SCIO: Revista de Filosofía

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ÉTHOPOIÉTIQUE: TÉCNICA, CUIDADO Y SUBJETIVIDAD MORAL

ÉTHOPOIÉTIQUE: TECHNIQUE, CARE AND MORAL SUBJECTIVITY

Carlota Gómez Herrera1

Fechas de recepción y aceptación: 15 de marzo y 20 de junio de 2024

DOI: https://doi.org/10.46583/scio_2024.26.1153

Resumen: El artículo aborda el problema de la relación entre el ser humano y la técnica en el mundo actual desde una perspectiva filosófica. Volver a la concepción de la filosofía griega permite concebir hoy el quehacer filosófico como un ejercicio vital, sin fracturas entre el pensamiento y la acción. La patente plasticidad del ser humano evidencia la constitutiva apertura que determina su especificidad y, además, columbra la estrecha vinculación entre técnica, creación y cuidado a partir del acontecimiento del habitar. El cuidado no puede tener lugar sin cierta promoción de un ethos cultural centrado en el miramiento, la asistencia y la preocupación por uno mismo y por el Otro. El olvido de la relación entre la creación y el cuidado conduce a un desequilibrio ethopoiético entre la condición ontológica del ser humano, como ser nacido, finito y vulnerable, y el desarrollo tecnológico, impulsado por la digitalización de la vida y el ascendente papel de las nuevas tecnologías en la sociedad. Advertir y remediar dicho desequilibrio supone repensar la originaria relación entre la creación técnica y el cuidado ético, así como la importancia de la ética para la persistencia de lo orgánico.

Palabras clave: Ética, poiesis, cuidado, subjetividad moral, Foucault.

Abstract: The article addresses the problem of the relationship between humans and technology in the contemporary world from a philosophical perspective. Returning to the conception of Greek philosophy allows us to view philosophical practice today as a vital exercise, without fractures between thought and action. The evident plasticity of the human being demonstrates the constitutive openness that determines its specificity in relation to God and animality and, moreover, glimpses the close connection between technology, creation, and care based on the event of dwelling. Care cannot take place without the promotion of a cultural ethos centered on regard, assistance, and concern for oneself and the Other. Forgetting the relationship between creation and care leads to an ethopoietic imbalance between the ontological condition of the human being, as a born, finite, and vulnerable being, and technological development, driven by the digitization of life and the rising role of new technologies in society. Noticing and remedying this imbalance involves rethinking the original relationship between technical creation and ethical care, as well as the importance of ethics for the persistence of the organic.

Keywords: Ethics, poiesis, care, moral subjectivity, Foucault.

1. FILOSOFÍA HOY. ENTRE PODER Y DEBER

En el vertiginoso escenario social contemporáneo (Rosa, 2016), caracterizado por la grandeza y el peso de la filosofía sobre nuestros hombros, la pregunta radical que se plantea hoy en día es qué puede aún lograr la filosofía y, aún más importante, qué debe lograr. Así, la cuestión primordial que la filosofía enfrenta no se limita únicamente a determinar si su capacidad es residual o no, sino más bien a clarificar su imperativo intrínseco con respecto a la época actual. Hacer filosofía hoy, reactualizar sus pretensiones, exige un retorno a la cosmovisión griega, según la cual esta se concebía como un ejercicio vital, un arte de vivir que requiere abordar lo real haciéndose cargo de la fractura irresoluble entre el pensamiento y la acción, entre la teoría y la práctica, entre el concebir y el llevar a cabo. Abrazar la filosofía así definida exige un esfuerzo por comprender y canalizar la energía que ella genera, con el fin de estabilizar la vida humana. Implica, en este sentido, un intento por organizar, revigorizar y proyectar la fuerza que ella mueve, el movimiento que activa el pensamiento, pero que, al mismo tiempo, disuelve. Con ello, cabrá tener presente el coraje indispensable para aunar pensamiento y acción, esto es, por hacer de la vida una gran afirmación, una capacidad de inicio, de comienzo encarnado, necesario para evitar perder la potencia del concepto en meras, aunque probablemente ricas, especulaciones.

Este compromiso del pensar con el presente orientado hacia la inquietud ante lo que viene, que entraña comprender clásicamente el quehacer filosófico, no puede eludir la reflexión seria sobre las interacciones y los pliegues del marco tecnocultural que nos envuelve, pues, al igual que el hilo de la urdimbre en el telar nuestra existencia se teje intrínsecamente con las complejidades de nuestra era, la postmoderna. Hoy nos encontramos ante un nuevo ethos cultural caracterizado por la incorporación de avances tecnológicos en nuestra vida diaria, la digitalización acelerada de numerosos ámbitos de la vida empresarial, académica o profesional y el desarrollo de la inteligencia artificial. De ahí que nuestro pensamiento, al menos una parte de él, deba hacerse cargo de su presente, de su ineludible hoy. Esto es lo que se ha llamado desde la tradición española, concretamente con la figura de Ortega y Gasset, estar a la altura de los tiempos (2014a).

Esta categoría filosófica que activó el pensador español fundador de la Escuela de Madrid incide en el especial arte que ocuparse y preocuparse por el presente exige del ser humano; la coherencia entre su acción y su pensamiento, en el sentido más preciso de esa expresión. La atención y el planteamiento orteguiano examinaron las dos consecuencias que desatender el tema de nuestro tiempo conlleva. De tal modo, describió, por un lado, cómo algunas personas naufragan en su circunstancia, precisamente, por no estar a la altura de los tiempos y, por otro, cómo otras son incomprendidas y marginadas por generar un imaginario excesivamente anticipado o desfasado con respecto a su época.

Desde esta perspectiva que nos ofrece el marco orteguiano no sería apropiado dividir, a la manera kantiana, la tarea filosófica en tres funciones distintas, sino más bien reunificar las tres Críticas y hacer de ellas una y encarnada con el propósito de afrontar y corregir las patologías de nuestro tiempo, esto es, transformar aquello que identifiquemos como el resultado de uno o varios trastornos o “desviaciones” de la sociedad actual que ocasionan alguna forma de sufrimiento o desajuste entre sus miembros, como las tecnopatologías, tecnopatías, tecnotranstornos o enfermedades mentales, del comportamiento y del neurodesarrollo, «enfermedades 3.0», también llamadas «enfermedades del siglo XXI». La comprensión y el examen de la etiología de dicho trastorno, es decir, de sus causas sociales, políticas, económicas, en suma, culturales parece ser que permitiría desarrollar una propuesta modificadora, una terapéutica capaz de reconducir hacia otros modos de relación no perjudicial en el mundo de la saturación visual e informativa. La completa incapacidad de hacerse cargo de lo que se dice y lo que se hace sería la desaparición de la mismidad (Esquirol, 2021, p. 53) y, por tanto, de la no adecuación y no adaptación al momento histórico-vital. El quid de la cuestión y el presupuesto no velado que contiene se cifra ya, en realidad, en la gran tarea que supone realizar el justo medio aristotélico:

Llamo término medio de una cosa al que dista lo mismo de ambos extremos, y éste es uno y el mismo para todos; y en relación con nosotros, al que ni excede ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el mismo para todos. Por ejemplo, si diez es mucho y dos es poco, se toma el seis como término medio en cuanto a la cosa, pues excede y es excedido en una cantidad igual, y en esto consiste el medio según la proporción aritmética. Pero el medio relativo a nosotros, no ha de tomarse de la misma manera, pues si para uno es mucho comer diez minas de alimentos, y poco comer dos, el entrenador no prescribirá seis minas, pues probablemente esa cantidad será mucho o poco para el que ha de tomarla: para Milón, poco; para el que se inicia en los ejercicios corporales, mucho. Así pues, todo conocedor evita el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo prefiere; pero no el término medio de la cosa, sino el relativo a nosotros (Aristóteles, 1985, p. 167).

Para el estagirita, la búsqueda constante de la recta razón es la práctica que convierte a un individuo cualquiera en un individuo prudente. Este concepto de ‘término medio’ o ‘justo medio’, desarrollado en el Libro II de la Ética a Nicómaco refiere a una posición intermedia entre el exceso y el defecto y apunta al equilibrio entre las pasiones y las acciones. Aunque consumar y materializar esta pretensión es prácticamente un propósito imposible, una utopía para la que aquí en el mundo de los mortales no hay lugar, en cierta manera contribuye a fomentar una tendencia atenta y cuidadosa de la acción humana. Aristóteles señala que el medio mismo carece de un nombre específico (anónyrnon) y pertenece a un ámbito sin designación precisa, a un campo semántico anónimo. Ese medio (méson) actúa como mediador, pero el lenguaje no lo ha definido (no puede hacerlo, sobrepasa los límites de lo que puede hacer) en relación con los términos que lo rodean. De ellos, conocemos un extremo, pero el otro permanece indeterminado. Entonces, Aristóteles percibe en praótes la «voz» de esta misma palabra, la carga semántica en la que ella misma muestra su proclividad hacia el extremo ausente y que carece también de nombre. Un lenguaje, como el humano, que habla desde sí mismo y para sí mismo, que se convierte en interlocutor vivo del discurso aristotélico y reconoce en su desarrollo finito una parte de su aspiración impotente, como la experiencia misma del pensamiento.

Ahora bien, precisamente porque el ser humano es una realidad inexorablemente moral (Aranguren, 1998) de carácter intermedio se halla asumido siempre en un proceso valorativo, estimativo del cual no puede desembarazarse. Se encuentra encarnado y arrojado a un perenne tenerse que ajustar. Este modo de desenvolverse “propiamente” humano hacia lo real está atravesado por un ideal de la misma —por la imagen de lo real— siempre perfectible, modificable porque está barrado por el deseo. Y este proceso en el que se sabe sujeto y en el que desarrollará su subjetividad está en estrecha relación con la alteridad, la alteridad que representan los fenómenos sociales (familia, instituciones), políticos (Estado), culturales (educación), personales (historia efectual) que lo envuelven y sujetan. Por ello, los comportamientos humanos que emprende y que lleva a cabo han de ser, necesariamente, pensados dentro del proceso histórico anterior, coetáneo y posterior —teniendo en cuenta las proyecciones que de los periodos anteriores se plasma— a su manifestación. Además, no solo el ser humano es una realidad moral, que podría resumirse como una realidad plegada hacia sí misma, sino que este pliegue está orientado a la alteridad. En términos orteguianos, la vida es el hecho cósmico del altruismo y existe solo como perpetua emigración del Yo vital hacia lo Otro (Ortega y Gasset, 2003). Esta alteridad se desdobla, a grandes rasgos, en dos entidades. Por un lado, está el Otro con rostro humano, el congénere, mientras que por otro lado está el mundo, es decir, el conjunto de todos los hechos, la totalidad de lo que acaece u ocurre (Wittgenstein, 2009, p. 15).

Dirigir la mirada atenta y la reflexión hacia la transformación del mundo cultural constituido con un soporte físico a un mundo cultural constituido con un soporte digital implica analizar de qué modo se ha configurado el por defecto instalado en lo social, que determina y posibilita el mundo de la vida y cómo esta configuración afecta y transforma a la propia circunstancia. Es importante tomar conciencia de este acto inventivo que opera en la conformación del contexto del que se forma parte. Desde ahí, será posible pasar a reflexionar otros mundos posibles, otros planos de lo real que están por despertar. Cabe, por tanto, partir siempre del análisis que se afirma en este entorno tecnocultural y que, en numerosas ocasiones, se vivencia de manera naturalizada. Una de las tareas ineludibles del pensamiento de hoy es extirpar de la tendencia cultural el imponer varias imágenes homogéneas de lo social —a través de los medios— y desnaturalizar lo asimilado como dado, con el fin de repensar las consecuencias que ello puede contraer. Las desigualdades que caracterizan los procesos de configuración del entorno tecnocultural en diferentes sociedades y los discursos del saber no solo siembran un camino idóneo para examinar la impronta de estos en los modos de organización de la vida cotidiana, en particular su relación material y simbólica con las tecnologías digitales, sino que además remite a un estrato anterior sumamente pertinente para revisar nuestro contexto. Hoy la digitalización no describe únicamente un proceso de ordenación o catalogación de documentos, sino la transformación de la totalidad de procesos naturales, sociales y culturas en datos. La sociedad de la información se ha transformado en una sociedad digital debido a la expansión y desarrollo de las tecnologías de la información (Domingo, 2022, p. 10).

Una filosofía de la técnica que sólo sirva para entender la naturaleza del homo faber de las cavernas, pero no al hombre de las fábricas del siglo XXI, está condenada a la inanidad. Esto quiere decir que el interés de las nuevas tecnologías o de los grandes complejos tecnoindustriales para el filósofo no puede ser anecdótico sino primordial: no son nuevas realizaciones o quizá deformaciones de un modelo eterno, sino fenómenos completamente originales con una significación propia. Si lo que nos interesa de la técnica es el poder de transformación del medio que confiere al hombre, el paradigma de ese poder son los modernos complejos tecnológicos o las nuevas tecnologías que afectan a la propia esfera de la actividad intelectual humana, no desde luego el hacha de sílex (Quintanilla, 2017, p. 23).

Algunas interrogantes que la filosofía puede y debe plantearse en la actualidad giran, como hemos explicitado, en torno a los efectos de la instantaneidad de las comunicaciones digitales y los nuevos patrones de interacción en la subjetividad de las personas habitantes de este mundo contemporáneo. Los intercambios sociales, culturales y académicos se ven obligados a adaptarse al ritmo impuesto por la velocidad de los intercambios digitales, que se mueven a la velocidad de la luz. Estamos frente a un nuevo ethos cultural, caracterizado por la irrupción de la digitalización; ante un cambio profundo en la forma en que vivimos, pensamos y nos relacionamos. La digitalización está transformando nuestra realidad de manera significativa, lo que afecta no solo a nuestras actividades diarias, sino también a nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos. Esta transformación puede entenderse como una transición del ser humano carnal al ser humano digital (Domingo, 2021, p. 9). El término ‘ser humano carnal’ hace referencia a la existencia humana tal como la conocemos, arraigada en la realidad física y material. El ‘ser humano digital’ representa una nueva forma de existencia en la que la tecnología y la virtualidad desempeñan un papel central en nuestra vida cotidiana y en la construcción de nuestra identidad. La digitalización ha creado nuevas oportunidades, así como nuevas formas de expresión, comunicación y creación, pero también plantea numerosos desafíos (Arenas-Dolz, 2023).

En este sentido, surge la pregunta sobre qué cambios provocan en nuestras capacidades intelectuales esta rápida velocidad de intercambio. ¿Qué nuevas facultades y potencias generan estos dispositivos que nos proporcionan acceso instantáneo a la información? ¿Qué cambios en las formas de sociabilidad instauran? Las tecnologías digitales plantean cuestionamientos sobre cómo se organizan las instituciones y qué nuevas formas de cuidado podría necesitar este contexto. Y, por tanto, en consecuencia una pregunta crucial que la filosofía debe enfrentar como institución es: ¿Qué otras formas de educación, formación o pedagogía podrían considerarse obsoletas debido a la presencia de estas nuevas tecnologías?

Si bien es cierto que el alcance de esta transformación revolucionaria está aún por precisar existen numerosos peligros que ya podemos identificar en distintos ámbitos. Por ejemplo, en el ámbito educativo, encontramos problemas como la adicción digital, el Trastorno por Déficit de Atención (TDA), daños irreversibles en el sistema nervioso central, sedentarismo, afecciones como la “Whatsappitis”, lesiones por movimientos repetitivos, el síndrome del túnel carpiano, tensión ocular o estrés visual, insomnio tecnológico, nomofobia, cibercondría, e-ludopatías, problemas de memoria o “Síndrome de Google” —peligro que identificó Platón en la Carta VII—, o Síndrome de la vibración fantasma o llamada imaginaria, por mencionar algunos (Bonet y Garrote, 2016). En el ámbito social, observamos el aislamiento social, el Síndrome FOMO, la disminución de habilidades interpersonales, el Trastorno de Identidad Disociativo o el hiperpresentismo en línea y agotamiento severo. En el ámbito político, la manipulación de información y la opinión pública y la polarización extrema son solo algunas de las cuestiones preocupantes (Pérez-Zafrilla, 2021).

Vuelve, por tanto, la pregunta por el deber de la filosofía comprometida, inevitablemente, con su presente. ¿Qué medidas cabe emprender cuando la educación actual carece de la formación necesaria para enseñar a gestionar adecuadamente la vasta oferta de servicios tecnológicos? ¿Qué prácticas debemos revisar cuando pasamos de aprovechar lo que la tecnología nos ofrece a convertirnos en sus esclavos? Es necesario estar alerta, cultivar la prudencia. La actualidad transcurre al ritmo marcado por la superproducción. El consumo cuasi constante de imágenes digitales constituye uno de nuestros hábitos cotidianos más evidente. No obstante, la velocidad con la que actualmente se re-producen las imágenes satura nuestra capacidad de discernir e interpretar, generando situaciones que desbordan nuestro poder de asimilación, y anula los tiempos para el análisis que precisa una mirada reflexionada y crítica.

Es crucial distinguir entre información y conocimiento. La información es simplemente un conjunto de datos que recibimos continuamente. El conocimiento, en cambio, es la interpretación y comprensión de esos datos. Es lo que nos permite darle sentido a la información y utilizarla de manera efectiva. El valor del Conocimiento, el valor del ejercicio filosófico estriba en la capacidad para el discernimiento y el enjuiciamiento de la información recibida. Sin embargo, ante esta ingente y espectacular densificación de la iconosfera nuestra circunstancia es la de la sobreexposición, cosa que requiere una especial atención. Nosotros, los contemporáneos, ¿estamos verdaderamente a la altura de nuestro tiempo? Nos encontramos inmersos en un contexto donde se nos exige manejar habilidosamente, aunque quizás de manera inconsciente, una avalancha de información proveniente de cualquier parte del mundo de manera instantánea, sin necesidad de movernos. Estamos atravesados por las lógicas perversas del deseo que han sido instauradas mediante brain hacking por las formas neoliberales de producción extremadamente invasivas y agotadoras. El “aura” de las experiencias de la presencia se ha disuelto y de ella han emergido copias que abundan por doquier. En la época actual, no solo las obras de arte han perdido su carácter aurático de existencia (Benjamin, 2021), sino que también las relaciones humanas se ven afectadas por esta transformación. Y, recordemos, en el poder de estas relaciones reside la capacidad de conformar la subjetividad humana.

Es importante recordar que en tiempos pasados, como por ejemplo bajo la pluma de Kant, la filosofía abrigaba la esperanza de una unión política cosmopolita que, dos siglos más tarde, se materializó en la forma de la Unión Europea. Sin embargo, este espacio ha experimentado una modificación radical y es posible que su máxima conexión en la actualidad esté mediada no por el contenido de una moral compartida, sino más bien por un hermanamiento tecnológico global en un horizonte marcado por la creciente universalización de la digitalización.

En el caso concreto de las nuevas tecnologías, características de lo que muchos sociólogos y economistas llaman la sociedad de la información, la contribución del filósofo resulta tanto más urgente y necesaria cuanto si se contrasta la novedad de los cambios que a partir de ellas se están produciendo —y la extensión e intensidad de sus repercusiones sociales— con el escaso desarrollo teórico de los conceptos más elementales que utilizamos para afrontarlos (Quintanilla, 2017, p. 21).

2. LA ESTRUCTURA INTERNA DEL ACTO HUMANO: CREACIÓN, TÉCNICA Y CUIDADO

a) El ser humano: la fuerza plástica

A lo largo de la travesía histórica de la filosofía numerosos pensadores han aseverado con convicción que de entre las múltiples características que podrían considerarse representativas del ser humano destaca, de manera notoria, su indefinición, esto es, la singular plasticidad que lo constituye. Esta noción ha sido descrita en otros términos como la apertura de lo humano o la imposibilidad de clausura (Castoriadis, 1998). Fue Giovanni Pico della Mirandola, en su Oratio de Hominis Dignitate, quien expresó que el ser humano se revelaba súbitamente como una criatura milagrosa, cuya naturaleza contenía todos los elementos capaces de convertirlo en su propio arquitecto. En su discurso ya se encuentra la semilla de reflexiones éticas posteriores acerca de los peligros que la condición de apertura “desorientada” de lo humano puede acarrear para su especie. El humanista renacentista recreaba las palabras de Dios en el Génesis como sigue:

No te he dado ni rastro ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, [oh, Adán], con el fin de que tu rastro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desee y los conquiste. [...] no te he hecho ni celestial ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como un hábil escultor, te forjes la forma que prefieras (Pico della Mirandola, 1984, p. 105).

El ser humano es un ser plástico y su realidad para desenvolverse como tal pide y ha pedido siempre acceder al concepto (Malabou, 2010). La noción de ‘plasticidad’ logra su máxima elaboración teórica en la literatura del s. XVIII y XIX. En ese momento, se comprende la capacidad corpórea de dar forma o recibirla, es decir, la maleabilidad de una materia o a la capacidad de moldear. El término ‘plástico’ asociado a una fuerza, conocida como plastische Kraft, es una expresión que ya había sido utilizada por autores anteriores y contemporáneos a Nietzsche. El genio del romanticismo alemán, Goethe, habla de plastische Kraft en términos de ejercicio activo de ambición (Bestreben) y capacidad de procurar volumen al contorno (dem Umriß Körper zu verleihen) mediante un claroscuro bien matizado (1999). Los poetas románticos ingleses se apropian, asimismo, del concepto de ‘fuerza plástica’ para expresar el poder que opera en la naturaleza, causa del movimiento. Este tema se evidencia claramente en las obras de Taylor Coleridge, quien alude a un poder plástico que obedece a la voluntad divina al ordenar el universo, como se puede apreciar en su obra Religious Musings. En el ámbito de las ciencias históricas y con una influencia importante en Nietzsche, Burckhardt también utiliza el concepto de plastische Kraft para destacar la característica propia de los espíritus joviales del renacimiento.

Tal como refleja esta literatura especializada, la principal e ineludible tarea del ser humano es su propio proceso de autoconstrucción y proyección. Debe, inevitablemente, forjarse a sí mismo y de hecho lo hará, ya sea consciente o inconscientemente. Para hacerlo empleará su habilidad técnica. Dada su naturaleza plástica, el ser humano es un ser técnico, inventivo y creativo por naturaleza. Pero, ¿con qué propósito crea? La creación puede tener una variedad de objetivos, aunque en su origen surgió con la intención de convertir el mundo en un lugar habitable. No hay ser humano sin técnica (Ortega y Gasset, 2014b). Este se ha conducido desde sus inicios como un “reformador de la naturaleza” y ha hecho de su segunda naturaleza la primera (Malabou, 2010).

La plasticidad designa entonces el movimiento de constitución de una salida ahí mismo donde ninguna salida es posible. Para decirlo de otro modo: la plasticidad hace posible la aparición o la formación de la alteridad ahí donde el otro falta absolutamente. La plasticidad es la forma de la alteridad ahí donde falta toda trascendencia. […] la plasticidad caracteriza la transformabilidad estructural del cerebro, la modificación de las conexiones neuronales bajo el efecto de la experiencia, de la educación, del medio, la flexibilidad y la adaptabilidad de un sistema cerrado (Malabou, 2010, pp. 8-9).

En términos generales, este proceso plástico se cristaliza de manera extraordinaria en la historia de la filosofía, es decir, en la historia de las ideas filosóficas. La historia del conjunto de pensadores que han sido calificados con el término ‘filósofos’ si por algo se distingue es principalmente por la discontinuidad que introducen cada una de sus teorías o pensamientos en relación con la episteme de su época. En otras palabras, se caracterizan por la irrupción que representan. De esta manera, la labor tradicional y puramente histórica difiere del quehacer filosófico, ya que este último se define por su capacidad de irrumpir y abrir brechas con respecto al corpus de conocimiento asociado a su tiempo. Lo que Heidegger denominaría la imagen de la época del mundo queda truncada, profanada por el acto de pensar filosófico. De ahí que hacer historia de la filosofía no equivalga a hacer filosofía, aunque esta última debe necesariamente revisar y actualizar los problemas que han definido y marcado la primera.

Se trata de la distinción entre lo original y lo regular (Foucault, 2010, p. 184), lo nuevo y lo viejo, la autenticidad y la mímesis (Ortega y Gasset, 2015), la diferencia y la repetición (Deleuze, 2002), incorporada al ejercicio vital humano. De hecho, podría llevarse más allá y afirmar que esto no responde más que a la doblez originaria abierta por la filosofía platónica, de la cual ni siquiera el propio Kant logra deshacerse por completo. Simmel capta esta intuición brillantemente y sostiene que el afán de persistir en lo conocido y hacer y ser lo mismo que los otros es un enemigo irreconciliable de la voluntad que quiere avanzar hacia nuevas y propias formas de vida (2004, p. 35). En este marco, emerge el concepto de la voluntad de poder, así como el poder mismo. La voluntad de poder, perfilada por Nietzsche, es una fuerza motriz fundamental que impulsa la vida y las interacciones humanas. Esta voluntad no se limita al deseo de dominar a los demás, sino que abarca la búsqueda de superación, crecimiento y afirmación de la propia individualidad. El poder, por su parte, se manifiesta en diversas formas en la sociedad y en las relaciones humanas, ya sea a nivel político, social, crematístico o cultural. Ambos conceptos están intrínsecamente ligados a la dinámica de la existencia humana y juegan un papel impelente en la configuración de las relaciones sociales y la búsqueda de sentido en la vida.

La historia del pensamiento mismo trata el campo de los discursos como un dominio que juega con este aparente par de conceptos. Así, la historia del pensamiento se convierte en un terreno donde se juega con la dinámica de poder. Los discursos son vistos como elementos que pueden ser caracterizados en términos de su originalidad o su repetición, su novedad o su tradición. De esta manera, se pueden distinguir dos categorías de formulaciones: aquellas que son valoradas y relativamente escasas, que surgen de manera original y pueden llegar a influenciar a otras, y aquellas que son triviales, cotidianas y masivas, que se derivan de lo que ya ha sido dicho (Foucault, 2010, p. 184), de los saberes del se. Frente a ellos, la idea de la voluntad de poder implica que aquellos discursos que son considerados originales y novedosos tienen el potencial de ejercer un mayor grado de poder e influencia sobre los demás, mientras que aquellos que son vistos como simples repeticiones o imitaciones carecen de esa misma fuerza creativa y transformadora.

b) La mirada imaginativo-narrativa: técnica-creación-cuidado

La técnica es, en la actualidad, un discurso de conocimiento cuyo poder se descubrió rápidamente por cuestiones vitales. Ejemplo de ello es el conjunto de esfuerzos de numerosos filósofos que a lo largo del tiempo han dedicado sus estudios a tratar de desentrañar la naturaleza del fenómeno técnico y a reflexionar sobre este en relación con la realidad social en general y con la situación particular de transformación social que a cada uno le tocó vivir.

Nuestra relación con la proliferación de manifestaciones técnicas y su creciente diseminación en diversas dimensiones relevantes, como la ontológica, la histórica, la política y la imaginaria, no se limita, por lo general, a ser mero testigo de unos hechos, el mero hecho de la existencia de la técnica. Por el contrario, dado que todo lo creado por el ser humano está imbuido de sentido y significado, de fines constituye un símbolo susceptible de análisis y crítica. La historia de la técnica se presenta como un tejido fragmentado y habilitante, cuyo verdadero carácter solo emerge cuando es cuidadosamente entrelazado por la mirada retrospectiva activa. Esta mirada, arraigada en el presente y en cada momento, actúa como el eje, el núcleo y el lente de examen en la estructuración narrativa del pasado —lo que ha sido—, así como del futuro —lo que será o lo que deseamos que sea. Es así como la reflexión humana que conlleva dicha mirada retrospectiva a menudo se convierte en una suerte de protagonista oblicuo, pero capaz de dominar y orientar en la medida de lo posible el desarrollo de la propia escenografía y campo de la técnica, incluso antes de su regularización, aunque estratégicamente permanezca en un segundo plano.

Cabe, llegados a este punto, diferenciar dos términos: técnica y tecnología. La técnica (dispositivo técnico) se refiere a los métodos y habilidades utilizadas para llevar a cabo tareas específicas, es decir, la palabra ‘técnica’ hace referencia a una dimensión humana antropológica esencial, expresada ya por Ortega y Gasset. Dicha dimensión hace del ser humano alguien que modifica continuamente su entorno, a partir de su proyecto de vida y de la búsqueda de su bien-estar. Somos seres técnicos. En este sentido no existe el problema de cómo relacionarse con la técnica, ya que nuestra vida es técnica en sí (Valera, 2022). El resultado de la técnica son los objetos técnicos, como el martillo, la silla, los zapatos, el cuchillo, etc. Dichos objetos nos sirven, a modo de instrumento, para alcanzar los fines humanos.

La tecnología (dispositivo tecnológico) implica una aplicación sistemática y organizada de estas técnicas a través de herramientas, máquinas y sistemas que transforman y controlan el entorno. La reflexión humana, al mirar hacia atrás y evaluar el pasado, puede y debe tener un impacto significativo en el desarrollo futuro de la tecnología. Es decir, la reflexión retrospectiva del tejido tecnocientífico de un mundo global cada vez más interconectado tiene un papel clave en la orientación de la evolución tecnológica. Esta observación detallada y consciente, atenta y cuidadosa que reconoce la estrecha relación entre la técnica y el habitar y entre el habitar y el cuidado es de vital importancia para ello. Cuando hablamos de nuevas tecnologías (o tecnologías emergentes) no hablamos meramente de instrumentos en la medida en que inter-actuamos con y vivimos en ellas. Si bien los objetos técnicos dependen de nuestro uso –el cuchillo, cuando no lo uso, no hace nada– las tecnologías están activas; nos rodean, moldean, conducen, interpelan, operan como “mediadoras de nuestras experiencias” (Valera, 2022). Por ello, la cuestión ética adquiere en relación con ella un lugar capital. Esta mirada no solo debe discernir, seleccionar y articular argumentos, sino que también debe entrelazarse con otros ámbitos vinculados al deber y a la seguridad, como el Derecho o la Economía (Santana y Valera, 2022). La visión que debe procurarse sobre los artefactos tecnológicos entonces no solo debe ofrecer una guía sobre la configuración de la cosa, sino que también debe proporcionar argumentos (dar razones, buenas razones) que respalden y justifiquen su elección y diseño.

La humanidad ha sido testigo y víctima de la ambivalencia que caracteriza a la técnica carente de ética; desde la Segunda Guerra Mundial hemos presenciado tanto las oportunidades beneficiosas como los peligros que acompañan a la robótica, las máquinas, la tecnología y el potencial destructivo de las armas. La preocupación por las implicaciones sociales de estas tecnologías, así como las cuestiones epistemológicas surgidas a raíz de la Big Science nos enfrentan a la incertidumbre y a la vulnerabilidad ante ciertos riesgos digitales. Varios filósofos, como John Stuart Mill, Charles Sanders Peirce o Karl Raimund Popper, entre muchos otros, han tratado el aspecto social del conocimiento. Sin duda, este es el verdadero desafío y el riesgo innegable que enfrentamos en la actualidad.

c) El poder y las formas de vida: construir, habitar, cuidar

Los sistemas filosóficos, al igual que las corrientes políticas y los movimientos artísticos, comparten una característica notable: un carácter “ísmico”, que implica la capacidad de ser replicados o reproducidos, susceptibles de ser imitados o parodiados. Los “ismos” podrían ser vistos, entonces, como formas de ser “imbécil”, término que tiene su origen en el latín “imbecillis”, formado por “im” (con) y “baculus” (bastón), utilizado para referirse a aquellos que necesitaban apoyo para caminar, es decir, a los débiles que requerían un bastón para desplazarse. El significado original de esta palabra difiere significativamente del sentido actual que se le atribuye, asociado a una persona poco inteligente o de poco entendimiento. Estas ayudas o soportes se materializan en diferentes conjuntos de premisas que sostienen una creencia particular o una visión del mundo. Los “ismos” podrían ser interpretados como manifestaciones de esta capacidad humana para construir marcos conceptuales, cada uno con sus propias premisas fundamentales.

Toda meditación sobre el poder, aunque, en principio, no sea de índole filosófica, contiene en su trasfondo inevitables resonancias morales, puesto que lleva a reflexionar sobre la posición del individuo en su relación con Otros, impulsando así múltiples líneas de fuerza constitutivas de la filosofía práctica, es decir, de estricto carácter moral o ético. Dicho con otras palabras, es filosofía moral en tanto que es una cuestión ligada a la libertad y no a la naturaleza como se expresaría en terminología kantiana.

Si bien es en gran medida un concepto problemático, en el pensamiento de Foucault, por ejemplo, el poder no es un componente marginal de sus reflexiones, sino precisamente su configuración interior para abordar las diversas formas de subjetivación por las que el ser humano deviene sujeto (sujeción y subjetivación). El sujeto es el resultado de un conjunto de determinaciones sociales, políticas, crematísticas, etc., es decir, es el efecto, la heteronomía encarnada. Sin embargo, el sujeto, individuo que todos somos, no está condenado, determinado de forma total e irrevocable. El sujeto, dueño de gran parte de la operación reflexiva y de sus hábitos puede emprender procesos de subjetivación, diferentes técnicas de sí, sobre sí mismo que den lugar a una subjetividad (Foucault, 1990). De la misma forma que se halla siempre situado en relaciones de producción y de significación, el ser humano se halla atravesado por complejas relaciones de poder en las que puede moverse, desplazarse. Así, la noción de poder remite a un gran número inabarcable de aspectos y puede ser entendida o bien en su negatividad o materialidad manifiesta o bien como fuente de creación y potencia posibilitante. Sobre la cuestión de la sujeción, Judith Butler en su obra Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción se pregunta que si la sumisión es condición de la sujeción, ¿cuál es la forma psíquica que adopta el poder? Para procurar una respuesta esboza una teoría de la psique que acompaña a la teoría del poder, trabajo que considera ha sido eludido por autores adscritos tanto a la ortodoxia foucaultiana como a la psicoanalítica (2015).

La pregunta ‘¿qué es el poder?’ para Foucault, tal y como recoge Gilles Deleuze en El poder: curso sobre Foucault II, tiene su legitimidad en su vinculación con el concepto de práctica (2014). El poder es, como el saber, una práctica. Sin embargo, responder a la pregunta ¿qué es el poder? diciendo que remite a una práctica es insuficiente. Es preciso entonces que la inspiración de la pregunta sea ella misma práctica. Dicho con otras palabras, para Foucault la inspiración de la pregunta es ella misma práctica y está impulsada por el intento de responder a una pregunta subyacente, a saber: ¿qué pasa hoy? Esta pregunta es una pregunta eminentemente ética, porque entronca con el origen mismo de la filosofía moral y política: la pregunta ya no por el ser (la pregunta metafísica), sino la pregunta por el modo de vivir, por la existencia misma, su sentido, su valor. El problema histórico está fundamentalmente vinculado en Foucault a la pregunta: ‘¿qué pasa hoy?’ precisamente por la noción de razón y la concepción antropológica del Yo que presenta el autor. Para Foucault, la disposición antropológica del modo de pensar humano emerge con el gesto kantiano de poner unos límites a la razón humana en su calidad de finita. Por ello, lleva a cabo una revisión de la constitución moderna del sujeto kantiano y va más allá del giro copernicano, pero su paso por Kant es fundamental y se encuentra a la base de su pensamiento, como él mismo ha sostenido.

Reconocidos intérpretes de Foucault como Deleuze o Julián Sauquillo, entre otros, advierten que, si bien las diferencias entre Kant y Foucault son sustanciales e irreductibles, es destacable la presencia de una continuación del criticismo en la forma de un neokantismo renovado en Foucault. Foucault no puede no ser kantiano, porque es consciente de que oponerse a Kant muy probablemente signifique no haber salido de un orden de pensamiento todavía kantiano. Para Kant la razón presenta una doblez, una diferencia de naturaleza entre dos funciones: “razón práctica” y “razón teórica”. Ahora bien, aunque las dos presentan una heterogeneidad radical, la razón práctica prima sobre la razón teórica, pues es determinante. Dicha heterogeneidad implica, en última instancia, que la razón práctica no sea conocida y no de nada que conocer en la medida en que esta estaba determinada por la ley moral, la cual no era conocimiento ni objeto de conocimiento. En el caso de Foucault, en cambio, tanto el saber como el poder se refieren a prácticas. Para Foucault lo que hay son prácticas: práctica del saber y práctica del poder, ambas irreductibles entre sí. De modo que el poder no puede ser sabido. Y, sin embargo, hay presuposición recíproca, o al menos el poder será indirectamente sabido. Será sabido en las relaciones de saber, en la historia, en la práctica, en suma, en la existencia. Así pues, es el vivir lo que nos dará un saber del poder.

El vivir hoy ¿qué nos dice… que nuestras vidas están mediadas por la técnica o que vivimos en una tecnocracia, en el poder de la técnica? En la actualidad la mayor parte de nuestras actividades está mediada por artefactos tecnológicos (Parente, 2010). Los dispositivos digitales han transformado significativamente los ámbitos de nuestra experiencia cotidiana, social, profesional y política. Vivir en la era actual nos confronta con la realidad de que nuestras vidas están profundamente mediadas por la tecnología. Desde el momento en que nos despertamos hasta que nos acostamos, interactuamos con dispositivos tecnológicos en casi todas las facetas de nuestro día. La tecnología se ha convertido en una extensión de nosotros mismos, facilitando nuestras tareas diarias, conectándonos con otros y proporcionándonos acceso a una cantidad abrumadora de información. Sin embargo, la noción de vivir en una tecnocracia va más allá de la mera presencia de la técnica en nuestras vidas (Domingo, 2024). Implica un sistema de gobierno o control en el que el poder y la toma de decisiones están fuertemente influenciados por aquellos que tienen conocimientos técnicos, especializados. En una tecnocracia, el bárbaro especializado, experto juega un papel central en la formulación de políticas, la administración de recursos y la dirección de la sociedad en su conjunto. El término ‘tecnocracia’ tiene su origen en el griego, donde tékhnē significa arte o técnica, y krátos denota poder o gobierno. Por lo tanto, tecnocracia se traduce literalmente como gobierno de los técnicos o gobierno basado en la técnica, pero además está sumamente vinculada a la noción de biopolítica, el control de los cuerpos a través de procedimientos técnicos. Este concepto refiere a un sistema de gobierno en el cual la toma de decisiones políticas está principalmente en manos de expertos técnicos o especialistas en lugar de políticos o líderes electos.

Ahora bien, vivir implica un saber vivir, una dirección sobre lo que se considera bueno. El ser humano tiende a ello en cada una de sus decisiones. ¿Por qué? Nada más y nada menos porque se sabe sujeto a ellas. Cada decisión que este tome determinará no solo su vivencia, sino también su existencia en el mundo. Contribuirá a hacer del mundo un lugar más o menos habitable (Heidegger, 1994, p. 127), más o menos mundo (Arendt, 2005, p. 4). La noción de ‘mundo’, intrínseca a la formación de la subjetividad moral creadora, ocupa un lugar central en la teoría de la acción de Arendt. Su pensamiento está imbuido de una ontología de la comprensión que se enmarca en el horizonte filosófico delineado por Heidegger. Resulta fundamental reconocer que entender la singularidad del mundo humano, de los mundos, según Arendt, a diferencia del mundo animal requiere inevitablemente considerar el esfuerzo heideggeriano por dilucidar el significado de la praxis.

Cuando Heidegger se pregunta en qué consiste el habitar y determina que el construir pertenece al habitar está trazando una definición orientada a una noción de cuidado. Podemos decir que cuando estamos ante un modo de vida habitable y cohabitado es porque ha habido previamente a ello un ejercicio técnico, constructivo. Ahora bien, no todas las construcciones reúnen las condiciones para predicar de ellas que son viviendas. El hacer de ciertas regiones del mundo lugares alojo, es decir, alojamientos es una ardua tarea. El ser humano desde tiempos inmemorables, por su condición, ha adecuado mediante su ser técnico el mundo a él. Ha participado de la actividad de rendir ciertas parcelas de lo dado habitables. Transformar la aspereza de un entorno que requiere, para él, de ajustamiento para facilitar la vida teórico-práctica y poder desenvolverse en algo tranquilizador y reconfortante (Heidegger, 1994, p. 127).

El acontecimiento del habitar si algún elemento exige es el del cuidado. Este cuidado no puede tener lugar sin cierta atención, cierta vigilancia que convierte ese espacio en un lugar de miramiento, asistencia y preocupación. Se trata de un servicio que no solo se brinda uno a sí mismo, sino también al otro con quien uno es, con quien uno comparte dicho espacio físico y simbólico.

Una existencia razonable no quiere desenvolverse sin una “practica de salud” —hygieinē pragmateia o technē—, que constituya en cierto modo la armazón permanente de la vida cotidiana, que permita a cada instante saber qué hacer y cómo hacerlo. Implica una percepción en cierto modo médica del mundo, o por lo menos del espacio y de las circunstancias en que se vive. Los elementos del medio se perciben como portadores de efectos positivos o negativos para la salud; entre el individuo y lo que lo rodea, se supone toda una trama de interferencias que hacen que tal disposición, tal acontecimiento, tal cambio en las cosas va a inducir efectos mórbidos en el cuerpo, y que, inversamente, tal constitución frágil del cuerpo va a verse favorecida o desfavorecida por tal circunstancia (Foucault, 2003, p. 96)

La inquietud de sí, la preocupación por uno mismo, no solo requiere una distribución de los múltiples espacios en los que es. También implica una repartición de los diferentes momentos del tiempo, jornadas, estaciones y edades, que también son, desde la misma perspectiva, portadores de diversos valores médicos. Un régimen cuidadoso tiene que determinar con precisión las relaciones entre el calendario y los cuidados que deben dedicarse a uno mismo (Foucault, 2003, p. 97) y a los otros. Construir es en sí mismo ya habitar, y habitar es una manifestación clara del cuidado. Habitamos espacios y somos tiempo. El propio lenguaje nos acoge en su seno, nos permite ser-con-otros. El mundo creado debe ser algo cuidado, protegido, pues puede devenir en nada en cualquier momento (Levi, 2018).

Los avances tecnológicos por sí solos no garantizan necesariamente un buen progreso. La tecnología, si no se utiliza de manera ética y responsable, puede tener efectos negativos y contraproducentes en la sociedad y en el medio ambiente (Fabris, 2021). Por ejemplo, el desarrollo de armas nucleares o la explotación descontrolada de recursos naturales en nombre del progreso tecnológico pueden ser altamente destructivos. Los resultados de la técnica por sí solos no proporcionan los objetivos de la vida humana. Pueden ser herramientas poderosas, pero también pueden ser manipuladoras y peligrosas si se utilizan sin una base ética sólida y sin valores y fines humanos determinados. La técnica, desprovista de ética y valores, no puede ser, por definición, la guía de la humanidad. Cuando exageramos una parte de la realidad y excluimos otras partes igualmente importantes corremos el riesgo de construir un monstruo con capacidad autodestructiva. Es esencial tener en cuenta el contexto ético y moral en el que se aplican las técnicas, y considerar cuidadosamente las implicaciones de su uso en términos de impacto social, cultural y ambiental. Solo así podemos garantizar que la tecnología y la técnica se utilicen de manera responsable y en beneficio del bienestar humano y del mundo en su conjunto.

El arte y el acto de cuidar no se limita a una mera pasividad; de hecho, adoptar una postura pasiva conduce inevitablemente a descuidar (Domingo, 2013). Por consiguiente, no se reduce a la inacción hacia aquello que se cuida. El auténtico acto de cuidar es transitivo; requiere un objeto directo, algo positivo. Se produce cuando premeditadamente resguardamos algo en su esencia; es decir, cuando, en consonancia con la palabra misma, lo envolvemos, lo resguardamos adecuadamente. Del mismo modo que la palabra es afectiva el habitar es resultado de hacer del campo afectivo algo propio, re-conocible (Gómez, 2022). Habitar implica haber erigido un espacio de tranquilidad, exento de conflictos. Significa permanecer protegido, resguardado en la libertad misma que cuida cada cosa. El atributo fundamental del acto de habitar es este cuidado, entendido como custodia y velar por. Esta característica impregna el acto de habitar en toda su amplitud. De esta manera, dicha amplitud revela nuestra concepción de que el ser humano encuentra su descanso en el habitar, y este descanso se encuentra en el sentido de la morada de los mortales en la tierra (Heidegger, 1994).

La problemática, entonces, relacionada con el criterio moral aplicado a las construcciones de la subjetividad y su particular modo de ser en el mundo como un ser que tiende al habitar, es más, como un ser cuyo acto constructivo está atravesado por la tendencia al habitar se entrelaza con la función crítica de la filosofía. La filosofía, como un saber que interpela todos los fenómenos de creación, por lo que estos tienen de dominación e independencia con respecto a sus creadores, debe preguntarse hoy por la relación entre las máquinas y el cuidado. ¿Contribuyen o pueden contribuir las máquinas —todas aquellas que imperan y posibilitan vivir el mundo como lo vivimos— hoy a hacer del mundo un lugar habitable?

La propuesta de Foucault, sobre el particular, es ética, estética y política a la vez; no obstante, con una orientación particular hacia la crítica de la ética y la política. El paso más importante para poder introducir, crear e inventar nuevas prácticas de libertad es, ante todo, un esfuerzo sobre la sustancia ética de uno mismo, es decir, un dominio y una forja de sí mismo. La idea que plantea Foucault es que ese cuidado o atención de sí mismo constituye una forma de sabiduría arraigada en la tradición cultural occidental. Fue la concepción moderna racionalista sobre el sujeto, fundamentada en el ideal del conocimiento científico, la que hizo que la espiritualidad se definiera predominantemente por la búsqueda de la verdad en lugar de centrarse en el cuidado de sí mismo (Gómez, 2023).

El cuerpo se convierte en el punto central de la reflexión sobre lo humano, ya que es él quien debe ser cuidado frente a la tecnología. ¿Por qué? Porque aquello que ha determinado la convivencia y dependencia del ser humano son los dispositivos tecnológicos, objetos fabricados por el propio ser humano. Por lo tanto, surge la necesidad de reflexionar sobre la relación que el ser humano tecnificado mantiene con sus propios artefactos. Esta se convierte en una tarea filosófica imprescindible para estar a la altura de nuestro tiempo, tal como sostiene el filósofo Günther Anders, y recuperar para la reflexión la intuición primaria de que el ser humano es un ser nacido. Esto requiere reconocer el carácter trivial del origen humano, ya que se debe a un proceso ciego, no calculado y ancestral. También implica que la tarea filosófica de determinar los límites del ser humano, su facultad de representación, su imaginación, sus sentimientos, su responsabilidad debe plantearse en referencia a su condición de engendrado, tanto en lo que respecta a su cuerpo como a su alma (Anders, 2011, p. 35).

La superación de las alternativas tradicionales entre naturalismo y sobrenaturalismo es crucial para una comprensión más completa de la condición humana. Este concepto se refiere al modo de existir específico del ser humano, como lo expresará Heidegger al hablar del ser-ahí (Da-sein). El ser humano, por ser como es, por su propia condición necesita de la cura, del cuidado; tiene que ocuparse de sí mismo. Este concepto amplía la noción de intencionalidad propuesta por Husserl, ya que no solo abarca las actividades teoréticas, como la conciencia y el pensamiento, sino también las relaciones prácticas del ser humano con el mundo. Asimismo, amplía la idea socrática del conócete a ti mismo al reconocer que esta tarea es imposible sin el cuidado de uno mismo. El llamado al cuidado implica la necesidad de atender no solo a la mente, sino también al cuerpo, los sentimientos morales y las relaciones intersubjetivas. Es un recordatorio de que la posibilidad del sí mismo está atravesada por el Otro y por un compromiso activo con el cuidado de uno mismo en todos los aspectos de la existencia.

La práctica mencionada posee una naturaleza inherentemente ethopoiética, lo que implica la creación ética del yo. Esta perspectiva promueve una estética de la existencia, donde vivir la propia vida se asemeja a la creación de una obra de arte, la cual requiere ser cuidada y cultivada con esmero. Esta relación con la verdad posibilita al individuo (al sí mismo) la formación de un conocimiento sobre el mundo, entendido como una experiencia espiritual del sujeto. De tal modo, la búsqueda de la verdad no se limita a una mera acumulación de datos objetivos, sino que se convierte en una empresa que implica apropiarse de la doblez del ser humano, de su reflexión y del compromiso ético con uno mismo y con los demás.

3. EL DESEQUILIBRIO ÉTHOPOIÉTICO: EL SER HUMANO ANTE SU CREACIÓN MAQUÍNICA

a) ¿Qué pasa cuando la técnica se independiza de la ética?

Si bien la historia de la filosofía ha tendido, aunque no siempre, a marginalizar el problema de la técnica (y el de los artefactos), es innegable que en las últimas tres décadas hemos sido testigos de un progresivo fenómeno de afianzamiento disciplinar e institucional de la filosofía de la técnica y de sus preguntas particulares. Habitamos lo que se denomina la era de la técnica y con ello las inquietudes que han captado la atención de numerosos pensadores, filósofos, historiadores y escritores desde los inicios del siglo pasado se han volcado en desentrañar la especificidad de nuestro presente. Este periodo ha asistido a un intenso escrutinio filosófico, en el que se busca comprender la naturaleza única de nuestra época, marcada de manera distintiva por el avance técnico y sus implicaciones en la experiencia humana. Filósofos y pensadores como Lewis Mumford, Bertrand Gille, Karl Jaspers, Martin Heidegger, José Ortega y Gasset, Ernst Jünger, Jan Patocka, Jacques Ellul, Herbert Marcuse, Theodor Adorno, Michel Foucault, Hans Jonas, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Cornelius Castoriadis, Gilbert Simondon, Langdon Winner o Carl Mitcham, entre otros, han visto en la técnica, como lo expresa Josep Maria Esquirol, la esencia de nuestro tiempo, el elemento que mejor expresa el marco y el fondo de la realidad que es la nuestra (2006).

Dos grandes líneas de investigación que involucran a los artefactos técnicos pueden ser diferenciadas en el debate filosófico contemporáneo. La primera se ocupa de la interrogación por el estatuto de lo artificial y su singular papel en la dimensión cognitiva y agencial humana. Esta pregunta ha sido un tema axial para la fenomenología clásica (Heidegger, 1960, Merleau-Ponty, 1985) como para los enfoques postfenomenológicos (Ihde, 2002; 2015; Verbeek, 2005) y la ciencia cognitiva (Hutchins, 1995, Clark, 2003). La segunda se encarga de ciertos aproximaciones presentadas en la última década en el ámbito de la filosofía de la mente y la metafísica de corte analítico. En este caso particular el debate se ha centrado en las relaciones entre conceptos y artefactos (Hilpinen, 1992; 1993; Thomasson, 2007), el papel de las intenciones en la identidad de los objetos técnicos (Baker, 2004; Dipert, 1993) y el problema de la determinación de las funciones técnicas (Millikan, 1984; 1999, Preston, 1998; 2000).

El avance técnico ha otorgado al ser humano un poder sin precedentes, pero esta misma creación lo ha llevado a una situación paradójica: la posibilidad de su propia desaparición. Cuando olvidamos cuál fue la motivación real detrás de la creación técnica, corremos el riesgo de caer en procesos de servidumbre maquínica, de sometimiento a las máquinas (Guattari, 2004). Si descuidamos el equilibrio entre el deseo y la ética, es decir, si no prestamos la debida atención al tan anhelado y prudente término medio entre ambos, ello puede representar el advenimiento de la catástrofe humana. Está claro que todo querer implica una ausencia y que toda voluntad es creadora. Sin embargo, es importante recordar que nuestra capacidad de imaginar es infinita, mientras que nuestra capacidad ética y su actualización práctica es finita. El ser humano no siempre está preparado para anticipar las consecuencias de sus creaciones tecnológicas. La rápida evolución de la tecnología nos enfrenta constantemente a problemas éticos y morales que exigen una reflexión profunda y una guía ética sólida para asegurar un desarrollo tecnológico responsable y sostenible. De lo contrario, corremos el riesgo de perder el control sobre nuestras creaciones, lo que podría llevarnos a un destino incierto e incluso peligroso.

El diagnóstico que filósofos como Anders realizan sobre nuestra situación actual en un mundo tecnificado resalta precisamente la advertencia sobre este desequilibrio ethopoiético. El olvido de la relación entre la creación técnica y el cuidado conduce a un desequilibrio entre la condición ontológica del ser humano, como ser nacido, finito y vulnerable y el desarrollo tecnológico impulsado por la digitalización de la vida y el ascendente papel de la tecnociencia en la sociedad. Este desequilibrio entre ética y creación plantea importantes interrogantes sobre cómo mantener la integridad y la humanidad en un entorno cada vez más dominado por la tecnología. La rapidez del avance tecnológico ha superado nuestra capacidad de comprensión, previsión de consecuencias y adaptación y el énfasis en la eficiencia y el progreso puede conducir a una desconexión con nuestra esencia humana y a una falta de consideración por las implicaciones éticas y morales de nuestras acciones tecnológicas. Por lo tanto, es fundamental restablecer un equilibrio entre la creación técnica y el cuidado ético, reconociendo la importancia de cultivar prácticas que humanicen a la humanidad en un mundo cada vez más tecnológico.

La noción de espacio biográfico en el trinomio creación-ética-cuidado busca abordar un terreno en el que las formas antropológicas clásicas comienzan a entrelazarse y fusionarse. En este contexto, la categoría de valor biográfico adquiere un nuevo protagonismo en la configuración tecnológica que otorga coherencia a las creaciones dentro de la propia vida. La referencia a una tecnología teleológica cuyo fin es la tecnología por la tecnología, al estilo del principio de la estética idealista del arte por el arte, como punto de anclaje es desplazada en favor de diversas estrategias de auto-representación mediadas por el cuidado (Arfuch, 2007, p. 12).

Esta perspectiva reconoce la complejidad de la vida contemporánea, donde las fronteras entre lo personal y lo público, lo físico y lo virtual, se desdibujan. En este espacio biográfico, las personas están constantemente construyendo y reinterpretando sus identidades a través de la interacción con la tecnología y los medios digitales. La ética y el cuidado son elementos ineludibles en este proceso, ya que influyen en cómo nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás y con el mundo que nos rodea. En ello se juega nuestra intimidad (humana) y nuestra privacidad (jurídica).

¿Qué significa esta repentina exaltación de lo banal, esta especie de satisfacción al constatar la mediocridad propia y ajena? Hasta la entusiasta revista Time, pese a toda la euforia con que recibió el ascenso de usted y la celebración del yo en la Web, admitía que este movimiento revela “tanto la estupidez de las multitudes como su sabiduría”. Algunas joyitas lanzadas a la vorágine de Internet “hacen que nos lamentemos por el futuro de la humanidad”, declararon los editores, y eso tan sólo en razón de los errores de ortografía, sin considerar “las obscenidades o las faltas de respeto más alevosas” que suelen abundar en esos territorios (Sibilia, 2008, p. 13).

Sin el itinerario de la autenticidad, como destaca Agustín Domingo, el cuidado puede ser comunicativo o narrativo, pero no generativo (2022, p. 46). Esta es la clave de una creación unida a la voluntad de un cuidado responsable y personalizador, que abarque y valore a las personas en su integridad, tanto en su extimidad como en su intimidad.

Para promover un cuidado integral y conseguir procesos generativos, además de «institucionalizar» el cuidado, debemos cuidar la vida institucional. En este sentido, las instituciones suelen tener mala prensa porque se confunden con simples organizaciones mecánicas y nos olvidamos de su dimensión de valor, reconocimiento y confianza mutua. La vida de las organizaciones, y su dimensión institucional, es un valor en sociedades desvinculadas, mercantilizadas o fragmentadas. Para cuidar la vida institucional es importante hacer significativos los tiempos de las personas. Esto se consigue integrando el tiempo de las personas cuidadas en el tiempo de las personas cuidadoras. Las prácticas de cuidado suponen jornadas compartidas, vidas compartidas e historias de vida comunes. En clave institucional, la Ética del cuidado nos exige pensar bien los espacios de experiencias compartidas y los horizontes de expectativas en los que convergen nuestras vidas (Domingo, 2022, p. 46).

Este horizonte de generatividad que propone Domingo es sumamente importante, porque suele pasarse por alto cuando se aplica la tecnología, la robotización y los procesos que la acompañan a los cuidados. Por ejemplo, en el caso de la enfermería es muy difícil que los robots puedan diseñarse con las mismas cualidades exigibles a los cuidadores. Como sociedad, hay que reconocer que existe un derecho a ser cuidado y un deber de cuidar que no admite excepciones, que afecta a todo el mundo y cuya responsabilidad ha de ser asumida individual y colectivamente (Camps, 2021, 2022). Es fundamental recuperar la interrelación entre la creación, especialmente en su dimensión tecnológica, y los cuidados. Esta dimensión relacional es imprescindible, ya que si se olvida se arriesga poner en peligro los logros alcanzados a lo largo de los siglos. La investigadora española María Ángeles Durán ha conceptualizado el término de ‘cuidatoriado’ a propósito de la sociedad del cuidado y ha señalado que las cualidades del buen cuidado no solo son la atención, la responsabilidad, la competencia y la sensibilidad, sino que hay que ir más allá e incluir la cualidad de “cuidar con” (Domingo, 2022, p. 48). El cuidatoriado es el sector de la población sobre el que recae la carga del cuidado; de modo que no puede haber una sociedad del cuidado sin cuidatoriado.

Si consideramos que los cuidados deben estar en el centro de la vida y de la economía, como seres interdependientes que somos, cuidar los cuidados es un imperativo de primer nivel (Durán, 2018, p. 29). Además de atender las necesidades del otro, el ‘cuidar con’ implica una colaboración basada en la confianza, la solidaridad y la mutualidad. El buen cuidado se convierte así en una virtud cuando no se limita a hacer algo por el otro, sino cuando se hace algo junto al otro, con el otro. No es suficiente con el encuadre intersubjetivo del ‘hacer’, sino que también se debe considerar el horizonte hermenéutico del ser, el estar juntos y el con-vivir, contar o crecer juntos.

4. LA ERA TECNOLÓGICA Y EL QUEHACER HUMANO: ÉTHOPOIÉTIQUE

a) La persistencia de lo orgánico: (des)composición o (re)composición

La persistencia de lo orgánico es un tema central que se desprende de la (des)composición de la forma viva. La vida misma lleva consigo una existencia audaz y singular en la materia, que es paradójica, frágil, insegura y rodeada de amenazas, al mismo tiempo que es finita y estrechamente vinculada a la muerte, como señala Jonas (2017). El ser humano, como parte de este mundo orgánico, habita un cuerpo que es el vehículo de su experiencia y su existencia. Incluso el conocimiento más detallado sobre las conexiones neuronales y los procesos fisiológicos no es suficiente para explicar completamente el pensamiento humano, como han señalado sabiamente Deleuze y Guattari en las conclusiones de su libro ¿Qué es la filosofía? (2006).

El ser humano es mucho más que simplemente la suma de sus partes biológicas; hay una complejidad y una dimensión experiencial que escapa a la comprensión puramente científica. Porque si las grandes ideas, las emociones profundas y los sentimientos más intensos tuvieran una ubicación precisa en el cerebro, con toda seguridad no sería en esos circuitos electrónicos que la informática pretende replicar. Parece mucho más probable que su locus resida en los intersticios, en lo más profundo de las grietas sinápticas, los hiatos, los intervalos y entretiempos de un cerebro inobjetivable, donde penetrar para buscarlos sería crear. Es en ese instante inefable en que el pensamiento se genera en las grietas cerebrales cuando el cerebro se convierte en sujeto, extrapolando su estructura orgánica sin abandonarla por completo. Este argumento de Deleuze y Guattari coincide con la posición de Francisco Varela: el cerebro existe en el cuerpo y el cuerpo existe en el mundo (Sibilia, 2005, p. 96).

b) La confesión humana, inevitablemente humana, de la carne

La búsqueda de nuevos sentidos en la constitución de un nosotros pasa, inevitablemente, por la creación cuidadosa, por crear cuidando. Porque —y esto es esencial— sabemos que no hay posibilidad de afirmación de la subjetividad sin intersubjetividad, ya que el Yo siempre es Tú y el Tú siempre es Yo (Buber, 1982, p. 6) y, por lo tanto, toda biografía, todo relato de la experiencia es, en cierto punto, colectivo, una expresión de una época, un grupo, una generación, una clase, una narrativa común de identidad. Es por esto que la ética, en realidad, siempre tiene un componente político. Esta cualidad colectiva, impresa en la singularidad, es lo que hace que las historias de vida sean valiosas. Es esta cualidad colectiva impresa en la singularidad de las historias de vida, lo que les confiere relevancia. Estas historias son mecanismos de subjetivación que emergen desde el anonimato de las vidas, desplegando sofisticadas tecnologías del yo, que incluyen el cuidado del cuerpo, la mente, los afectos e incluso alcanzan el paroxismo del “uso de los placeres”, retomando la noción de Foucault. Sin embargo, esta búsqueda de cuidado personal puede también convertirse en una caída en el mandato del “estado terapéutico” que sugiere, informa, uniforma, controla, prescribe y prohíbe. En esta compleja trama, que no rechaza la ambigüedad ni la contradicción, es donde quizá podemos comprender mejor las tendencias mediáticas y biográficas contemporáneas (Arfuch, 2007, p. 79).

La noción de ethopoiética [éthopoiétique] aparece repetidamente en los últimos trabajos de Michel Foucault. A veces se escribe con la letra ‘i’ y otras sin ella, como ethopo(i)ética, pero en su obra El uso de los placeres se presenta como ‘etho-poética’. Esta idea surge por primera vez en 1983, en «L’écriture de soi» texto publicado en la revista Corps Écrit en febrero de 1983. La «serie de estudios» de la que habla Foucault había sido inicialmente concebida como una introducción a El uso de los placeres con el título El cuidado de sí. Esta denominación se reservó para una nueva distribución de los elementos del volumen segundo de la Historia de la sexualidad que acabó constituyendo el título del volumen tercero. Mientras tanto se había programado en ediciones du Seuil una serie de estudios más generales sobre la gubernamentalidad con el título de El gobierno de sí y de los otros. Ahora bien, la noción de ethopoiética ya fue introducida en 1982 en su clase en el Collège de France dedicada a La hermenéutica del sujeto. Foucault adopta esta noción de Plutarco y la define en «L’écriture de soi» como la transformación de la verdad en êthos.

En La hermenéutica del sujeto, Foucault arqueológicamente ahonda en la etimología del término ethopoiética y ofrece una definición más esclarecedora, describiéndola como algo que tiene la propiedad de transformar el modo de ser de un individuo. Frédéric Gros en sus notas a la edición de El uso de los placeres en la colección de La Pléiade señala que el verbo êthopoiein se encuentra en la “Vida de Pericles” de Plutarco, donde se utiliza en el sentido de formar las costumbres y, por lo tanto, de transformar el modo ético de ser del sujeto. Esta interpretación fue retomada por los lectores de Foucault.

Arnold Davidson relaciona el saber etho-poético con la idea de un saber práctico, un saber hacer o saber vivir, que Foucault llama a veces un saber espiritual y que Davidson describe como una ascética de sí, noción que ha sido ampliamente utilizada y extendida (2010). Nociones similares como la de poéthique (una combinación de las palabras francesas poétique, que significa “poética” y éthique, que significa “ética”) fueron acuñadas por Michel Deguy y conceptualizadas por Jean-Claude Pinson en el ámbito de los estudios literarios. Desde la óptica que presentan, la poesía se considera como una formación ética de uno mismo, lo que se acerca en cierto modo al sentido del término utilizado por Foucault. Este concepto sugiere que la práctica poética no solo involucra la creación estética, sino que también tiene implicaciones éticas y formativas para el individuo que la practica.

La mención recurrente a Plutarco en los escritos tardíos de Foucault trasciende la mera alusión a la ethopoiética. Este ilustre autor se encuentra también evocado en obras como La vida de los hombres infames, publicada en 1977, donde Foucault delineó su ambicioso proyecto de investigación en los archivos de la Bastilla, continuado posteriormente en colaboración con Arlette Farge desde 1979. De igual manera, la concepción y publicación de la colección Vidas paralelas en 1978 puede ser interpretada como una manifestación más de la influencia plutarquiana en su enfoque historiográfico. La relevancia que Foucault concede a Plutarco en su fase tardía es notable. No se limita a ser un mero punto de referencia en el vasto repertorio de autores grecolatinos, sino que emerge como una figura central que nutre y cataliza su pensamiento. Más que un mero mentor intelectual, Plutarco sirve como un anclaje conceptual para las incursiones foucaultianas sobre la ética, la formación subjetiva y la investigación histórica. Edouardo Machado sugiere que la elección de Plutarco como referencia de la Antigüedad y como filósofo ecléctico es estratégica (2015). Se puede considerar a Plutarco, por lo tanto, como un punto crucial en el trayecto intelectual de Foucault, similar al momento cartesiano con el que Foucault abre su clase sobre La hermenéutica del sujeto. En el marco del pensamiento genealógico de Foucault sobre las prácticas de sí el momento plutarquiano podría entenderse como una etapa en la que la escritura de las vidas se entrelaza con la cultura de sí, dando lugar a una práctica de escritura que articula reflexiones éticas y críticas, formación política y gestos estéticos.

CONCLUSIÓN

Así pues, hemos realizado un recorrido marcado por la pregunta acerca de qué puede y debe hoy hacer la filosofía analizando la característica plasticidad del ser humano y su fuerza con respecto a la orientación de la actualidad de las tecnologías y dispositivos digitales. Con ello, se ha elaborado una interpretación biocultural y humanista del concepto de técnica que es capaz de considerar e integrar de manera adecuada sus aspectos relacionados con el habitar y el cuidar y que, además, resulta aplicable al contexto de los sistemas contemporáneos. Dicha búsqueda se ha establecido a partir de un recorrido: la estructura interna del acto humano, el poder en las formas de vida, y un análisis del desequilibrio ethopoiético en el que se encuentra el ser humano ante su creación maquínica. En la medida en que estas consideraciones han dado y dan forma a buena parte de los problemas del debate contemporáneo, el objetivo principal de esta meditación sobre la técnica, la ética y la creación ha sido reconstruir y evaluar críticamente sus aportes y limitaciones.

En el horizonte de la cultura del presente en su concepción antropológico-semiótica esas tendencias de subjetivación y autorreferencia —esas “tecnologías del yo” y del “sí mismo”, como diría Foucault (1990)— están impregnadas por las tecnologías digitales, tanto los hábitos, costumbres y consumos como las producciones mediáticas, artísticas y literarias. Consecuentemente, el afianzamiento de un poder vivir bien se cifra en la capacidad que tenga el ser humano actual, el ser humano capaz de estar a la altura de los tiempos que vive para determinar el camino de las nuevas tecnociencias, aquellas que apuntan a la hibridación del ser humano y manipulación de sus genes con la vocación fáustica de superar sus limitaciones naturales.

El punto central de la cuestión yace en la configuración de una relación armónica, humanística, ajustada con la tecnología, de manera tal que esta nos capacite para edificar un proyecto vital genuino, despojado por completo de la simple servidumbre hacia lo mecánico en nuestra era. Sin una profunda meditación sobre esta coyuntura y la respuesta que demanda del ser humano nos hallamos ante un desconcertante panorama en el que toda la portentosa potencialidad de nuestra técnica parece vacua, cuando, en realidad, debería ser justamente esta la que nos conceda la libertad para manifestarnos plenamente como personas.

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1Investigadora Predoctoral FPU, Departamento de Filosofía, Facultat de Filosofia i Ciències de l’Educació, Universitat de València. Avda. Blasco Ibáñez, nº.30, 46010 Valencia. Correo institucional: carlota.gomez@uv.es Este artículo es resultado del Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo “Ética cordial y democracia inclusiva en una sociedad tecnologizada” (ETICORDIAL), con referencia PID2022-139000OB-C21, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación y la Agencia Estatal de Innovación.