentar mecanizar el pensamiento de las personas puede suponer graves perjuicios en su contra. La autora lo ejemplifica con estudios científicos que demuestran que la utilización de un algoritmo, creado a partir de bases de datos, fomenta los prejuicios. Trasladado esto al ámbito jurídico, educativo o financiero, las decisiones derivadas de la utilización de esa inteligencia artificial pueden suponer un atentado a la antropología de cada ámbito.

Quién podría imaginar que, en poco más de 25 años, la revolución tecnológica cambiaría 365 grados la sociedad actual. Peirano señala a Steve Jobs, cofundador de Apple, y Tim O’Really, impulsor de movimientos opensource, como visionarios “tóxicos”. Con ellos se enfrentaron dos maneras de entender el mundo: el marquismo de la empresa más valiosa del mundo contra la cultura libre. Esto derivó en el impulso de los hackers y la piratería masiva, una profunda crisis de la que apenas tienen recuerdos los z. Se dilapidó la propiedad intelectual y los derechos de autor musicales y cinematográficos peligraron. De ahí surgieron plataformas que forman parte de nuestra factura mensual, como Spotify. Ahora, la batalla se libra en el ecosistema mediático, ya que el fenómeno blogger/influencer replantea las bases del propio periodismo. Amateurs parecen llevar ventaja frente a profesionales, ya que en el nuevo sistema la única supuesta jerarquía depende del usuario y ese poder gusta.

Sobre el modelo de negocio resultante, Peirano plantea que parece que no quepa un resquicio de conciencia en la pugna entre la publicidad y la cultura del marketing. La propiedad intelectual se puso en entredicho desde el minuto uno con la creación de Facebook. Mark Zuckerberg, fundador de la red social más conocida del mundo, fue acusado de plagiar la idea de un proyecto de dos hermanos de Harvard. La pugna se saldó judicialmente con un acuerdo millonario y acciones de la compañía. A golpe de talonario se han ido absorbiendo empresas y proyectos.

Las cookies fueron la avanzadilla de los AdWords, y bajo la premisa de una falsa protección de la privacidad las Big Tech se hicieron con todos los datos de navegación de los usuarios mundiales. Los data brokers son los artífices de esa compraventa de las bases de datos personales, y donde hay un mercado también hay un lado oscuro, un mercado negro. Números de afiliación a la Seguridad Social, estado civil, domicilio, número de documento nacional de identidad, fecha de nacimiento y, también, creencias religiosas, películas favoritas, restaurantes más frecuentados, preferencias sexuales, drogas consumidas… Y un largo etcétera del que ni tenemos control, ni sabemos para qué se utilizan, pero escapan libremente a las normativas de protección de datos.

La historia de la desinformación se repite, del Tercer Reich y la guerra de Irak al discurso de la Administración Trump y el Brexit demuestran que la posverdad, y por ende la manipulación de ideas, sigue siendo una máquina de propaganda infinita y muy productiva, según Peirano. De la radio se da un salto a Twitter, y de la televisión como medio de comunicación de masas, a internet, un medio masivo. El alcance y poder se sobredimensiona. En este sentido, George Orwell en 1984 hace una radiografía extrapolable a la actualidad: en lugar de tener violencia estatal y privaciones, al menos en Occidente, estamos a la merced de un pequeño grupo de empresas cuyo poder está basado en lo que la autora llama la “infinita capacidad de distracción”.

El discurso del populismo político es cíclico y la historia ha demostrado que siempre consigue sus objetivos. Primar la emoción sobre la razón es el arma más efectiva, y así, según la autora, la industria de la manipulación política ha invadido el proceso democrático. Las campañas polarizadas se han visto impulsadas por los algoritmos y las redes, puesto que a cada persona le “susurra al oído”, y en bucle, lo que quiere oír.

El papel que juegan las fake news tampoco es una novedad. Ni que el spin doctor es un especialista en tecnología política. En cambio, ahora, el usuario lee su feed de Facebook o Twitter imitando la costumbre de informarse en un periódico: suponiendo que todo lo que se publica es veraz y noticiable, cuando en realidad no existe ningún mecanismo real de verificación de bulos automatizada. Y eso sí es radicalmente distinto y, a la vez, peligroso, porque impulsa la campaña del odio y contrapone el “nosotros contra ellos”, origen de todas las grandes disputas bélicas mundiales.

Las apps están tomando nota de la necesidad de regular todo lo que Peirano advierte en su último libro. Prueba de ello es la etiqueta en WhatsApp de “Mensaje reenviado muchas veces”, un primer paso hacia la difusión de cadenas que pueden contener bulos.

Para los profesionales de la comunicación, la antropología y la filosofía, El enemigo conoce el sistema es un libro imprescindible. También para todos aquellos que ya comienzan a sentirse controlados por ese sistema y claman rebeldía. O simplemente para mantenerte informado de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, porque, al fin y al cabo, todos formamos parte de las Big Tech, y sin nuestros datos, fidelidad y paciencia no son nadie. La lectura inquieta y te hace disfrutar a partes iguales, y lo más importante, crea una conciencia muy necesaria en la sociedad actual.