ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN
DE SÓCRATES Y LA FILOSOFÍA COMO ARTE DE VIVIR A LA PRÁCTICA FILOSÓFICA
FROM SOCRATES AND PHILOSOPHY AS AN ART OF LIVING TO PHILOSOPHICAL PRACTICE
Inmaculada Cotanda Ricart1
Fechas de recepción y aceptación: 28 de junio y 9 de noviembre de 2023
DOI: https://doi.org/10.46583/scio_2023.25.1122
Resumen: Este artículo se centra en presentar una nueva forma, aunque paradójicamente antigua, de entender la filosofía. Se trata de la filosofía como arte de vivir, cuyo ejemplo paradigmático lo encontramos en la figura socrática, aquel personaje enigmático del siglo V a. C que impactó a la humanidad no tanto por su obra como por su vida y su forma de filosofar. En este artículo, trataremos de comprender tanto el significado como el valor de su filosofía, partiendo de la revitalización que ha hecho de la misma el historiador Pierre Hadot. Finalmente, veremos cómo el movimiento internacional contemporáneo de la Práctica Filosófica se abre paso en nuestra actualidad con el fin de recuperar este espíritu socrático con el que nació la filosofía.
Palabras clave: Sócrates, filosofía, autoconocimiento, arte de vivir, diálogo, Práctica Filosófica.
Abstract: This article focuses on presenting a new, though paradoxically old, way of understanding philosophy. This is philosophy as an art of living, the paradigmatic example of which can be found in the Socratic figure, that enigmatic character from the 5th century BC who had an impact on humanity not so much for his work than for his life and his way of philosophising. In this article, we will try to understand both the meaning and the value of his philosophy, on the basis of the historian Pierre Hadot’s revitalisation of it. Finally, we will see how the contemporary international movement of Philosophical Practice is making space in our times in order to recover this Socratic spirit with which philosophy was born.
Keywords: Socrates, philosophy, self-knowledge, art of living, dialogue, Philosophical Practice .
INTRODUCCIÓN
Y tú, aunque aún no seas Sócrates, debes vivir queriendo ser como Sócrates (Epicteto, Manual 51).
Hay épocas en la historia de la humanidad en las que surgen grandes personalidades que poseen una gravitación histórica de tan amplitud y profundidad que han llegado a determinar la condición humana. Ese fue el caso de la época comprendida entre los siglos IV y V a. C. ya que en lugares alejados como Grecia, China y la India, surgieron “hombres decisivos”, tal y como los denomina Karl Jaspers, quien se refiere a Buda, Sócrates y Confucio, a quienes tiempo después se sumaría también Jesús, y que han marcado la historia más que por sus obras –prácticamente ninguno de ellos escribió nada a excepción de Confucio– por su vida y por la esencia de su personalidad.
A uno de esos “hombres decisivos” es al que vamos a acercarnos en el presente artículo: se trataría de aquel hombre ateniense al que le tocó vivir una época turbulenta marcada por grandes momentos, tanto de gloria como de infortunio, que determinarían el destino de aquella ciudad y también el de aquel hombre que dejaría una huella imperecedera entre sus coetáneos, y gracias a ellos, en toda la tradición del pensamiento occidental. Se trata de Sócrates, el hombre desconcertante y “atópico”, del que se sabe más bien poco, puesto que, al no escribir nada, tan solo podemos acudir para conocerlo a aquellos testimonios que nos han quedado sobre él.
A lo largo del tiempo han sido numerosos los intentos de analizar de forma rigurosa las principales fuentes que nos han llegado sobre este personaje enigmático, siempre con el objetivo de aproximarse, aunque sea con la distancia del tiempo, al “Sócrates histórico”. Dos de las fuentes principales para su conocimiento han sido Platón, el filósofo poeta considerado como su gran discípulo que quiso hacerle protagonista de sus diálogos, y Jenofonte, el guerrero aristócrata y culto, que si bien falto de impulso filosófico, nos presenta a un ciudadano ejemplar por su conducta moral e intachable. Además, como fuentes primarias también deben tenerse en consideración tanto el retrato caricaturesco que se nos presenta en la comedia aristofánica Las nubes, como las pequeñas referencias que hace Aristóteles en su obra con el fin de tomarlo como aval de sus propias doctrinas personales.
Esta búsqueda que ha dado lugar a la llamada “cuestión socrática”, y que ni aún hoy ha dejado de existir, ha ido dejando numerosas hipótesis e interpretaciones a lo largo de la historia. Se nos ha presentado a un Sócrates místico, metafísico, escéptico…, pero la pregunta siempre continúa presente: ¿Quién fue exactamente Sócrates? ¿Cuál fue su legado? ¿Qué es lo que le hizo pasar a la posteridad aun sin escribir absolutamente nada? Y siempre nos queda el mismo silencio ya que del filósofo solo podemos estar ciertos de nuestra ignorancia. Ponernos a hablar de él sentenciosamente, yendo más allá de los pocos datos claros que tenemos, equivale a asumir siempre una interpretación. Por tanto, si pretender llegar al Sócrates histórico parece que nos va a abocar irremediablemente al escepticismo, cuya razón tal vez se encuentre en la complejidad de su actitud y de su personalidad, tal vez debamos contentarnos con llegar, mediante fuentes de estudio fiables, a presentar a nuestro propio Sócrates. Y puede que esto no sea ningún inconveniente, cuando lo que realmente ha tenido una influencia en la posteridad no ha sido tanto ese Sócrates histórico, sino la imagen que de él y de su filosofía se ha ido formando.
En el presente artículo se pretende, en consecuencia, no tanto retratar al Sócrates histórico como realizar una aproximación a esa figura cuya influencia marcó a la primera generación de sus seguidores, las así llamadas “escuelas socráticas”. Ya no se tratará de aquella figura que durante bastante tiempo marcó el paradigma socrático y que retrataba al ateniense como fundador de teorías filosóficas, en especial del pensamiento conceptual, por lo que fue duramente criticado por autores como Nietzsche. Más bien, y dejando a un lado estas interpretaciones platónicas o aristotélicas, que nos presentan a un Sócrates racionalista, nos centraremos en estudiar aquella figura que inició en la tradición antigua una nueva forma de entender la filosofía, a saber: la filosofía como forma de vida.
A pesar de las imágenes diversas que nos presentaron las distintas escuelas socráticas acerca de la figura de Sócrates, resaltando cada una de ellas un rasgo de su complejo carácter, lo cierto es que todas coincidieron en la manera de concebir la filosofía: “no identificaron la filosofía con el discurso filosófico; más bien subsumieron este último dentro de la perspectiva general de una preocupación por el modo de vivir” (Hadot, 2006: 12). Así, este artículo girará en torno a la presentación de la figura socrática dentro del paradigma del pensador comprometido con una concepción vital de su actividad filosófica, y que toma su base en los estudios realizados sobre la filosofía antigua por el historiador Pierre Hadot. Partiendo de los diálogos socráticos escritos por Platón, pero acudiendo a otros diálogos posteriores o a otras fuentes que nos permitan complementar dicha imagen, se presentará la figura de Sócrates, cuál fue su legado y el sentido del mismo, así como la relevancia que tiene para nuestro presente con el nacimiento del movimiento internacional de la Práctica Filosófica, que supone una recuperación del espíritu socrático en nuestros contextos actuales.
1. LA UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA
Lo honesto [lo íntegro o veraz] es útil, y no hay nada útil que no sea honesto […] Mas lo que propia y verdaderamente se llama honesto se encuentra solamente en los sabios (Cicerón, Los deberes 3, 11. 13).
Si queremos adentrarnos en la filosofía de aquel hombre del que sabemos que vivió dialogando con sus conciudadanos atenienses, que fue condenado a muerte por el estilo de vida que llevaba a la edad de setenta años y que nunca llegó a escribir nada, tendremos que conocer antes cuál es la importancia y el sentido de su legado. Con este fin, necesitaremos realizar todo un recorrido por la evolución intelectual, y por ello filosófica y espiritual, que le acabó conduciendo finalmente a la toma de conciencia de aquella misión por la que se encontraba en Atenas. Solo esto nos ayudará a delimitar cuál era su forma de entender la filosofía y qué valor le atribuía para acabar dedicando gran parte de su vida, incluso su muerte, a esta actividad.
En su primera etapa de vida, cuando contaba con veinte años, Sócrates se sentía fuertemente atraído por la investigación de la naturaleza, teorías que en esos momentos tenía a su alcance puesto que estaban cristalizando las oposiciones entre las teorías occidentales y orientales en diversos temas, y era el principal interés de muchos pensadores de la época. Sin embargo, según se nos cuenta en el pasaje autobiográfico del Fedón, Sócrates no tardaría en desencantarse y considerar que era “incapaz del todo para tal estudio” (Platón, Fedón 96c), y por ello, a comenzar a trazar una línea de investigación y un método propio.
El por qué de este cambio de actitud es lo que interesa ahora responder, y para ello, podemos acudir primeramente a algunos pasajes de los Recuerdos de Sócrates donde Jenofonte nos muestra, entre otros aspectos, el carácter eminemente utilitario de Sócrates que veía la inutilidad de dedicarse a los asuntos naturales, por ser irrelevantes para el ser humano, por no proporcionar conocimientos estables y ser contradictorios, por no ser de utilidad práctica y por disgustar a los dioses (Recuerdos de Sócrates 1, 1, 12-16). Además, en otro pasaje Jenofonte muestra, en esta línea, la visión utilitaria que Sócrates tenía de la ciencia al defender que hay que saber la suficiente geometría como para “medir correctamente un trozo de tierra, tomar posesión de ella, transmitirla, repartirla, justificar la renta”, pero no ocupar la cabeza con “figuras incomprensibles” (Recuerdos de Sócrates 7, 2-3). Pero tal y como refleja el mismo Jenofonte, su actitud no era la del menosprecio de la ignorancia pues nos dice que “sin embargo, tampoco era un ignorante en estos temas” (Recuerdos de Sócrates 7, 5). De hecho, estudió teorías vigentes sobre el origen de la vida, fisiología, psicología, astronomía y cosmología, y se hizo gran conocedor de las mismas, aunque nunca las hizo públicas.
Si volvemos al pasaje autobiográfico del Fedón, Sócrates cuenta que si se sintió fuertemente atraído por la filosofía natural, fue debido a ese espíritu que le hacía indagar en la pregunta del “por qué” de las cosas, que no era exactamente el mismo que movía a los científicos. Mientras que en aquella época las investigaciones físicas consistían en averiguar cómo el mundo vino a constituirse en la forma tal y como nosotros lo conocemos, centrándose en el pretérito, Sócrates tenía un profundo interés en conocer cuál era el fin de la existencia, en preguntarse por qué tenía que haber un mundo como este, y por qué teníamos que estar en él. Por lo que en definitiva pensaba:
“que investigar el origen y la materia última del universo, la composición y los movimientos de los cuerpos celestes, las formas de la tierra o las causas del crecimiento y de la decadencia naturales, era de menos importancia que comprender lo que significaba el ser humano y con qué finalidad se encontraba en el mundo” (Guthrie, 1969: 397).
Además, Sócrates cuenta cómo a pesar del escepticismo general que ya acuciaba en él cuando se dedicaba a la investigación natural, aún presentó algunas esperanzas al leer un libro de Anaxágoras donde le pareció encontrar una revelación, ya que afirmaba que la razón “es la causa de toda ley y orden natural, de igual manera que es la causa del orden y coherencia de la acción humana” (Taylor, 1961: 52). Pero si bien Sócrates quería ver en ella una respuesta teleológica que viera en el universo, al igual que en la vida humana conducida propiamente, la encarnación de un plan inteligente, se llevó una decepción también en la respuesta. Cada detalle de la vida, tanto en lo que concierne al universo como al ser humano no aparecía gobernado por la razón, como si esta les pusiera dentro de un sistema en el lugar que fuera mejor para cada una de ellas, sino que por el contrario, esta se consideraba como un compendio más dentro de los detalles de las teorías físicas. Las explicaciones eran materiales y mecánicas, y la inteligencia por ello no ocupaba lugar alguno en ellas. Esto fue lo que de forma definitiva le hizo abandonar estas investigaciones y adentrarse en un objeto y métodos nuevos de investigación: “Sócrates dejó la ciencia por la ética, el estudio de la naturaleza por la consecución de los principios prácticos” (Guthrie, 1969: 404).
Con Sócrates la filosofía alcanzaría un momento decisivo, daría el paso desde el pensamiento más especulativo al más comprometido con la problemática del ser humano. Podríamos acudir a lo dicho por Cicerón de que: “Sócrates fue el primero que hizo descender la filosofía del cielo, la colocó en las ciudades, la introdujo también en las casas, y la obligó a ocuparse de la vida y de las costumbres, del bien y del mal” (Cicerón, Tusculanas 5, 4, 10). Sin embargo, hace falta hacer una observación aquí. En el contexto en el que este giro práctico fue dado por la filosofía de Sócrates, ya estaba el movimiento sofístico circulando por la ciudad de Atenas. Si esto es así, habrá que precisar en qué sentido para Cicerón, que sin duda alguna conocía dicho movimiento, quiso considerar a Sócrates y no a los sofistas como merecedor del nombre de “filósofo”.
En el momento histórico en el que surge el movimiento sofístico, Atenas se encuentra en su época “ilustrada”. Pericles, como buen estratega, ha conseguido que la ciudad ateniense, con su poderío marítimo y con una buena administración democrática, se haya colocado al frente de Grecia, tanto por su riqueza económica, como política y cultural. Se trata de una época esplendorosa en la que surgen grandes personalidades como el filósofo Anaxágoras, el artista Fidias, los historiadores Heródoto y Tucídides o grandes tragediógrafos como Sófocles y Eurípides. Pero también será la época en que entren en escena en la ciudad ateniense figuras brillantes como Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico, etc., que aprovecharán el momento tanto económico como político de la democracia de Pericles donde puesto que todo ciudadano tenía la oportunidad de subir al poder, era necesaria una educación en la excelencia de la palabra y el pensamiento ya que estas serían las únicas armas que permitirían el triunfo en los asuntos públicos, para presentarse “como eficaces profesores de esa excelencia (areté) al servicio de quienes desearan ejercitarse en las ideas y los discursos y triunfar en la vida política” (García Gual, 1987: 38.). Cobrando en algunos casos bastante dinero por ello lo cual sería fuertemente criticado por Sócrates, y con posterioridad, por Platón y Jenofonte, que los calificarían de traficantes y tenderos de sus conocimientos (Recuerdos de Sócrates 1, 6, 13).
Se puede afirmar, por tanto, que hubo un cambio de interés a nivel general en el siglo V a. C. Tanto los sofistas como Sócrates serán conscientes de la problemática sociocultural de la época en la que viven, y por ello, estarán de acuerdo en que hay una necesidad de programar una nueva sabiduría, centrada en el ser humano, que hiciera frente a la crisis de la tradición griega. Pero la respuesta que dará cada uno de ellos será diferente, y desde esa distancia se perfilará la silueta paradójica de Sócrates y su actuación filosófica singular, reivindicando para sí el calificativo de filósofo, de posible origen pitagórico.
Si bien por el método que emplea, Sócrates se distingue de los filósofos que le habían precedido y se aproxima a los sofistas, presentará una actitud mucho más exigente que le alejará también de estos últimos. Sócrates aceptaba, tal y como decían los sofistas, que existe un ámbito donde las cosas, actividades o estados tienen su propio ámbito limitado de utilidad. Todo depende para qué fin se utilice, todo es bueno y malo, feo y hermoso “pues todas las cosas son buenas y hermosas para el fin al que convienen” (Recuerdos de Sócrates 3, 8, 7). Es por ello que en este ámbito se puede afirmar la existencia de una utilidad instrumental o extrínseca, en la medida en que aquellas cosas, actividades o estados que se rijan bajo este esquema, no poseerán un valor en sí mismo sino en función de aquellos resultados prácticos que posibilitan. Pero aunque Sócrates era consciente de este hecho, divergirá de los sofistas, ya que si ellos entendían que los medios para alcanzar determinados fines dependían de la opinión de cada cual, para Sócrates estaban determinados de manera objetiva, y solo los expertos podrían alcanzarlos, nunca los ignorantes. Entonces, dentro del ámbito organizado bajo el esquema medio-fines, las cosas buenas podrían ser organizadas jerárquicamente: de tal manera que las armas y el equipo adecuados proporcionarían a los soldados los medios adecuados para llevar a cabo una lucha; pero luego vendría la necesidad de nuevos medios con tal de conseguir la victoria, como por ejemplo unas buenas tácticas y estrategias; igualmente, si por fin se consiguiera la victoria soñada, aún quedarían por determinar nuevos objetivos y sus respectivos medios para lograrlos. Quedarían preguntas del tipo: ¿cómo hay que tratar al que fue enemigo y cómo se ha de ordenar el país para que la victoria dé lugar a una vida pacífica, próspera y feliz?
Sócrates era consciente de que los seres humanos viven sus días “ideando medios para cumplir fines determinados, sin formularse la pregunta de si merece la pena vivir por ellos” (Cornford, 1980: 33). Pero justamente el problema moral que guiaba la búsqueda socrática era el de preguntarse por cuál era el fin que tenía que guiar en última instancia las acciones de los hombres, se trataba de un planteamiento teleológico, cuya pregunta fundamental era: ¿existe algún fin que sea infaliblemente beneficioso que nos acabe conduciendo a la felicidad?
Para responder a esta pregunta Sócrates indagará cuál es ese fin último que acabará por coronar esa jerarquía de medios-fines que apuntaban siempre a un fin ulterior. Esto se corresponderá con su gran descubrimiento, que marcará toda una revolución para la historia del pensamiento, ya que determinará un antes y un después en la comprensión del ser humano. Tal y como comentábamos, la desilusión con el papel que le otorgaba Anaxágoras a la razón, le hizo alejarse de dichas investigaciones para centrarse en otras donde la psyche adquirirá un papel fundamental. Entenderá que, al igual que todo el universo está gobernado por la razón, conforme a un plan inteligente en el que todo se dispone de acuerdo con el fin para el que está diseñado, lo mismo sucede en el ser humano, cuya esencia y función están íntimamente relacionadas. Sócrates afirmará que lo más específico del ser humano es la psyche, un concepto usado por la tradición a la que le dará un nuevo sentido revolucionario; dejará de ser un fantasma que se inhala y exhala para pasar a ser la sede de la inteligencia y de la conciencia moral, constituyendo el carácter de la persona. Sócrates no nos presenta ninguna doctrina, ni psicológica ni psicofísica del alma, apenas nos dice que es “lo que está dentro de nosotros, sea lo que fuere, en virtud de lo cual se nos dice sabios o necios, buenos o malos” (Taylor, 1961: 115), con ello la saca del ámbito religioso y científico, y la introduce en la filosofía.
Este descubrimiento tendrá un impulso decisivo al tomar plena consciencia, tras su crisis intelectual, de cuál era la misión que tendría que cumplir hasta su muerte. Un momento decisivo en este proceso fue la consulta realizada por su amigo Querefonte al oráculo de Delfos, el cual consideró a Sócrates como el más sabio entre los hombres. Sócrates, que partía desde la docta ignorancia del “solo sé que no sé nada”, quedó sumido en una invencible aporía, pero antes que dudar de las palabras del dios Apolo, pensó en averiguar cuál podía ser el sentido de aquellas palabras. Con el fin de resolver el misterioso oráculo se embarcó en una investigación que le llevó al interrogatorio de aquellos que supuestamente habrían de ser los más sabios dentro de sus respectivas clases sociales (Apología; 21c- 22e). Tras estos interrogatorios se dio cuenta de la verdad que escondía tal oráculo, ya que ninguno de aquellos hombres poseía verdaderamente la sabiduría. Si él era considerado como el más sabio no era porque supiera aquello que otros desconocían, sino que muy por el contrario se debía a que él al menos no creía saber lo que no sabe, y por ello aventajaba en la búsqueda de lo bueno y de lo justo. Acogiéndose a este mensaje y a la máxima del oráculo de Delfos, que sentenciaba “conócete a ti mismo”, Sócrates entenderá que su deber para con su ciudad será el de hacer conscientes a los hombres de esa ignorancia que los alejan del conocimiento de sí mismos, y con ello de la verdadera virtud y sabiduría.
De acuerdo con ese planteamiento eminentemente práctico donde igualaba el realizar la función propia –la virtud– con lo bueno, y por ello, con lo útil, nos encontraremos ya en el ámbito de los últimos fines, que Sócrates relacionará lo máximamente útil con “la suprema o universal excelencia que nos capacitará a todos nosotros, cualquiera que sea nuestra profesión, oficio o situación, a vivir el tiempo de la vida humana del mejor modo posible” (Guthrie, 1969: 442). Esto se corresponde con el cuidado, a través del autoconocimiento, de aquella parte más elevada del ser humano, el alma. Este cuidado nos conducirá al conocimiento de aquellos fines que nos son propios, a nuestra virtud en tanto que seres humanos, y con ello a la felicidad, pues nos hará vivir con la mayor libertad y plenitud posibles. La filosofía es una actividad libre que compete a la dimensión más elevada del ser humano, “aquella que también es libre y que le dota de cierto dominio sobre los aspectos de sí mismo y de la vida condicionados por la necesidad, por las urgencias utilitarias de la vida” (Cavallé, 2019: 36).
Ahora nos podemos preguntar si esta filosofía dedicada al cuidado del alma que nos presenta Sócrates, podemos calificarla realmente como útil, o si por el contrario estaríamos contradiciéndonos en tanto que es una actividad libre no supeditada a ningún fin en concreto. Claramente la filosofía por su propia naturaleza no se ajusta a la dinámica utilitarista (medio-fin). Es por ello que cuando Sócrates veía cómo los sofistas utilizaban la dialéctica poniéndola al servicio del éxito, lo conveniente y utilitario de la existencia, no podía sino sentirse horrorizado ya que el fin último de esa dialéctica, de esa búsqueda incesante, había de ser la verdad en sí. Los sofistas más que filósofos podían ser calificados de pseudofilósofos en tanto que pretendían “poner la filosofía a su servicio -no ellos al servicio de la filosofía-” (Cavallé, 2007: 26). Sócrates, en cambio, sí se pondrá al servicio de la filosofía durante todo el resto de su vida. Como afirma Jenofonte:
“siempre conversaba sobre temas humanos, examinando qué es piadoso, qué es impío, qué es bello, qué es justo, qué es injusto... y sobre cosas de este tipo, considerando hombres de bien a quienes las conocían, mientras que a los ignorantes creía que con razón se les debía llamar esclavos” (Recuerdos de Sócrates 1, 1, 16).
Incluso llegaría a morir por la misma filosofía, afirmando que aunque le dejaran con vida, jamás dejaría Atenas, ni la misión que le encomendó el dios Apolo de exhortar a sus conciudadanos atenienses a la filosofía, a cuidar más aquello que son que aquello que tienen. Sin embargo, aunque no se ajuste a esa dinámica medio-fin por su propia naturaleza, y por tanto, no podamos hablar en términos estrictos de una actividad instrumentalmente útil, aun así no podemos descartar que dicha filosofía posea algún tipo de utilidad, pues justamente dejó los asuntos celestes por considerarlos de menor utilidad. Además, como afirma Jenofonte con motivo de su muerte:
“nadie había vivido una vida mejor ni más placentera ni más agradable que él; porque los que mejor viven son los que hacen mayores esfuerzos para ser lo más buenos posibles, y los que viven con más placer o más agradablemente son aquellos que son más conscientes de que están progresando en bondad” (Recuerdos de Sócrates 4, 8, 6).
No parece que sea una actividad desprovista de utilidad cuando el hombre que dedicó gran parte de su vida e incluso su muerte a la misma, vivió con toda la libertad y autenticidad de la que solo unos pocos sabios disfrutan. El problema de esta aparente situación sin salida se encuentra en lo estrecha y banal que es nuestra concepción cotidiana de utilidad que necesariamente habremos de ampliar si no queremos caer en la falacia de libertad versus utilidad (Cavallé, 2019: 29). Y es que si la palabra “útil” significa aquello “que puede servir o puede aprovechar en alguna línea” habremos de hablar de dos tipos posibles de utilidad. Por una parte está la instrumentalmente útil, que ya hemos visto, y que correspondería con aquellas actividades que se mueven dentro del ámbito de medios-fines; pero por otra parte existiría otro tipo de utilidad, una “utilidad superior” o “intrínseca”, en la medida en que no se ajusta a ningún fin ulterior, el fin es ella misma, y por ello mismo no es sustituible. En aquellas actividades “donde el medio y el fin se identifican se produce la vivencia de una profunda sensación de plenitud y sentido” (Cavallé, 2019: 32). Es así como la filosofía entendida como contemplación desinteresada de la verdad se convierte en una actividad máximamente útil, imprescindible para nuestra vida, ya que nos transforma y nos libera permitiéndonos ser en plenitud. En esto consiste la filosofía como arte de vivir, que se encarna en la figura del sabio, que supuso para toda una generación posterior de pensadores y de escuelas una oportunidad para defender al unísono la filosofía como forma de vida, tal como Sócrates expresó en su filosofía, en su vida y en su muerte.
2. LA FILOSOFÍA COMO FORMA DE VIDA
[Sócrates] es el primer filósofo de la vida y todas las escuelas que parten de él son fundamentalmente filosofías de la vida. ¡Pero una vida dominada por el pensamiento! El pensamiento que está al servicio de la vida; mientras que, en todos los primeros filósofos, la vida servía al pensamiento y al conocimiento; aquí el objeto es la vida correcta; allí, el conocimiento superior. Así, la filosofía socrática es absolutamente práctica: es enemiga de cualquier conocimiento que no esté relacionado con consecuencias éticas (Nietzsche, 2003: 168).
A pesar de ser un gran crítico del racionalismo socrático, Nietzsche nos presenta en el pasaje anterior a un Sócrates comprometido con la vida, al que caracteriza incluso como el primer filósofo de la vida. A partir de estas reflexiones, vamos a plantear en este apartado, y siguiendo al historiador de la filosofía antigua Pierre Hadot, una lectura de Sócrates y de su forma de entender la filosofía.
El trabajo socrático tomará comienzo cuando cobre plena conciencia de su misión en la ciudad ateniense. Tal y como hemos visto, el momento decisivo se producirá al interpretar aquellas palabras del oráculo de Delfos que lo consideraban como el más sabio entre los hombres. Tras un tiempo de investigación, interrogando a aquellos hombres, que supuestamente bajo la concepción de la sabiduría tradicional eran considerados sabios, se dio cuenta de cuál era el sentido oculto de aquellas palabras del oráculo. Sócrates no era más sabio por conocer mejor aquello que otros hombres ignoraban, no se trataba de un saber erudito de acumulación de conocimientos, sino muy por el contrario, podía considerarse más sabio ya que al menos él no creía saber lo que en verdad no sabía. El mensaje del oráculo estaba afirmando, por tanto, que “el más sabio de los seres humanos es aquel que sabe que no vale nada en lo que se refiere al saber” (Hadot, 1998: 38). A partir de este mensaje transmitido a través del oráculo junto con la máxima délfica del “conócete a ti mismo”, a la que Sócrates desde hacía tiempo atrás le había estado prestando atención, entendió que el dios Apolo le estaba encomendando una misión y que esta consistía en “hacer que los demás hombres tomen conciencia de su propio no saber, de su no sabiduría” (Hadot, 1998: 38). Es decir, la tarea de ahora en adelante para Sócrates sería exhortar a sus conciudadanos, tal y como lo expresa en su discurso de la Apología, al examen de su propia vida, al conocimiento propio:
“Mi buen amigo… ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?” (Platón, Apología 29d-e).
Si hasta ahora sus conciudadanos atenienses habían pasado el tiempo prestando más atención a los bienes externos, como a la fama y al honor, se trataba ahora de incitarlos al cultivo de la propia interioridad, indagando en aquellos valores que guiaban sus vidas y que muchas veces ignoraban.
Sócrates jamás se consideró padre de ninguna doctrina como tampoco lo haría de ningún discípulo. Su posición humilde –“solo sé que no sé nada”–, que contrastaba con la arrogancia sofística de aquellos hombres que se creían expertos poseedores de la sabiduría, le llevaría a presentar una forma de “enseñanza” novedosa en la que la posición del maestro no tendría lugar alguno. Siendo esto así, de acuerdo con su posición de la docta ignorancia, podemos preguntarnos por el papel que podría jugar entonces Sócrates en su método de “enseñanza”, si resulta que nada puede enseñar, puesto que él nada sabe. Sócrates encontró el papel que mejor se le ajustaría a su misión tomando como modelo el arte que su madre, la comadrona Fenarete, ejercía con las mujeres a punto de dar a luz. Se trataba del arte de partear (mayéutica) que, si bien su madre lo aplicaba en los cuerpos de las mujeres, él lo aplicaría sobre las almas de aquellos hombres que se encontraran a punto de alumbrar alguna verdad. Y es que al igual que una comadrona ayuda simplemente a través de una guía a que la mujer dé a luz por sí misma al hijo que lleva dentro, a Sócrates, que es estéril en sabiduría, y por ello no tiene nada que decir y ninguna tesis que defender, solo le queda ayudar a que el mismo interlocutor descubra aquella verdad que esconde en su interior. Como el mismo Sócrates afirma en el Teeteto, “la causa de ello es que el dios me obliga a asistir a otros pero a mí me impide engendrar” (Platón, Teeteto 150c).
Visto así solo le queda con el fin de ser esa guía que acerque a otras almas a descubrir las verdades latentes en su interior, el papel del incansable interrogador que cuestiona sin jamás aportar ninguna respuesta. El testimonio más brillante que poseemos acerca de las extraordinarias conversaciones que Sócrates mantenía con individuos de todas las edades y clases sociales lo encontramos en los diálogos platónicos del primer período, donde se hace un reflejo más fiel de lo que pudieron ser sus diálogos y el sentido profundo de los mismos. En estos diálogos es posible apreciar tanto una dimensión formal-racional como personal-vital, y aunque, como se verá, ambas tengan un papel importante en la misma, siempre quedará inmersa la primera sobre la segunda.
Así, el diálogo socrático da comienzo con el mecanismo de la ironía socrática, gracias a la cual Sócrates se desdoblará en dos y conseguirá a su vez “cortar” en dos a su acompañante. Si bien Sócrates conoce cuál será el camino al que conducirá dicho proceso de refutación, que no es otro que a la toma de conciencia de su no sabiduría, gracias a su famosa ironía acogerá la actitud de aquel que, sabiendo que no sabe nada, quiere que el otro, que afirma con orgullo saber, le confiese su sabiduría y que por ello aceptando su mismo punto de partida no sabe cuál será el camino a seguir tras su respuesta. Mediante esa actitud de ingenuidad con la que se dirige a sus interlocutores, Sócrates no tratará de ocultar ninguna verdad dogmática, ni tampoco será un mero ocultarse, más bien consistirá en “fingir querer aprender algo de su interlocutor para llevarlo a descubrir que no conoce nada en el campo en que pretende ser sabio” (Hadot, 1998: 39).
El método socrático consiste en un recorrido conjunto en el que Sócrates, partiendo de la primera definición aportada por el interlocutor, procederá a su cuestionamiento con tal de extraer todas las consecuencias que la misma implica. Durante este proceso se hace patente esa dimensión más formal y racional, en tanto que la indagación socrática queda bajo el completo control de los requerimientos del logos. Así, no es Sócrates mismo el que dictamina cuál ha de ser el curso a adoptar por la argumentación, sino que es la razón, que se expresa en la búsqueda de la verdad, la que en todo momento opera de árbitro que dictamina la validez o no de lo dicho en los discursos.
En los diálogos de Platón vemos cómo se nos presenta a la razón como aquella voz imparcial y rectora del diálogo. Sócrates, que se dirige a su interlocutor acabado de refutar, le dice: “me parece que esta reciente conclusión de nuestros razonamientos, como un ser humano nos acusa y se burla de nosotros, y si tuviera voz, nos diría: ¡sois absurdos, Sócrates y Protágoras!” (Platón, Protágoras 361a). En el Banquete tras refutar a Agatón a propósito de la naturaleza del amor, leemos: “Yo, Sócrates –dijo Agatón–, no podría contradecirte […]-En absoluto –replicó Sócrates–; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir; ya que a Sócrates no es nada difícil” (Platón, Banquete 201c). Las preguntas insistentes de Sócrates irán llevando a nuevas respuestas de su interlocutor, que finalmente acabarán siendo articuladas en una respuesta final que aparecerá como contradictoria respecto a la primera, y que conducirán al interlocutor a un estado de duda y perplejidad.
Mediante la ironía Sócrates fingirá aprender algo de su interlocutor, pero aunque parezca que se identifique y se entregue completamente a su argumentación, en realidad es este último el que de forma inconsciente se entregará a la argumentación de Sócrates identificándose con él, que es aporía y duda. Tal y como decíamos a propósito de la esterilidad de Sócrates, al final del proceso el interlocutor no ha podido aprender nada, ni siquiera conoce bien esa nada del todo, pero lo realmente importante es que
“durante el tiempo que ha durado la discusión ha experimentado lo que se supone como la actividad del espíritu, o mejor todavía, se ha convertido en el propio Sócrates, es decir, en su interrogación, su cuestionamiento, su disminución en relación consigo mismo, y finalmente por tanto, en su consciencia” (Hadot, 2006: 88).
Aquí se nos hace patente un hecho y es que no se trata de un ejercicio abstracto, especulativo, basado en la evaluación lógica a partir de los razonamientos y sus proposiciones, alejándose por ello de las preocupaciones de las personas concretas que integran el diálogo; muy por el contrario, se trata de un ejercicio que apela a la totalidad del ser del individuo que lo practica. Es por ello que podemos mencionar aquí a la dimensión personal-vital que caracteriza justamente a estos diálogos como experienciales.
Todo el cuestionamiento que se produzca durante el diálogo irá dirigido en última instancia al conocimiento de aquella actividad familiar de su interlocutor, allí donde coloca su supuesta sabiduría y con ella el supuesto fundamento de su forma de actuar y de vivir. Lo que tratarán de definir no es otra cosa que su supuesto conocimiento práctico requerido para ejercer su actividad. Por ejemplo, el general debe de saber qué es la valentía, puesto que ha de combatir con ella, el jurista ha de saber qué es la justicia, puesto que ha de juzgar conforme a la misma, etc. Aunque el interlocutor pensará tener clara esa sabiduría, a través del recorrido mayéutico, que le dejará en un estado de confusión y perplejidad, se acabará dando cuenta de que en realidad no conoce aquellos motivos que le llevan a actuar, por lo que todo su sistema de valores acabará desmoronándose repentinamente, como si no tuviera fundamento alguno. Todas las contradicciones del discurso serán en realidad contradicciones internas de sí mismo que no escaparán a la confusión producto del cuestionamiento. Una vez se encuentre en este estado de aporía encontraremos que en el fondo “debido a que el interlocutor descubrirá la vanidad de su saber, descubrirá al mismo tiempo su verdad, es decir, al pasar del saber a él mismo, empezará a cuestionarse a sí mismo” (Hadot, 1998: 40).
Al realizar este cuestionamiento, Sócrates no pretende tanto informar acerca de ninguna verdad, puesto que nada sabe y el interlocutor finalmente acaba en estado de aporía, como “producir un efecto en el alma del oyente” (Hadot, 1998: 121) y “operar una modificación y una transformación en el sujeto que practica el discurso” (Hadot, 1998: 15). Se trata de la función psicagógica del diálogo que se encamina no tanto a la elaboración de doctrinas, poniendo el acento en la verdad o falsedad de aquello que se dice, sino al cuestionamiento y a la toma de conciencia de uno mismo, poniendo el acento en el que habla. El resultado final consistirá en una conversión interior del interlocutor que pasará de una individualidad prefilosófica inmediata y unilateral, basada en opiniones y afectos faltos de examen, para comprometerse con una transformación de sí que lo convierta en una individualidad depurada, enriquecida, entregada al cultivo de los valores universales, en definitiva, a una vida filosófica.
El diálogo socrático puede ser calificado, por tanto, como “un ejercicio espiritual practicado en común y que invita al ejercicio espiritual interior” (Hadot, 2006: 35) en la medida en que tiene una influencia transformadora en la totalidad del ser de aquel que la práctica. Para esto podemos acudir a los testimonios que nos ofrecen algunos diálogos platónicos donde los propios interlocutores cuentan cómo fue su experiencia al conversar con Sócrates. Un ejemplo lo hallamos en el personaje de Nicias del Laques, que expresa el efecto que le provoca sus conversaciones con Sócrates:
Me parece que ignoras que, si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión o se le aproxima dialogando con él, le es forzoso, aun si empezó a dialogar sobre cualquier otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida y el que ha llevado en su pasado. Y una vez que ha caído en eso, Sócrates no lo dejará hasta que lo sopese bien y suficientemente todo. Yo estoy acostumbrado a éste; sé que hay que soportarle cosas, como también que estoy a punto ya de sufrir tal experiencia personal (Platón, Laques 187e-188a).
Frente a la alegría de Nicias tras ser cuestionado por Sócrates, tenemos el contraste con Alcibíades, cuyo testimonio encontramos en la obra el Banquete. En el elogio que realiza a Sócrates al final del diálogo se nos muestra el efecto que produciría en él, así como en otros individuos, tanto su sorprendente personalidad como sus atrayentes discursos. Nos lo muestra como una personalidad desconcertante y única que se manifiesta en la incapacidad para clasificarlo en algún grupo o tipo ideal de hombre. No se puede clasificar porque es átopos, es decir, “fuera de lugar”, extraño, desconcertante, inclasificable. Como el propio Sócrates dice en el Teeteto: “soy absurdo y dejo a los hombres perplejos” (Platón, Teeteto 149a). O como dirá Kierkegaard es “el individuo”, el único (Kierkegaard, 1972: 82). Es por ello que solo es comparable con la imagen de los silenos y los sátiros, unos demonios híbridos mitad animales mitad humanos que comparten el aspecto ambiguo y desconcertante de Sócrates. Así como los silenos que se venden en las tiendas de escultores son grotescos por fuera pero por dentro almacenan como cofres figurillas de dioses, así también Sócrates, aunque su aspecto exterior resalte por su fealdad, esconde bajo la misma, como dice Alcibíades, un poder divino.
Esta paradoja entre el aspecto externo aparentemente superfluo y banal que contrasta con el aspecto divino que esconde en su interior, también se encuentra en sus discursos. Alcibíades considera que en un primer momento se muestran como: “totalmente ridículos… Habla, en efecto, de burros de carga, de herreros, de zapateros y curtidores, y siempre parece decir lo mismo con las mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos” (Platón, Banquete 221e). A la banalidad de los temas hay que añadir la banalidad de los interlocutores que busca y encuentra en el mercado, la palestra, los talleres de los artesanos, las tiendas, etc. No obstante, tras estos discursos aparentemente banales se esconden unos efectos mágicos sobre aquellos que le escuchan.
Alcibíades mismo cuenta que al escucharlo no puede evitar que su corazón le dé vuelcos y que le caigan las lágrimas al ritmo de sus palabras. Esto no le sucede al escuchar a Pericles u otros oradores importantes, que hablan bien, pero no consiguen ese efecto, que se altere su alma ni que se irrite al verse en condición de esclava. En cambio, como afirma, “por culpa de este Marsias, aquí presente, muchas veces me he encontrado, precisamente, en un estado tal que me parecía que no valía la pena vivir en las condiciones en las que estoy” (Platón, Banquete 215e-216a). Cada vez que escuchaba sus palabras no podía evitar no oponer resistencia y volver a sentir lo mismo, le obligaba a darse cuenta: “que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses” (Platón, Banquete 216a). Cada vez que se tenía que enfrentar a Sócrates sentía algo que nadie pensaría que podía llegar a sentir, y es la vergüenza de verse a sí mismo cayendo en los mismos actos una vez terminado de hablar con Sócrates. Es por ello que la verdad se le hace violenta y esto le conduce a tratar de huir de aquel hombre como un esclavo: “A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas” (Platón, Banquete 216a). En el remordimiento que genera aquel hombre simplemente con escucharle o mirar esos ojos de toro como se dice en el Fedón, Alcibíades llega a afirmar: “Y muchas veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con este hombre” (Platón, Banquete 216c).
Aunque Sócrates viera en Alcibíades un joven con un conjunto de disposiciones felices, que debidamente cultivadas, habrían podido convertirle en un gran estadista y actuar por el bien de Atenas, el resultado fue muy distinto. A pesar de los diálogos que mantuvo con Sócrates, no fue posible su transformación a una vida filosófica. Al final fue su ambición y amor por la gloria, junto con su riqueza y belleza, lo que le acabó por corromper. Se puede argüir como dice Plutarco: “a nadie envolvió por fuera la fortuna ni lo blindó tanto con los normalmente considerados bienes, como para ser invulnerable a la filosofía” (Plutarco, Vida de Alcibíades 4, 2).
En el mismo diálogo del Banquete nos podemos encontrar aún un sentido más profundo de la fórmula socrática “solo sé que no sé nada”, de aquella conciencia de inacabamiento e imperfección que es tan característica de Sócrates. En los últimos discursos, que presentan Sócrates, que recupera su conversación con la sacerdotisa Diotima sobre Eros, y Alcibíades, que decide hacer un elogio a Sócrates, nos encontramos rasgos comunes, que si se entremezclan de manera tan estrecha, es porque personifican, uno de manera mítica y el otro de manera histórica, la figura del filósofo.
En el discurso de Sócrates del diálogo que mantiene con Agatón, se sacan unas conclusiones en claro. Eros no es la belleza, sino que es deseo de la belleza puesto que carece de ella, a lo cual se transforma en amante. Pero para determinar mejor los rasgos de su naturaleza, Sócrates acude, puesto que él no sabe nada, al relato que le contó la sacerdotisa Diotima sobre su nacimiento. Según cuenta nació el mismo día que la diosa de la belleza Afrodita, día en que se realizó un banquete con motivo de su celebración. En dicha ocasión al término de la comida Penia (“Pobreza”, “Privación”) se encontró a Poros (“Conveniencia”, “Riqueza”) embriagado por el néctar y dormido en el jardín de Zeus. Penia encontró aquí una oportunidad de tratar de poner fin a su miseria teniendo un hijo con Poros, para ello se acostó a su lado y acabó por engendrar a Eros. A partir de este relato de su nacimiento se deja entrever una primera comprensión de Eros: por su lado materno le viene la mendicidad y la pobreza, por su lado paterno, el espíritu inventivo y astuto.
Eros se nos presenta, por tanto, como un daimôn, no es ni plenamente divino ni plenamente humano, ni bello ni feo, ni sabio ni ignorante, pero es deseo porque tiene conciencia de no serlo, y por ello se encuentra como mediador de ambos polos. Esto mismo es lo que le sucede al filósofo. Como cuenta Diotima, hay dos clases de hombres: aquellos que poseen el saber, los dioses o los sabios, o los que no lo poseen pero creen poseerlo, los ignorantes, que entrarían dentro del grupo de aquellos que no necesitan filosofar. Pero luego quedarían el grupo de los filósofos, que no son sabios, puesto que no poseen la sabiduría, pero a diferencia de los no sabios que ignoran no serlo, son conscientes de su no saber. Esto conlleva a que el filósofo, como Eros, al ser consciente de su no saber, adquiera un inmenso deseo por alcanzar esa sabiduría que percibe y que supone su perfección del ser. Aunque esta imagen suponga una escisión definitiva entre el filósofo y la sabiduría, sí que hay una posibilidad de progreso en el filósofo que no en el ignorante. Mientras que entre los sabios y los ignorantes se establece una relación de contradicción que no admite intermediario, o se es sabio o no se es, en cambio en los no sabios hay una distinción entre aquellos que no son conscientes de su saber (ignorantes) y aquellos que sí lo son (filósofos) que sí admite grados. El filósofo, que se encuentra entre el sabio y el ignorante, aunque nunca pueda alcanzar la sabiduría, sí que puede progresar en esa dirección. En definitiva, “la filosofía pues, según el Banquete, no es la sabiduría, sino un modo de vida y un discurso determinados por la idea de sabiduría” (Hadot, 1998: 59).
Si la filosofía es como Eros, entonces “si eros fuera como Sócrates podríamos inspirarnos de él para aprender a filosofar por nosotros mismos” (Sánchez Millán, 2013: 72). Justamente en Sócrates se puede ver reflejada la figura de Eros en su conciencia de imperfección, que se muestra a través de su “solo sé que no sé nada” y que le genera un inmenso deseo de saber, convirtiéndolo en “amante de la sabiduría”. No obstante, aunque se trate de una búsqueda trágica, ya que desea alcanzar la sabiduría pero ésta se le escapa, realmente la posee de una cierta manera. El Sócrates del Banquete se revela como aquel que no pretende poseer sabiduría alguna, pero del que se admira su manera de ser y de vivir.
Los rasgos que se destacan de este hombre “atópico” son varios: destaca su actitud frente a las batallas que le tocó vivir, donde demostró gran sacrificio y valentía. Era capaz de superar a los demás en las resistencias a las fatigas, al quedar privados de víveres demostraba como ningún otro su capacidad de sufrir, pero en momentos de abundancia también sabía gozar mejor que nadie de la comida. Aunque no le gustaba beber, batía a todos si se le obligaba a ello, pero nadie lo vio jamás en estado de ebriedad. Tenía una gran capacidad de soportar los rigores de las heladas de invierno; cuando nadie salía sin un buen abrigo y buen calzado, él andaba por el hielo descalzo con el mismo manto que acostumbraba a llevar. Tenía tendencia a momentos de concentración en sus pensamientos; se recuerda como en una ocasión en la campaña de Potidea llegó a estar un día entero meditando. Diógenes acogiéndose a esta imagen de Eros, nos habla de que acostumbraba a andar descalzo, era parco en el vestir, rechazaba el vivir con los ricos, los regalos excesivos, de hecho “muchas veces, al contemplar los montones de cosas que se vendían, se decía a sí mismo: ‘¡de cuántas cosas no tengo necesidad!’” (Diógenes Laercio, Vidas 2, 25). Además, tenía un autocontrol que acababa por irritar a los demás: cuando alguien hablaba mal de él afirmaba que o bien no habían aprendido a hablar bien o bien estaba hablando de otro y no había por qué inmutarse. En su relación con su esposa Jantipa, Sócrates encontraba provecho en adiestrar su alma sufriendo los rigores de su carácter.
Justamente, como vemos, Sócrates no llega a ser quien es únicamente a través de la ironía o el método socrático, sino que también lo hace con el ejemplo de su modo de vivir. De hecho, aquí nos encontramos con los límites del lenguaje, del que Sócrates mismo es consciente al responder al sofista Hipias, ante su reprimenda de no dar nunca su opinión acerca de lo que pregunta –como la justicia en este caso– con estas palabras: “Es que si no lo explico con palabras, lo explico con mis hechos” (Recuerdos de Sócrates 4, 4, 10). Aquí nos podríamos preguntar cuál es exactamente el saber de aquel hombre que asegura continuamente no saber nada. Para comprenderlo podemos leer algunos pasajes de la Apología donde se presenta la oposición entre “saber” y “no saber”, como el siguiente: “no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto” (Platón, Apología 41d). Aquí nos muestra cómo aquellas cosas que normalmente parecen malas para la gente, como la muerte, la enfermedad, la pobreza, no son verdaderos males para Sócrates.
Es decir, como ejemplo de no saber tendríamos aquel que supone el valor de la muerte considerándola un mal, puesto que en realidad su valor verdadero se nos escapa al estar fuera de nuestro control y no poder tener dicha experiencia. Por el contrario, el saber para Sócrates estaría en aquello que sí podemos controlar. Ese es el caso de conocer el valor de la intención y la acción moral. Aquí se puede ver cómo su concepción del saber se aleja de la tradicional, en tanto que no entiende el saber como conceptos sino como valores: “no corresponde con un conjunto de proposiciones que conforman una teoría o sistema abstracto, sino con la certeza de una elección, de una iniciativa “un-saber-lo-que-hay-que-preferir”, no un saber a secas, un saber vivir” (Hadot, 1998: 46).
Esto es justo lo que Sócrates pretende que sus interlocutores alcancen a comprender a través de sus diálogos: los límites del lenguaje que no pueden llegar a definir nunca cualquier realidad auténtica, como es el caso de la justicia, que solo se puede comprender viviendo justamente. De este modo, a través del diálogo como ejercicio espiritual, le queda la invitación a su interlocutor, que ha tenido una experiencia moral y existencial, a “vivir” la justicia. El saber para Sócrates es entonces una experiencia interior, que implica a uno en su totalidad, y que es lo que le dispone finalmente a actuar conforme al bien. En el caso de Sócrates esta interioridad venía reforzada por el daimôn, esa voz que le habla y le impide realizar ciertos actos. Aunque se han hecho múltiples interpretaciones de esa voz que asegura oír, y parece que se pueda tratar de una experiencia mística, Hadot considera que es el anticipo de lo que luego se llamará conciencia moral.
Justamente esta intención moral la vemos reflejada en la propia vida de Sócrates, que hasta incluso ha estado dispuesto a dar su vida por lo que considera lo mejor: el deber, la justicia, la pureza moral. En la Apología se nos habla de diversos momentos en los que prefirió el peligro y la muerte antes que renunciar a su deber y a su misión. Tenemos el caso de la acusación de los generales que por una negligencia en la batalla de las Arginusas acabaron siendo ejecutados. Sócrates sabiendo que actuaban injustamente por desobedecer la norma esencial consagrada por una costumbre tradicional de juzgarlos a cada uno por separado, y no conjuntamente como finalmente se hizo, prefirió no participar en la asamblea aun con el peligro de la muerte. Como él mismo dice en la Apología: “creí que debía de afrontar el riesgo con la ley y la justicia antes de, por temor a la cárcel o a la muerte, unirme a vosotros que estabais decidiendo cosas injustas” (Platón, Apología 32c).
Este suceso tuvo lugar en el régimen democrático, pero también se opuso al régimen violento de la oligarquía de los Treinta Tiranos. Fue enviado junto a otros hombres para matar a León de Salamina, cuyas riquezas querían confiscar, pero Sócrates acabó por desobedecer la orden e irse directamente a su casa. Se volvió a jugar la vida, pero tuvo la suerte de que el régimen se disolvería poco después. Con este hecho –nos dice– volvió a demostrar “no con palabras, sino con hechos, que a mí la muerte, si no resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo, pero que, en cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada injusto e impío” (Platón, Apología 32d). Lo mismo sucede cuando en el Critón hace hablar a las leyes de Atenas, las cuales le hacen comprender que si decide escapar y evadirse de su condena perjudicará a toda la ciudad dando el ejemplo de desobediencia a las leyes. Otra vez no debe poner por encima su vida a lo que es justo.
Es así como se nos muestra que para Sócrates solo existe un auténtico mal, la falta moral, y un auténtico bien, la voluntad de hacer el bien. Esto significa no negarse a examinar uno su manera de vivir para ver si esta es conforme a la voluntad de hacer el bien o, lo que es lo mismo, de actuar correctamente conforme a lo justo y lo bueno. A esto dedicó incansablemente su vida desde que tomó conciencia de su misión en Atenas, a cuestionar incesantemente como un tábano tanto a los demás como a sí mismo. Aunque no llegó a dar razones teóricas para ello, sí que sabemos que fue la misión encomendada por un dios, y que consideraba que solo un rigor o lucidez así puede dar sentido a la vida: “Una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre” (Platón, Apología 38a).
Es conocido que Sócrates no se dedicó a la vida política activa, aunque no por ello dejó de atender a la ciudad. A pesar de que no hiciera política en el sentido usual de la palabra, pues no participó en los cauces políticos institucionales y las prácticas políticas vigentes en el momento, sí que fue un filósofo comprometido con la polis. En la Apología justifica su actitud recurriendo a su daimôn y arguyendo como explicación:
“si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os habría sido útil ni a vosotros ni a mí mismo […] por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente” (Platón, Apología 31d-32a).
Su posición, más allá que el régimen vigente fuera democrático u oligárquico, habría que entenderla como “un compromiso con la justicia o con la polis” (Calvo, 2004: 122). Justamente el trabajo socrático que supone un cuestionamiento de uno mismo y con ello la subversión de valores, dejando de preocuparse más de lo que uno tiene que de lo que uno es, para llegar a ser lo más excelente y razonable posible, es ya una acción política. Pero fue esta preocupación por el destino individual, con el que pretendía recuperar los lazos de unión entre los ciudadanos y la polis –debilitado por el individualismo radicalizado de los sofistas–, lo que no podría dejar de provocarle un conflicto con la ciudad.
Aquí reside, según Hadot, el sentido profundo de la muerte de Sócrates. Aunque se le acusara por diversas razones:
“su actitud crítica ante la religiosidad tradicional, su molesta costumbre de poner siempre en solfa la ignorancia de los demás, su rechazo de la política activa y partidaria, su crítica a las instituciones políticas y a los políticos, su antigua vinculación con personajes que se comprometían directamente con el movimiento oligárquico y sus desmanes” (Calvo, 2004: 127-128).
A lo que habría que sumar los avatares históricos y políticos que le tocó vivir, además de la forma irónica con la que se enfrentó a sus jueces. En el fondo tenemos, como dirá Hegel, un destino “trágico en el verdadero sentido” (Hegel, 1997: 486), pues tanto aquellos que le condenaban como el condenado, al considerar injusta la condena, tenían razón. Sócrates trajo consigo el “principio de interioridad”, el cual se opone al estado con la disolución de la relación inmediata e irreflexiva del ateniense con su polis. La única defensa contra esto era su condena, aunque el propósito de fondo de Sócrates era el de hacer de esa individualidad un motivo de unión con la polis, a través de la reflexión. Fuera como fuera, los atenienses solo supieron quedarse con el aspecto corrosivo de sus enseñanzas, y a Sócrates solo le quedó aceptar la muerte como el destino por el estilo de vida consagrada a la filosofía que había llevado y que no dejaría de llevar, y lo hizo tal como vivió con tranquilidad y alegría.
Es verdad que Sócrates ha muerto, pero desde luego lo que no lo está es su vitalidad y fortaleza, su figura, que históricamente ha llegado hasta nosotros y que nos ha propuesto el modelo de vida filosófico. En el período helenístico, todas las llamadas escuelas socráticas se inspiraron en dicha figura, aquella que dejó tras su muerte y que llegaría a inspirar “estilos de vivir tan dispares como los del cinismo de Antístenes y Diógenes, el escepticismo de Pirrón, la Academia platónica o las escuelas estoicas o epicúrea” (Sánchez Millán, 2013: 75). Todas se acogieron a esta figura tan llena de matices y sugerencias para desplegar el espíritu socrático, que en definitiva es el espíritu filosófico. Por eso, como ya se ha indicado en la introducción, no importa que su figura haya sido construida con mayor o menor exactitud, ya que “el espíritu socrático puede seguir vivo en nosotros en la forma de aprendizaje inacabado para vivir mejor” (Sánchez Millán, 2013: 75).
3. LA PRÁCTICA FILOSÓFICA: UN RENACER DEL ESPÍRITU SOCRÁTICO
“La filosofía no está de moda, pero se va a poner de moda. No sabemos si será bueno para ella, que esté al cabo de la calle, pero bastaría con que fuera bueno para nosotros, los que estemos filosofando. No podemos salvar a la filosofía sin que ella nos salve, al menos un poco; de alguna manera que hay que ir descubriendo entre todos” (Sánchez Millán, 2013: 46)
Como hemos podido observar, la Antigua Grecia de Sócrates, fue un tiempo en que la filosofía era considerada una empresa útil y práctica, como la terapia del alma que nos encaminaba a una mejor comprensión de uno mismo y del mundo que habitamos. Sócrates no fue ni profesor ni especialista del pensamiento, no se dedicó a elucubrar teorías acerca de cuestiones más o menos radicales, más bien dedicó gran parte de su vida a exhortar a sus conciudadanos al conocimiento de sí mismo, y encarnó en él mismo todo un modelo de vida, mostrando la conexión inseparable entre vida y pensamiento. Fue el primer filósofo que bajó la filosofía de los cielos y enseñó que no puede haber verdadera filosofía sino en lo cotidiano, tal y como afirma Plutarco: “Fue el primero en mostrar que la vida admite la filosofía en todas las partes y momentos, absolutamente en todas las situaciones y actividades” (Plutarco, Moralia 10, 26, 796e). Este mensaje que alcanzaría a las escuelas socráticas y a algunas corrientes cristianas daría origen a toda una cultura del cuidado de sí2, que tomando a Sócrates como el modelo del sabio, entenderían la filosofía como la búsqueda de una vida feliz-sabia.
Aquí detectamos que la característica fundamental que nos separa a los antiguos de los modernos, y que recoge muy acertadamente Foucault en su obra La hermenéutica del sujeto, se encuentra en cómo entendemos el conocimiento. En la Antigüedad la filosofía y la espiritualidad iban de la mano, ya que no existía separación entre teoría y práctica, entre conocimiento y transformación, pues era imprescindible que “el sujeto se modifique, se transforme, se desplace, se convierta, en cierta medida y hasta cierto punto, en distinto de sí mismo para tener derecho a la verdad” (Foucault; 2001: 33). Pero a partir del siglo V d. C. la filosofía comenzaría a llevar un nuevo rumbo donde espiritualidad y conocimiento se irían distanciando, primero al convertirse en esclava de la teología, y posteriormente, ya entrados en la Edad Moderna, al definirse como meros “juegos del lenguaje” analíticos. Dicho proceso es recogido por Foucault bajo la expresión el “momento cartesiano” de la siguiente manera:
“Pues bien, ahora, si damos un salto de varios siglos, podemos decir que entramos en la edad moderna (…) el día en que se admitió que lo que da acceso a la verdad, las condiciones según las cuales el sujeto puede tener acceso a ella, es el conocimiento, y sólo el conocimiento. Vale decir, a partir del momento en que, sin que se le pida ninguna otra cosa, sin que por eso su ser de sujeto se haya modificado o alterado, el filósofo (…) es capaz de reconocer en sí mismo y por sus meros actos de conocimiento, la verdad, y puede tener acceso a ella” (Foucault; 2001: 36)
Es así como, al deshacerse de su papel socrático con el que nació como arte de vivir dedicado al autoconocimiento y a la transformación virtuosa del ser humano -el cual quedaría relegado a un segundo plano-, que la filosofía se ha ido recluyendo cada vez más al ámbito académico dejando un vacío existencial y espiritual, que con el paso del tiempo, han ido llenando otras disciplinas como la psicología. Además, el desarrollo que ha llevado la filosofía con el transcurso de los siglos se plasma también en la imagen que generalmente se tiene aún hoy día, en pleno siglo XXI, de la misma, pues tanto dentro como fuera del ámbito académico, la filosofía es definida como “una árida, abstrusa y ardua disciplina intelectual, solo asequible a especialistas y cultivada en los centros académicos, y cuyos temas parecen alejados de los problemas cotidianos” (Cavallé; 2007: 11). Es decir, se la hace equivaler a un saber abstracto, de dudoso impacto transformador y solo accesible a especialistas, que nada tiene que decir al público en general.
Frente a esta concepción limitada y academicista de la filosofía, y el vacío existencial que ha dejado, nos encontramos con la aparición del movimiento internacional contemporáneo de la “Práctica Filosófica” -traducido de la expresión inglesa “Philosophical Practice”- cuyo origen se ubica oficialmente en el año 1981 cuando el filósofo Gerd B. Achenbach decide abrir una consulta privada en Alemania, con el propósito de acercar la filosofía a todas aquellas personas interesadas en reflexionar acerca de su vida desde el diálogo filosófico. A partir de esta iniciativa comenzaron a extenderse progresivamente el número de actividades realizadas en esta línea, primero por Europa y América, hasta tal punto que después del boom mass mediático de la obra Más Platón y menos prozac de Lou Marinoff, actualmente se encuentra presente en los cinco continentes y se llegan a realizar congresos y publicaciones internacionales de forma periódica. Dentro de este movimiento podemos encontrar diferentes vertientes, como la filosofía para niños, los cafés filosóficos, los talleres de filosofía o el acompañamiento filosófico, entre otros3. No obstante, más allá de sus diferencias, todos ellos van a compartir un espíritu común, a saber, el de recuperar el sentido socrático con el que nació, y que hemos visto plasmado en las páginas anteriores a través de la figura socrática el principal inspirador de esta práctica, según el cual la filosofía era una guía en el arte de vivir por excelencia “que incumbía indisociablemente a la comprensión profunda de la realidad y de nosotros mismos y a nuestra transformación interior, la ordenada al desarrollo de nuestras mejores posibilidades” (Cavallé; 2007: 21). Lo que implicará que la filosofía rebase su actual circunspección al ámbito académico y recupere su relevancia para la sociedad abriéndose a la participación de todos los ciudadanos.
Este artículo es, por tanto, el reflejo de un reto que se le presenta a la filosofía de nuestro tiempo. Lleva mucho tiempo recluida en el ámbito académico, pero si no quiere perder su valor y sentido, tendrá que recuperar esa dimensión social y terapéutica volviendo a ser la garante de la salud del alma por excelencia. La filosofía necesita tanto de la academia como de la calle, como dice Jules Evans, “sin la filosofía académica, la callejera perdería coherencia y sin la callejera la académica sería irrelevante” (Evans, 2013: 33). Es por ello que desde aquí se abre la urgencia de seguir investigando en esta línea, para así poder ir asentando la base desde la que la filosofía pueda tomar otra vez, tal y como Sócrates hizo en la Atenas del siglo V a. C., el protagonismo en la calle, volviendo a hacer del diálogo filosófico una forma de vida que nos ayude en el proceso de vivir una vida buena y verdadera.
CONCLUSIÓN
A lo largo de este artículo se ha visto cómo la figura de Sócrates supone una forma renovada, aunque paradójicamente antigua, de entender la filosofía. A través de la lectura que Pierre Hadot hace de la filosofía socrática, podemos ver cómo la filosofía nació conforme a su etimología como “amor por la sabiduría”, entendiendo por esta un saber vital, cuya búsqueda suponía toda una práctica de vida. La filosofía era para Sócrates una actividad muy humana que se ligaba a la voluntad de vivir y saber cómo se vive, para de este modo vivir de manera más sabia. A ello exhortaba a través de sus diálogos, cuando estos concluían en la imposibilidad de alcanzar alguna respuesta, lo que se había consumado era la transformación y conversión a una vida filosófica. El mismo Sócrates mostraba en su personalidad y en su vida, como la filosofía tenía unas claras consecuencias liberadoras y transformadoras en la persona que la cultivaba, siendo una actividad máximamente útil, pues satisfacía las necesidades más profundas y esenciales del ser humano, a saber, aquellas que alimentan su parte más elevada, el alma, y permiten el pleno desarrollo de sus capacidades. Esto supuso toda una influencia para las llamadas escuelas socráticas, que tomando a Sócrates como el modelo del sabio, entenderían la filosofía como la búsqueda de una vida feliz-sabia, en la que hay que aprender y ejercitarse. Finalmente, hemos visto como aunque históricamente se ha producido una escisión entre teoría y práctica, donde el discurso ha tomado el dominio sobre la vida, está volviendo a resurgir ese espíritu con el que nació la filosofía gracias al movimiento internacional contemporáneo de la Práctica Filosófica, el cual, tomando a Sócrates y su forma de entender y practicar la filosofía como principal referencia, están recuperando esa dimensión social y terapéutica que siempre le ha pertenecido, haciendo del espíritu socrático, que es el de la filosofía, más vivo que nunca.
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1 Universitat de València, Inmaculada.Cotanda@uv.es. Avda. Blasco Ibáñez, 30 - Sexta plata, 46010, Valencia.
2 Foucault en su obra La hermenéutica del sujeto precisa que esta filosofía que tomaría como punto central el cuidado de sí estaría presente en la cultura griega y romana así como en la espiritualidad cristiana desde el siglo V a. C hasta el siglo V d. C. dando lugar a la cultura del cuidado de sí.
3 Algunos de los filósofos prácticos más reconocidos son Gerd B. Achenbach, Peter Raabe, Ran Lahav, Lou Marinoff, Óscar Brenifier, Roxana Kreimer, Jules Evans, y en España, Mónica Cavallé, José Barrientos y Nacho Bañeras.