SCIO: Revista de Filosofía

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PENA DE MUERTE Y CULPA SIN PENA EN EL PENSAMIENTO JURÍDICO-FILOSÓFICO DE ARTHUR KAUFMANN1

DEATH PENALTY AND GUILT WITHOUT PENALTY IN THE LEGAL PHILOSOPHICAL THOUGHT OF ARTHUR KAUFMANN

José Antonio Santos*

Universidad Rey Juan Carlos

Fechas de recepción y aceptación: 26 de abril de 2022 y 21 de octubre de 2022

DOI: https://doi.org/10.46583/scio_2023.23.1058

Resumen: Este trabajo es continuador de la línea de investigación sobre la filosofía del derecho alemana contemporánea llevada a cabo por el autor, a través del análisis de cuestiones clásicas de la filosofía del derecho. Para ello, se aborda la concepción de la pena de muerte en el pensamiento jurídico-filosófico de Arthur Kaufmann, el cual abordó esta problemática en relación con el contenido esencial del derecho a la vida y el debate doctrinal de posguerra. El artículo está dividido en las siguientes partes: en primer lugar, se analiza, desde un punto de vista jurídico-filosófico, la evolución histórica de la pena de muerte centrando la atención en los fundamentos para su abolición y las posiciones a favor de su mantenimiento. En segundo lugar, se establecen similitudes y diferencias, en el entendimiento de la pena capital, entre la teología moral contemporánea, el pensamiento de Aquino y la obra de Arthur Kaufmann. A continuación, en base a una visión comparativa, se expone cómo el autor alemán, a la vez que mantiene una concepción católica ante la pena de muerte y la culpa sin pena, sigue la senda dejada por su maestro Radbruch, siendo en este tema no necesariamente incoherente. Por último, se establecen algunas conclusiones.

Palabras clave: abolición, culpa, dignidad humana, pena de muerte, Radbruch, Tomás de Aquino.

Abstract: This paper continues a line of research on contemporary German legal philosophy carried out by the author by analyzing classic questions of legal philosophy. For this purpose, it is analyzed the conception of the death penalty in the legal philosophical thought of Arthur Kaufmann, who addressed this problem with the essential content of the right to life and the postwar debate. The work is divided into the following sections: first, the historical evolution of the death penalty is analyzed, from a legal-philosophical point of view, while attention is focused on the grounds for its abolition and the positions in favor of its maintenance. Second, the article establishes the similarities and differences, in the understanding of capital punishment, between contemporary moral theology, the thought of Aquinas, and the works of Kaufmann. Third, it is exposed from a comparative perspective how the German author, while maintaining a Catholic conception of the death penalty and the penalty without guilty, follows the path of his teacher Radbruch, but not necessarily being incoherent on this subject. Finally, it draws some conclusions.

Keywords: abolition, guilt, human dignity, death penalty, Radbruch, Aquinas.

1. AVENENCIAS Y DESAVENENCIAS JURÍDICO-FILOSÓFICAS

A lo largo de la historia, la pena de muerte ha sido vista durante mucho tiempo como una solución normal a problemas de la vida cotidiana. Así en Grecia, incluso entre los intelectuales, estaba bien vista; tal es el caso de Platón que consideraba la pena de muerte no solo como legítima, sino también como algo natural. En Roma la mentalidad permaneció prácticamente igual, aunque en base al derecho romano presentaba un carácter peculiar al no ser considerada ni exactamente estatal ni judicial, sino más bien de orden religioso. Con una naturaleza infamante y sacra que podía ser ejercida de diversas formas, ya fuera por medio del ahorcamiento, la decapitación con la segur o la crucifixión (más en detalle Barbero, 1978: 19-39).

Ya en tiempos de los sumerios, la pena de muerte era moneda de cambio habitual para quien había infringido las leyes de la tribu, del pueblo, del Estado, sirviendo de justificación para restablecer la justicia y la seguridad de los miembros de la comunidad. Sin ir más lejos, en las leyes de Ur-Namma (2000: 69) se hacía uso del ojo por ojo, diente por diente: “§ 1 Si un hombre cometía un homicidio, a ese hombre se le daba muerte”. “Si un hombre cometía un atraco, se le daba muerte”. O también: “§ 6 Si un hombre hacía uso de la fuerza (y) violaba a la mujer de un gurus que aún no había sido desvirgada, a ese hombre se le daba muerte”.

Es a partir de mediados del siglo XVIII, con la Ilustración, cuando se realiza un debate en toda regla sobre la pena de muerte con posiciones claramente divididas. Ahora bien, ello no es óbice para destacar el importante debate llevado a cabo siglos atrás por los escolásticos con relación a la licitud de la pena de muerte y como, una posible, excepción al primer principio de no matar. Es destacable la postura de defensores de la pena de muerte como Ivo de Chartres, Graciano o Pedro de Poitiers, los cuales siguen la línea de pensamiento trazada por Aquino al respecto (Martínez Guisasola, 2021: 89-94).

Es sabido que siempre han existido grupos heterogéneos entre los partidarios y los detractores de la pena capital. Por un lado, los que la apoyaban como Aquino, Lutero, Rousseau, Kant, Hegel, Goethe y Bismarck; por otro, los que estaban en contra como Tomás Moro, Voltaire, Beccaria, Fichte, Schleiermacher y Ketteler. Entre los teólogos contemporáneos se ha producido más bien un cambio: hasta los años sesenta del siglo pasado los defensores de la pena de muerte eran mayoría; por ejemplo, Cathrein, Ermecke, Mausbach entre los católicos, y Althaus, Brunner, Künneth entre los protestantes. Sin embargo, hoy raramente se oye una voz que los apoye (por ejemplo, Linsenmann y Barth) (Kaufmann, 1989: 482).

Con este panorama es posible destacar la concepción utilitarista de autores como Beccaria o Voltaire. En 1764, el primero publica un libro esencial: Dei delitti e delle pene (De los delitos y las penas) que sirve de ejemplo, claramente abolicionista, en contraposición al pensamiento de autores contemporáneos como Rousseau, Kant o Hegel; a la vez que significa un momento en el cual la sociedad empieza a reflexionar acerca de la licitud de la pena capital. Es fácil detectar que aquí entran en juego las principales concepciones de la pena como son la ética y la utilitarista. La primera, basada en la justicia como igualdad a partir de unos principios admitidos como absolutamente válidos, tiene su máxima expresión en el aforismo ojo por ojo, diente por diente; por el contrario, la segunda analiza la utilidad y la necesidad de la pena capital dentro de la sociedad. Es claro que el quid de la cuestión radica en el concepto que se tenga sobre la función de la pena. La concepción retributiva de la pena, que toma el principio de la justicia como igualdad, establece una correspondencia entre iguales, a partir de la cual es justo que un individuo que ha cometido una acción delictiva deba ser pagado con la misma moneda.

Entre los partidarios de la pena de muerte se encuentra Rousseau (1998: 67), quien ya en Du contrat social (El contrato social) señalaba que “todo malhechor, al atacar el derecho social, hácese por sus delitos rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar las leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo”. De esta afirmación se desprende un claro respaldo al derecho a ejercer la pena capital por parte del Estado; cosa que no deja de ser una verdadera injusticia, ya que la violencia no puede ser suplida con más violencia. En esta línea se encuentra Kant, influido por la tradición contractualista, que, a partir de un concepto retributivo de la pena, persigue que se haga justicia. Esta parece ser una justicia matemática que exige una total correspondencia entre delito y pena, cuando realmente no es así. Kant considera que el Estado es el encargado de llevar a cabo la pena capital, al considerar que “la mera idea de una constitución civil entre los hombres encierra ya la noción de una justicia penal en manos del poder supremo” (Kant, 1977: 487).

La pena de muerte estatal es más horrible que la cometida por un delincuente, dado el carácter jurídico y público de aquella. Por tanto, la muerte no se colma con más muerte, la violencia solo engendra más violencia, siendo una relación de medio a fin totalmente desproporcionada. En este sentido, Beccaria (1990: 78-79) muestra en De los delitos y las penas una situación paradójica: “Parece un absurdo que las leyes, esto es, la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas, y para separar a los ciudadanos del intento de asesinar ordenen público asesinato”. Esta obra de Beccaria tuvo gran repercusión no solo por la manera de argumentar, sino porque se posicionó, en contra de la pena de muerte, en un momento en el que sus detractores eran minoría. La idea principal del autor italiano es la función intimidatoria de la pena consistente en que el delincuente no cause más daños al resto de miembros de la sociedad. No existen datos racionales que demuestren que la imposición de la pena sirva de efecto disuasorio para que otros delincuentes no cometan más delitos. El carácter intimidatorio de la pena no se origina por su intensidad y crueldad, sino más bien por su extensión, tal es el caso de la cadena perpetua. Por tanto, la pérdida total de la libertad y su prolongación en el tiempo tiene mayor poder intimidatorio que la pena de muerte.

Kant no escatima críticas hacia Beccaria al calificar su postura de “compasiva sensiblería de un afectado humanismo”, que analizando también la teoría contractualista llega a una conclusión diferente. Para Beccaria la pena de muerte sería ilegal, al no poder estar contenida en el contrato civil originario. En esa situación se daría la circunstancia de que cada persona tendría que consentir perder su vida en el caso de que matase a otro miembro del pueblo; sin embargo, para Kant “este consentimiento es imposible porque nadie puede disponer de su vida” (Kant, 1977: 457). El filósofo prusiano discrepa de Beccaria al partir de un concepto de retributivo de la pena, elevando la pena capital a la categoría de deber. Su fundamento reside en que “cualquier mal físico que ocasiones a otro en el pueblo sin culpa suya, te lo haces a ti mismo. Si lo insultas, te insultas a ti mismo; si le robas, te robas a ti mismo; si lo golpeas, te golpeas a ti mismo; si lo matas, te matas a ti mismo. Solo el derecho de retribución (ius talionis), pero, por supuesto, ante el tribunal (no en tu juicio privado) puede indicar con seguridad la cualidad y cantidad del castigo; todos los demás fluctúan de un lado a otro y no pueden adecuarse al dictamen de la pura y estricta justicia, porque se inmiscuyen otras consideraciones” (Kant, 1977: 453-454). El problema es que el imperativo categórico kantiano, en lo relativo a la pena de muerte, entra en contradicción con instituciones plenamente asentadas como la prescripción, el indulto, el arrepentimiento espontáneo, la libertad anticipada, la condena condicional, los sustitutivos penales… Por tanto, resulta inviable una “retribución material”, sino que hay que optar por una “retribución jurídica”; es decir, que la pena no se debe corresponder con la entidad del delito material, sino actuar valorativamente (Barbero, 1985: 31-32). Kaufmann intenta conciliar el pensamiento católico tomista con el liberalismo kantiano del que se siente heredero, a pesar de que la hora de analizar la pena de muerte profundice más en el primero que en el segundo. Ambos planteamientos resultan contrapuestos: por un lado, en Aquino la pena de muerte es una excepción a la conservación de la propia vida; por otro, para Kant la pena de muerte es una retribución legítima según el caso. Para Medina (2009: 173), ambas visiones son irreconciliables; en particular la kantiana, por su fuerte inmanentismo que no deja espacio a la trascendencia propia del bien común.

El esquema antes mencionado tan solo quería destacar y contraponer algunas afirmaciones de autores acerca de la pena, dado que existen otros también importantes, aunque de menor relevancia que los anteriormente citados. Así es posible distinguir la pena como enmienda, defensa social y expiación. La primera se caracteriza por una total abolición de la pena de muerte. Cualquier error cometido por un delincuente puede ser corregido, sin necesidad de que se le quite la vida. En cambio, los que preconizan una concepción de la pena como defensa social son también abolicionistas, pero por razones humanitarias más que por otros motivos. Por último, la pena como expiación es igualmente abolicionista. Su finalidad radica en la reparación de las culpas y, para ello, es conditio sine qua non que se esté vivo, siendo partidarios de esta doctrina varios teólogos morales modernos y, en general, los individuos de fuertes convicciones católicas. Ejemplificativo al respecto es Kaufmann (1964: 33), cuando postula la pena como expiación en su obra Recht und Sittlichkeit (Derecho y eticidad), señalando que “al infractor del derecho se le puede privar de su libertad externa y hacerle sentir en la cárcel el poder del estado, pero no se le puede hacer mejor por la fuerza, pues esto solo es posible en el marco de la pura expiación, que, sin embargo, solo es concebible como acto libre de la personalidad moral”. La justificación moral de la pena de muerte se debe dirigir a la idea de la expiación. Esta idea se comprende hoy de forma distinta, es decir, en el sentido de que el autor al sufrir la muerte se expía a sí mismo (Kaufmann, 1989: 483). El autor alemán seguramente coincidiría con la idea de Rousseau de que “en un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas gracias, sino porque hay pocos criminales”; al igual que la afirmación de que “la excesiva frecuencia de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado decae” (Rousseau, 1998: 67). En un Estado así sería poco necesaria la pena capital, aun cuando la supervivencia del delincuente, estando privado de libertad, pueda afectar a la seguridad de la nación o que su existencia genere un riesgo para la continuidad de la forma de gobierno establecida (Beccaria, 1990: 74). Estos son los dos únicos motivos, con los que no se está de acuerdo, en los que Beccaria considera necesaria la muerte de un ciudadano.

Las pequeñas impresiones son momentos más perdurables en el ánimo de los individuos que una gran impresión que, en todo caso, siempre es pasajera. Así Beccaria señala que “las pasiones violentas sorprenden los ánimos, pero no por largo tiempo”; por ello, “en un gobierno libre y tranquilo las impresiones deben ser más frecuentes que fuertes”. En definitiva, el pensador italiano establece una moderación de la pena que, para que sea justa, “no debe tener lo intenso de ella más que aquellos grados solos que basten a separar los hombres de los delitos; ahora no hay alguno que con reflexión pueda escoger la total y perpetua pérdida de la libertad propia de un delito, sea ventajoso cuanto se quiera; luego lo intenso de la pena, que existe en la esclavitud perpetua, sustituido a la pena de muerte, tiene lo que basta para separar cualquier ánimo determinado” (Beccaria, 1990: 76). A pesar de sus intentos, Beccaria no consiguió cambiar la mentalidad imperante de aquella época; pero sí logró que, en ocasiones, se limitase la pena capital para los casos de delitos graves.

En cambio, Hegel rechaza la postura contractualista de Beccaria –en la actualidad ciertamente en desuso- que establece la negación de un derecho a la pena de muerte por parte del Estado, al no presumirse que en el contrato social esté contenido el consentimiento de los individuos para dejar que los maten. De tal manera que su discrepancia reside en que niega que el Estado tenga naturaleza contractual y afirma que “ni la protección y seguridad de la vida y la propiedad de los individuos como singulares es tan incondicionalmente su esencia sustancial, más bien al contrario, es el Estado lo más elevado que también reclama esta vida y esta propiedad mismas, y exige el sacrificio de ellas”. Instaura claramente un derecho a ser castigado con la muerte en función del delito que haya cometido; pero, además, establece que la pena como castigo reconoce, “honra”, al delincuente como racional (Hegel, 1979: 191).

En la tradición china, la ley penal estatal se correspondía para algunos con la justicia, que estaba considerada ley justa. Para Mo Zi, la justicia significa el obrar correcto; considera que donde se da la justicia en el mundo, ahí está la vida y el bienestar; y donde se practica la injusticia, ahí está la muerte y la pobreza. Donde está la justicia, ahí está el orden, y donde está la injusticia, ahí está el desorden. Su idea de la justicia se deriva a partir del concepto de cielo. La fuente de la justicia aparece como una divinidad antropológica. La muerte de un hombre es suficiente como justificación de una situación como injusta y se paga con la pena de muerte. Entonces la matanza de diez hombres es una injusticia diez veces mayor y deber ser castigada con diez penas de muerte, y así sucesivamente. No deja de resultar paradójico que si un soberano de un Estado ataca a alguien: es una injusticia en grado sumo, pero la condena de este noble no lo es más, sino al contrario lo llenan de gloria y lo llaman justicia (Liu, 1989: 178, 180 y 182).

Sin ir más lejos, el Libro del Tao de Lao-Tse (1971: 344.), en el capítulo titulado No quieras matar, ya afirmaba:

“Si a un pueblo no le importa morir

¿de qué sirve amenazarlo con la muerte?

Es menester que sienta horror a la muerte.

Y si alguien es culpable

de manera que,

hecho prisionero

merezca la muerte,

¿Quién osará jamás dársela?

Hay un juez

cuya misión es condenar a muerte.

El que produce la muerte

usurpando aquella función

es como el que maneja el hacha

no siendo carpintero

pues quien sin ser carpintero la emplea,

es raro

que no se corte, él mismo, sus manos”.

Por otra parte, el argumento de la justicia puede servir de fundamento tanto para su admisión como su abolición. En el primer caso, la pena de muerte ejercería de instrumento nivelador de la conducta reprochable, al no ser suficiente con la pena privativa de libertad. Claro está, este razonamiento adquiere mayor peso, pero también un carácter más subjetivo desde la óptica de los familiares de las víctimas, lo que hace desdibujar un correcto análisis de la problemática. Si se opta por la prohibición de la pena de muerte esta no puede considerarse justa, ya que es desproporcionado llevar a cabo uno o varios asesinatos legales en un Estado liberal y democrático de derecho. La violencia no puede pagarse con violencia. La sangre no puede justificarse con más sangre. Existen cauces legales suficientes para hacer pagar al delincuente su pena, por lo que no puede ser la única medida del delito de asesinato.

También la concepción utilitarista de la pena de muerte puede servir para respaldar su perpetuación, cuando considera que no tiene sentido que los delincuentes natos estén en la sociedad, no son útiles, porque no es posible su reinserción en la sociedad. Son considerados seres dañinos que, por su condición, son irreformables. Una postura así sería inadmisible para Kaufmann, el motivo radica en que un católico no ve, normalmente, al prójimo como un ser dañino. Esta idea extrapolada a la figura del delincuente lleva a la conclusión de que este individuo puede mejorar, reinsertarse en la sociedad. Para ello, a lo mejor resultaría necesario un derecho penal más caritativo que no caiga ni en la pena excesivamente severa como pueden ser la pena capital o la cadena perpetua, ni en la tolerante pasividad. Quizá Kaufmann no atiende a un término medio, sino que deposita demasiada confianza en la reinserción social para lo que admite penas privativas de no muy larga duración u otras medidas alternativas. Desde esta óptica, para Barbero (1985: 21) -siguiendo a Alt- el argumento utilitarista mostrado rebaja la “máxima pena” a “mera medida de seguridad”.

Para ver esto más claro, resulta pertinente atender a la pretensión de la justicia que, como señala Radbruch, “dice solo que el más culpable debe ser castigado más gravemente, y al menos culpable de modo correlativamente más leve”. De tal manera que juega solamente en “la ordenación de determinados niveles de la pena según los diferentes grados de la culpa dentro de determinado concepto de culpa”. Esto es así, por la sencilla razón de que se habla de una punibilidad relativa y no absoluta. La justicia tiene como finalidad ajustar relaciones para solucionar conflictos (Radbruch, 1990: 41-42). El Estado intenta a través de la pena de muerte exhibir su poder ante el resto de los estados, su poder de sometimiento de los ciudadanos. Los retencionistas tienen muy en cuenta la funcionalidad o finalidad de la pena de muerte que no solo van a medir su necesidad en base a criterios de justicia un tanto arcaicos, sino según parámetros de utilidad. Es decir, si es eficaz para evitar males mayores. También es oportuno señalar que el argumento de la reinserción o la resocialización es bastante inconsistente, ya que son muy pocos los que condenados por delitos graves consiguen reinsertarse de nuevo en la vida social.

En la actualidad, los países partidarios de la pena de muerte, con un Estado democrático de derecho, son más bien pocos, aunque ciertas naciones insertas en este marco todavía siguen abogando por su perpetuación. En Japón se practica la pena de muerte a pesar de que su uso esté, de forma paulatina, cada vez más restringido, dado que en el 2020 se registraron por Amnistía Internacional conmutaciones o indultos de la pena de muerte. Resulta sorprendente que uno de los países más industrializados del mundo todavía siga teniendo esa mentalidad; aunque, sin ir más lejos, algo parecido ocurre en Corea del Sur o Estados Unidos2 en determinados estados. Kaufmann, conocido por su talante liberal y reformista, viajó en varias ocasiones a Japón; la primera de ellas, invitado en 1965 por su amigo Koichi Miyazawa, para disertar sobre la pena de muerte. El suyo fue un discurso valiente, bastante abolicionista, que dejó a la multitud de especialistas realmente sorprendidos. Su finalidad no resultaba censoria, sino que pretendía mover la conciencia de la derecha y la izquierda conservadora del pueblo japonés; en particular, la baja conciencia de valores de los diputados de los partidos en el gobierno; así como de los partidos de ultraderecha en la oposición. A decir verdad, en Japón raramente consta la pena de muerte como castigo para los asesinos. Es decir, que se utiliza muy selectivamente, según las circunstancias personales y sociales del autor individual. De todas formas, no se recompensa, de ninguna manera, la vida del fallecido acabando con otra vida (Miyazawa, 2005: 170-174).

Es patente, sin embargo, cómo se han realizado grandes avances en las legislaciones de la mayoría de los países hacia la abolición de la pena capital. En la actualidad, son 108 países en el mundo los que han abolido la pena de muerte en su ordenamiento jurídico para todos los delitos, 7 la han abolido para los delitos de derecho común y 29 mantienen una moratoria sobre las ejecuciones, lo que suma 144 Estados en total. No obstante, todavía existen 55 países retencionistas, es decir, que mantienen y aplican la pena de muerte para delitos comunes3 . Al echar la vista atrás es posible ver los progresos realizados hacia la despenalización de la pena capital; ello puede ser debido a que el sentimiento de la opinión popular ha variado extraordinariamente, y no solo en los países desarrollados, sino incluso en estados escasamente avanzados. Dicha circunstancia viene propiciada por el sentimiento de los que, al principio, eran una minoría y que lucharon por conseguir que se aboliera la pena de muerte, a través de una resistencia frente a lo que consideraban una situación injusticia. Así avanzaban más allá de los tópicos que establecían –ya desde la Antigüedad- que la pena capital era necesaria y podía justificarse. Es obvio que muchas veces hay que nadar contracorriente y tener convicciones; de tal modo que lo que señala Kaufmann (1962: 1003), en uno de sus primeros trabajos sobre la pena de muerte, no está exento de razón: “Todos los grandes progresos del derecho penal (…) se han conseguido frente la resistencia de la convicción general”.

Por desgracia, todavía es frecuente la pena de muerte en países de tradición y cultura musulmanas. Así, por ejemplo, hasta hace muy poco el apartarse del islam estaba castigado con la pena de muerte, dado que apartarse de esta religión suponía abandonar la sociedad (Marina y De la Válgoma: 226). Tal es el caso de países de religión musulmana como Afganistán, Arabia Saudita o Irán, pero también en otros como China (en la que impera el confucionismo a medio camino entre religión y filosofía), a pesar de que se han dado pasos significativos (aunque no suficientes) en estos países con relación a la pena de muerte. Afganistán no practica ejecuciones desde 2018 y se registraron conmutaciones o indultos de la pena de muerte, pero sí tiene personas condenadas a muerte. Arabia Saudita ha abolido la pena de muerte para los menores de 18 años sustituyendo la pena máxima por una pena máxima de 10 años de prisión. En el controvertido caso de Irán existe obligación internacional de no imponer la pena de muerte a personas menores de edad en el momento de comisión del delito, a pesar de que se han producido incumplimientos como los casos de las ejecuciones de Sajad Sanjari y Arman Abdolali o la todavía pendiente de Hossein Shahbazi. El primero de ellos tuvo un aplazamiento de su ejecución debido al clamor popular suscitado antes del fatal desenlace. Ahora bien, no deja de resultar sorprendente el auge de tipos penales como la prisión permanente revisable (cercana en sentido amplio a la cadena perpetua), en países con democracias consolidadas del norte de Europa, Europa central y Europa mediterránea. En cierta medida, un mayor grado de desarrollo del país va acompañado de un periodo de privación de libertad más breve, tales son los casos de Dinamarca y Finlandia con doce años; Alemania, Austria, Bélgica y Suiza con quince años, que contrasta con los cuarenta años de Turquía para ciertos delitos múltiples. En países como Eslovaquia, Hungría y Turquía, para ciertos delitos, no hay un sistema de libertad condicional para los condenados a cadena perpetua, sin perjuicio de las diferencias según los estados4 (Annual Report of the CPT, 2016: 33-34).

2. ÉTICA CATÓLICA ANTE Y CONTRA LA PENA DE MUERTE

Este epígrafe expone los requisitos más importantes de la pena que establece la teología católica contemporánea (más en detalle Beristain, 1978: 169-176) y que, curiosamente, gozan de similitud con los utilizados por Kaufmann para defender, desde un punto de vista jurídico, la abolición de la pena de muerte. Los requisitos para comparar siguen gozando de plena vigencia en su pensamiento jurídico-filosófico, a pesar de que el autor alemán haga después ciertas matizaciones a sus planteamientos.

En primer lugar, la pena tiene que ser útil para la comunidad, en el sentido de contribuir al bien común y a la reinserción del delincuente en la sociedad. Es preciso determinar una definición de lo que entiende la Iglesia católica por bien común. Una posible interpretación puede ser la aparecida, durante el papado de Juan XIII, en las encíclicas Mater et Magistra (número 65) y Pacem in Terris (número 58): aquella concepción que respete el “conjunto de las condiciones sociales que permiten y favorecen, en los seres humanos, el desarrollo integral de su persona” (Encíclicas Mater et Magistra, 1961, número 65 y Pacem in terris, 1963, número 58). Esta definición extrapolada al ámbito penal pone de relieve una contribución positiva al perfeccionamiento de los miembros de la sociedad.

Para Kaufmann (1983: 5), no resulta convincente que con la sentencia de muerte varios delincuentes graves hayan sido sometidos a una purificación interior y una verdadera expiación moral. Por supuesto, la finalidad de la pena debe, si es posible, intentar conseguir, aun en el caso de criminales peligrosos, la posibilidad de una “voluntad de arrepentimiento” y “la mejora moral del condenado”. Asimismo, el autor alemán considera que la función de limitación de la culpa como responsabilidad personal solo puede llevarse a cabo, plenamente, cuando es suprimido el objeto de castigar, también, en las penas moderadas (Herzog, 2005: 143). De ahí que piense que el principio de culpa es un criterio delimitador irrenunciable y expresión del hecho de que toda persona debe tener la oportunidad de la expiación; de reconciliarse con la sociedad y consigo mismo. La expiación representa también la base de un derecho penal en el que se está obligando a la idea de la resocialización (Kaufmann, 1976: 271-276). Esta argumentación sirve para la deslegitimación de los fundamentos utilizados para defender la pena capital. Por ello, el concepto de expiación aquí utilizado es diferente al esgrimido en otras épocas históricas, en las que el delincuente al cometer un crimen se había hecho indigno de vivir y tenía que expiar su delito con la muerte. Esta manera de entender la expiación podría venir propiciada por el carácter mágico, sagrado y ritual que tuvo la pena de muerte en otros tiempos.

Como bien señala Herzog, el sentido de la pena reside para Kaufman en indicarle al autor un camino hacia la vivencia de la culpa como forma de autoliberación (expiación entendida como resocialización) (Herzog, 2005: 143). Por lo tanto, desde esta perspectiva es bastante cuestionable la legitimidad de la pena de muerte, como exigencia de derecho natural, para la conservación del bien común y el orden público. Es decir, si a un hombre peligroso se le quita la vida, esta acción no responde a la exigencia del bien común para la sociedad. Aquino parte de la tesis de “que toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común” (Aquino, 2002: q. 64, a.3, 531). A diferencia de otras ocasiones, aquí Kaufmann no se adhiere al pensamiento del Aquinate; en cambio, sí secunda el planteamiento de la Iglesia católica de la pena de muerte. Esta concepción de Aquino podía estar inducida por el contexto cultural en el que vivió y la influencia de Aristóteles que fue uno de los más importantes defensores de la pena de muerte.

En la pena de muerte se priva de la vida al malo en favor de los buenos. El Aquinate admite que la pena de muerte, contra ciertos malhechores, puede erradicar grandes males y conseguir mayores bienes. La pena capital solo sería aplicable como pena medicinal contra delincuentes muy dañinos para la sociedad, a la vez que pone de relieve el hipotético efecto disuasorio que llevaría consigo semejante castigo (Aquino, 2001a: q. 108, a.3, 237). También defiende Aquino (2002) la pena de muerte para los herejes (q. 11, a.3, 127), los blasfemos (q. 13, a.3, 134) y, en general, cualquier actitud que pueda considerarse pecado mortal (q. 66, a.6, 548). Como señala García Estébanez, Aquino “justifica la pena de muerte arguyendo que el pecador, por su pecado, se despoja él mismo de la dignidad humana y se reduce a sí propio a la condición servil de las bestias, ‘por lo que matar al pecador puede ser tan bueno como lo es matar a una bestia’ (q.64 a.2 ad 3; 1-2 q.91 a.6)”. En este sentido, critica esta idea de Aquino para proponer un lenguaje “que exprese mejor la dignidad de los seres vivientes en el conjunto de la creación y su calidad de compañeros del hombre en la misma, como el de ‘hermano’ lobo o ‘hermana’ luna empleado por San Francisco” (García Estébanez, 1990: 503). Su fundamento estriba en la idea de protección de los ciudadanos frente a los criminales peligrosos. Ahora bien, Aquino persigue la necesidad de devolver al buen camino al pecador; en particular, a los herejes que no deben ser castigados, sino tolerados en su actitud cuando se trata de herejes tranquilos que no corrompen a otros. Además, se les permite el trato con ellos a los files firmes en la fe, a fin de intentar su conversión (Vera Urbano, 1975: 38 y 39).

La pena de muerte, sin embargo, no se puede justificar, según Kaufmann, a partir de la idea de protección del bien común. Cabe entender que el autor hace referencia al significado de bien común postulado por autores clásicos como Aquino, pero que no coincide con el entendimiento de dicho término por la Iglesia católica. El asesinato no sirve de castigo, sino que conduce a la preservación de este, lo que afecta al derecho a la vida del condenado; es decir, a sus derechos humanos más elementales (Kaufmann, 1989: 483). De este párrafo se desprende otro de los requisitos típicos de la teología católica contemporánea en contra de la pena: la dignidad de la pena. No es cierto -como dice Aquino (2002: q. 63, a.1, 525)- que existan diferentes tipos de dignidades según la persona que sea, lo que traería como consecuencia la posibilidad de la utilización de la venganza. Kaufmann no critica directamente esta tesis de Aquino, pero reconoce “que toda pena (también cuando se llame de manera diferente; por ejemplo, ‘sanción’ o ‘medida’) es inherente a un momento de justicia revanchista y que ese momento de revancha, incluso en muchos casos (¡los autores del nacionalsocialismo!), obtiene preponderancia” (Kaufmann, 1993: 44). Además, un ser humano no pierde su dignidad, no es menos digno, por el hecho de cometer cualquiera fechoría sea cual sea su gravedad, dado que la dignidad es una cualidad de merecimiento intrínseca al ser humano. La dignidad ni se gana ni se pierde, sino que se reconoce, garantiza, vulnera, etc.

En general, los teólogos medievales consideraban que el Estado podía castigar los crímenes especialmente crueles con la pena de muerte; algunos veían en eso, incluso, una singularidad específica de la ética iusnaturalista cristiana. Bien es cierto que exigían algunas condiciones que justificaban acabar con la vida de un criminal. En primer lugar, el asesinato no puede ser institucionalizado por una autoridad privada, sino que tiene que ser tipificado por una actividad legislativa promovida por el Estado. El fundamento de este argumento reside en que la proclamación de la pena de muerte tiene que proceder de una autoridad pública, cuya tarea es preservar los intereses de la comunidad; es decir, para salvaguardar el bien común de la sociedad. En segundo lugar, el derecho a matar se reduce a ‘criminales’ que, a través de su actividad fuera de la comunidad jurídica, pierden por el delito su derecho a la vida. Solo si eso es de forma ‘culpable’, en el sentido moralmente fijado, puede de forma general estar permitida la pregunta acerca de un asesinato autorizado (Kerber, 1993: 167-168). En este contexto, se puede cuestionar la idea de la delegación divina según la cual la vida del hombre es sagrada, solo pertenece a Dios y solo él puede disponer de ella, aunque también puede hacerse por la delegación divina a la autoridad. Un católico, en la actualidad, no está en condiciones de suscribir esta delegación divina, por ejemplo, en los jueces, dado que estos al imponer penas no realizan justicia divina.

Una cosa es que no se acepte la pena de muerte; y otra muy distinta, que no se establezca ninguna consecuencia jurídica para el que cometa una acción delictiva. Prueba fehaciente de esta concepción es la obra de Kaufmann titulada Das Schuldprinzip (1961), lugar donde el autor reconoce que el sentido primario de la pena es la vindicación y señala como indispensable la existencia de culpa y pena, pero lo curioso es que no le parecía necesaria la pena estatal. Kaufmann (1976: 201-211) lo deja claro cuando habla de la naturaleza moral de la pena. Esta idea tiene su razón de ser, en que su análisis parte del recuerdo de los abusos totalitarios por parte del poder penal estatal que acaecieron, por ejemplo, en el derecho penal del nacionalsocialismo. El profesor muniqués aboga, en el fondo, porque la despersonalización y las agresiones llevadas contra su pueblo no se repitan nunca más. Sin embargo, la perspectiva antes expuesta hace tiempo que fue desechada por el autor o más bien, como él mismo dice, modificada. De todas maneras, sigue defendiendo que la interpretación de la legitimación de la pena es evidenciada, en primer lugar, a partir de la persona del autor y, por ello, referida a su necesidad de expiación para redimir o reducir su culpa mediante el pago de una compensación. La doctrina actual argumenta con la necesidad del otro, o sea, de la sociedad para cuya estabilización se hace necesaria y justificada la pena. En este sentido, considera que la idea de la expiación que mantenía reconoce que es muy dudosa cuando se tiene ante los ojos la pena, aunque el postulado final anteriormente expuesto sigue invariable para Kaufmann (1986: 430; 1993: 44): “En primer lugar, la pena es un acto de justicia distributiva: al autor se le debe dar ‘lo suyo’, lo que necesita, ‘poena medicinalis’”. Parece que tiene presente el pensamiento del doctor angelicus sobre la pena medicinal, pero en sentido inverso, ya que Aquino (2001b: q. 99, a.4, 170) afirma: “Las penas se aplican como medicinas para que los hombres por temor al castigo dejen de pecar”. La principal finalidad de la pena para Kaufmann es la prevención especial; en particular la resocialización, puesta en relación con las otras finalidades de la pena: la retribución (la compensación de la culpa) y la rehabilitación social. Al final vuelve –como en otras ocasiones- a refugiarse en el eclecticismo cuando postula que “la protección del bien jurídico al que va dirigido siempre la pena estatal no es una finalidad principal que se puede colocar al lado de las otras. No es ningún aspecto parcial de la pena, sino más bien el resultado de una relación opcional de los tres objetivos de la pena” (Kaufmann, 1986: 431; 1993: 45).

Por otra parte, queda patente cómo el argumento retributivo esgrimido por los partidarios de la pena de muerte es mantenido desde la Edad Media. La pena de muerte era necesaria para restablecer el equilibrio social perturbado por la infracción. Por ejemplo, Aquino afirma que la pena de muerte resulta legítima y necesaria para la conservación del orden. Este argumento de carácter retributivo sobre la necesidad de la pena, como razón última para la defensa de la sociedad y la salvaguarda del orden público, puede ser entendido de diferentes maneras. El concepto de necesidad podría entenderse, desde una perspectiva católica, como aquellas “exigencias irremplazables para la convivencia y en cuanto última arma para defensa de la sociedad” (Beristain, 1978: 173). Kaufmann es de esta misma opinión, considera que la pena debe ser el último recurso, una vez que han fracasado los restantes medios no punitivos.

3. ¿MAL ABSOLUTO O MAL MENOR?

Tal y como se ha expuesto, queda claro que Kaufmann se alza como ferviente detractor de la pena de muerte, en el que se presentan similitudes con el entendimiento de la actual moral católica. A continuación, se quiere poner de relieve la importancia de la influencia de Radbruch en el desarrollo de sus investigaciones en torno a la pena capital.

Kaufmann, en su artículo político-criminal Um die Todesstrafe de 1957 publicado en la revista Ruperto Carola, sostuvo una posición clara en contra de la pena de muerte. El espíritu del famoso trabajo fue reafirmado en los sucesivos proyectos Código Penal en el que participaron aquel conocido grupo de profesores alternativos. La fecha de los años cincuenta del siglo pasado fue clave, porque no eran pocos los diputados del parlamento alemán que abogaban por la reintroducción -afortunadamente sin éxito en sus dos intentos claros del 2 y 30 de octubre de 1952- de la pena de muerte. En aquel artículo, según Hassemer (1993: 7), “se conectan sin esfuerzo posiciones filosóficas fundamentales con reflexiones penales teóricas, así como argumentaciones históricas y críticas acerca de la justicia”. Aún más, “en este trabajo aparece la ponderación que posteriormente habría de determinar centralmente el pensamiento iusfilosófico de Kaufmann: un ser humano no puede ser sancionado con la privación de su vida, incluso, aunque otras sanciones prometan menor efectividad”. Es patente el influjo radbruchiano al terminar su trabajo con una cita de él, al que cataloga como “…uno de los más vigorosos defensores de la prohibición de la pena de muerte” (Kaufmann, 1983: 10). No en vano, en 1910, Radbruch en su prólogo a la obra de Wladimir Korolenko titulada Die Todgeweihten contempló este castigo como “un mal absoluto, cuya reprochabilidad no necesita ser probada en primer lugar por su inconveniencia, ni puede ser refutada por su posible conveniencia, sino que sencillamente puede ser demostrada” (Radbruch, 2003: 42). Kaufmann tomaría acopio de esta consideración de mal absoluto en diferentes ocasiones (1987: 84; 1990: 4, 13).

Tiempo después en el Programa de Görlitz de 1921 del partido socialdemócrata alemán se recordaba una importante reivindicación individual: la abolición de la pena de muerte (Radbruch, 1993: 111 y otros contenidos netamente progresistas en 99). Posteriormente, Radbruch, como ministro de Justicia señaló el carácter innecesario y peligroso de la pena capital en su Proyecto de Código penal de 1922, cuyas reivindicaciones se hicieron realidad legislativa con su abolición por el artículo 102 de la Ley Fundamental alemana de 1949, pero no sería hasta 1987 cuando fuese abolida en la República Democrática Alemana. Anteriormente, se abolió en Austria en 1950 para los delitos comunes y en 1968 para todos los delitos; en Suiza en 1942 para los delitos comunes y en 1992 de forma general.

Es sabido que Radbruch era un aguerrido defensor de la abolición de la pena de muerte. Ya en marzo de 1920, en Kiel, junto a su colega el iuspublicista Hermann Heller, con motivo del golpe de Estado de Kapp, dio buena muestra de ello. Siempre estuvo teorizando para su abolición no solo en su obra principal titulada Rechtsphilosophie, sino también en su ponencia presentada en 1933, poco antes de que le echaran de su cátedra, bajo el rótulo Autoritäres oder soziales Strafrecht o también en el artículo de periódico Das Ende der Todesstrafe aparecido, en 1949, poco antes de su muerte (Miyazawa, 2005: 171-172). En este último trabajo destaca la triste etapa de los doce años de pena de muerte, durante el nacionalsocialismo, que sirvieron de espejo de los motivos generales para su abolición: su inhumanidad, el peligro de asesinatos de justicia reparadora, la necesidad de una figura tan inhumana como la del verdugo, etc.; argumentos que no hacen sino pervertir todo el derecho penal (Radbruch, 1992a: 339-341; 1992b: 302-303). Tanto en la Antigüedad como en la modernidad la figura del verdugo se encuentra claramente denostada; por ello, normalmente, oculta su cara. Cuando en realidad es “un inocente ejecutor de la voluntad pública, un buen ciudadano, que contribuye al bien de todos, instrumento necesario a la seguridad pública interior, como para la exterior son los valerosos soldados” (Beccaria, 1990: 79).

Los argumentos más recurrentes de los abolicionistas son que la pena de muerte pone en peligro la dignidad humana y que la sociedad tiene otros medios eficaces para conseguir esa defensa. Hay que evitar por todos los medios que el uso del poder no se convierta en abuso. Ahí precisamente entra en juego el artículo 1 de la Ley Fundamental alemana que dice así: “1. La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligatorio de todo poder público”. “2. El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. “3. Los siguientes derechos fundamentales vinculan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como derecho directamente aplicable”. Este precepto de hondo de carácter garantista vino propiciado por los tristes acontecimientos ocurridos durante el nacionalsocialismo, en los que la dignidad humana fue vulnerada sistemáticamente.

Es un hecho constatable el rechazo, por parte de Radbruch, a la pena de muerte, a la que llegó a denominar la vergüenza de la civilización (Kulturschande) en una necrología al penalista liberal Moritz Liepmann, que venía a ser una contradicción frente a la proclamación de la pena de muerte, para los delitos políticos, prevista en el decreto de la defensa de la República. La justificación de esta paradoja se encuentra en la carta escrita a Lydia Radbruch el 12 de julio de 1922: “Me decanté con dificultades por la amenaza de la pena de muerte, precisamente porque tuve la sensación de que esto ponía en peligro su abolición general. He explicado allí mi opinión, de que mientras permanezca la pena de muerte en nuestro sistema penal deberá estar indicada su amenaza contra los clubes de asesinos, que este hecho respalde la reprochabilidad del delito más grave, el asesinato, con la pena de muerte; estoy, sin embargo, preparado en todo momento para la supresión total de la pena de muerte…” (Radbruch, 1995: 62). Al hilo de esto, cabe señalar que ya Radbruch afirmaba que “la pena de muerte es un cuerpo extraño en el sistema penal actual” basado en penas pecuniarias y privativas de libertad (Radbruch, 1993: 111), y que Kaufmann se encargó de corroborar al tener en cuenta que solo la culpa del autor puede ser fundamento jurídico para la pena y ni siquiera la idea de la preservación del bien común (Kaufmann, 1989: 483).

La fundamentación kaufmanianna en contra de la pena de muerte es clara, porque la persona nunca puede ser empleada como un medio para un fin. Su fundamento radica en que la vida de la persona es inviolable. La Ley Fundamental alemana lo expone claramente en el párrafo 2º de su artículo 2: “Toda persona tiene el derecho a la vida y a la integridad física. La libertad de la persona es inviolable. Estos derechos solo podrán ser restringidos en virtud de una ley”. La tradición kantiana habla de que la persona no puede ser utilizada como un medio, no puede ser instrumentalizada. La persona es un fin en sí mismo como también lo es el derecho. Pensar de otra manera podría hacer reaparecer viejos fantasmas del pasado que trajeron las dos guerras mundiales y las experiencias con sistemas estatales criminales que estremecieron la humanidad. Kaufmann señala como “millones de vidas de hombres han sido aniquiladas ‘en nombre del derecho’”. La República Federal alemana en 1949 implantaba una constitución y allí suprimía la pena de muerte. “La supresión de la pena de muerte no estaba pensada, de ningún modo, como un acto de la reforma del derecho penal, sino como un reconocimiento a la inviolabilidad de la vida”; además “se reconoce, que la pena de muerte es inhumana por su efecto destructivo de la personalidad” (Kaufmann, 1983: 2-3). En este punto podría pensarse en la aparente contradicción entre los postulados de Kant y un kantiano como Kaufmann sobre la consideración de la persona como fin en sí mismo y no como un simple medio. Este argumento sirve a Kant, en la Metaphysik der Sitten (Metafísica de las costumbres), para justificar racionalmente el uso y aplicación de la pena de muerte, dado que siendo el hombre un fin en sí mismo no era aceptable por la razón pura, que se trate de resocializar al individuo para ponerlo al servicio de los demás, dado que eso podría llevar a pensar que el hombre es un medio para la sociedad y no un fin en sí mismo. Este argumento pone de relieve un viejo problema que pasa por la consideración en Kant de la finalidad absoluta de la pena, teniendo en cuenta que por medio de ella no se persigue ninguna finalidad social. Es un tema discutido doctrinalmente que pasa por la idea que se tenga del papel de la retribución y de la prevención en Kant. Cabe pensar que Kaufmann ve en Kant un retribucionismo menor que el que normalmente se le atribuye.

Desde una óptica garantista como la de Kaufmann, en virtud de la cual no se puede torturar a una persona para salvar a cien, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿es posible sostener una teoría de los derechos humanos totalmente garantista? Incluso, se puede plantear la pregunta de si para combatir el terrorismo es lícito utilizar la tortura o, incluso, la pena de muerte. Según Hong (2019: 5), el principal argumento constitucional de los defensores de las excepciones a la prohibición de la tortura radica en que, en los casos de “tortura de rescate” (Rettungsfolter), se produce una colisión dentro de la propia garantía de la dignidad humana; es decir, entre el deber de respetar la dignidad humana de los torturados y el deber de proteger la dignidad a las personas que pudieron ser salvados del secuestro por medio de la aplicación de la tortura al secuestrador. En estos casos, ¿no es inevitable una colisión entre las diferentes dignidades y no tendría que sopesarse esta colisión en caso de duda siempre a favor de la víctima inocente? Esta argumentación de Hong tiene que ser tratada con cautela. A pesar de que se trata de un caso difícil no deja de ser eufemística la nomenclatura utilizada de tortura de rescate, bajo la cual se puede llegar a amparar en determinados casos la tortura practicada por un miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, con la finalidad de obligar a una persona a realizar una declaración por medio de la cual se protege (hipotéticamente) un bien jurídico amenazado. En todo caso, en mayor o menor medida, sería un atentado grave contra los derechos humanos y, en particular, contra la dignidad humana del torturado. En este sentido, es conocido el análisis de Dreier (2013: 132-133) realizado en su comentario a la garantía de la dignidad, recogida en el artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn, en el que señala el problema generado por la imposibilidad de poder oponer a la dignidad otros valores de rango constitucional, circunstancia que resulta también aplicable a la situación en que la tortura fuera practicada, por el funcionario al presunto criminal, para proteger la vida de una víctima secuestrada. Él sostiene que esta prevalencia absoluta de la dignidad humana no ayuda si ambas partes pueden promoverla por lo que los organismos estatales podrían enfrentarse a dos obligaciones jurídicas, ambas derivadas del artículo 1 de la Ley Fundamental. De tal manera, el autor está poniendo de relieve la naturaleza compleja de la situación que lleva aparejada una ponderación de ambas situaciones. Tiempo después, las afirmaciones vertidas en aquel comentario al artículo 1 de la Ley Fundamental le llevaron, en base a una injusta campaña orquestada, a ser sacado de la terna un como un muy posible sucesor de Hassemer en el puesto de magistrado del Tribunal Constitucional federal alemán.

Pudiera parecer obvio que, normalmente, cualquier filósofo del derecho debería estar en contra de la tortura y de la pena de muerte, cuestión distinta es que muchos de los aspectos de ambos problemas puedan y deban ser discutidos con coherencia y racionalidad, en sede teórica, a fin de perfeccionar la argumentación. Esta idea es extrapolable a las naciones, las cuales no tienen que actuar con una doble moral. Ilustrativo al respecto es Estados Unidos que, por un lado, se dedica a “sermonear a otros países acerca de su comportamiento en materia de derechos humanos” y, por otro, hace caso omiso a “las instituciones internacionales” en temas como la pena de muerte o la situación de sus cárceles, que contraviene la normativa internacional referente a los “derechos humanos”. Por lo tanto, es preciso que “las naciones pongan en práctica lo que predican” como “requisito básico para una política de derechos humanos legítima y efectiva” (Ignatieff, 2003: 62). De modo que no deja de ser una lástima que Estados Unidos se niegue a aceptar la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Esta actitud, junto con la de otros países como China o Rusia, ha propiciado una cierta inoperancia de los derechos humanos, en el ámbito internacional, que intenta ser subsanada con el principio de universalidad o de justicia universal adoptado, con mayor o menor fortuna, por distintos países.

Kaufmann considera injustificable la pena capital por varios motivos. En primer lugar, la muerte del asesino no puede verse recompensada con una acción igual. Por tanto, no cabe una justicia conmutativa propia de las teorías absolutistas de la pena, que representan muy bien el aforismo punitur quia peccatum est y que tienen su máxima expresión en la Ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente). Esta idea de revancha, en virtud de la cual si se comete un delito tiene que ser pagado con la misma moneda. Desde este planteamiento se puede castigar con la muerte, incluso, el homicidio imprudente. De aquí se extrae el principio de equiparación de la venganza con la ofensa; única manera razonable de resolver la cuestión. Es inviable una igualdad absoluta entre culpa y pena; la represalia para la compensación de la culpa. De manera que, en base a la Ley del Talión, incluso el homicidio negligente sería castigado con la muerte, la cual no deja de ser claramente desmedida e imposible de llevarse a la práctica con determinados delitos: perjurio, estafa, allanamiento de morada, etc. ¿Pueden estos delitos pagarse con la misma moneda o, incluso, con la muerte? La respuesta es no, ya que se precisa un castigo justo que sea proporcionado entre el delito cometido y la pena impuesta. Además, no arreglaría nada, sino más bien al contrario: lo empeoraría. Con este castigo no se atisba proporcionalidad alguna, ya que es sabido que los delitos relativamente graves tienen que ser castigados con penas relativamente graves. Con razón señala Engisch (2001: 156 y 157): “¿Qué penas son las más graves? ¿De qué manera debe graduarse la gravedad de la pena? ¿Dentro de qué limites deben moverse los marcos penales?”. Asimismo, se plantea la posibilidad del error judicial, en el cual el imputado es declarado culpable, siendo inocente -al menos del delito por el que se le condena a la pena capital-, unido al hecho de que la escasez de recursos económicos juega un papel importante a la hora de llevarse a cabo una correcta defensa durante el desarrollo del juicio.

Como ya se ha comentado, el principio que se deduce de esta Ley no es realizable en la mayor parte de los delitos. En este aspecto, el principio de justicia no exige un tipo penal conforme a la acción, sino una extensión de la pena conforme a la culpa. De manera que, partiendo de este razonamiento, la pena de muerte no puede ser la única medida del tipo penal de asesinato. Y puesto que solo la culpa del autor puede ser fundamento jurídico de la pena, tampoco se justifica la pena de muerte en la idea de la preservación del bien común. Entonces no sería asesinato como pena, sino como preservación del asesinato. Por el mismo motivo es inadmisible justificar la pena de muerte en base a la prevención general: por su efecto disuasorio frente a los otros (prevención general negativa) o bien, por su efecto estabilizador de la sociedad (prevención general positiva), porque el hombre no se puede convertir nunca en un medio demasiado ubicado fuera de sus objetivos (dignidad humana) (Kaufmann, 1989: 483). En realidad, la pena de muerte no tiene el efecto disuasorio o preventivo que muchas veces se le atribuye. Aplicando la pena de muerte al homicida, no es restablecido el orden violado, ni devuelta la vida a la víctima, sino que se le quita al asesino. La pena debe tener un carácter resocializador que no se da en la pena de muerte.

La prevención general no deja de poner de relieve una justicia legal que tampoco termina de convencer a Kaufmann, por lo que acude a la justicia distributiva de tradición aristotélica y que se concreta, en una igualdad proporcional y relacional. Teniendo en cuenta esto, puede deducirse que la finalidad principal de la pena es la prevención especial que establece, atendiendo a la personalidad del delincuente en la comunidad, su resocialización y que parece que se pierde, por razones obvias, con la pena de muerte (Kaufmann, 1986: 427 y 428; 1993: 41-42). Esto ya resulta más problemático, al establecer una culpa sin pena, ya que se establece una renuncia a su ejecución. Una renuncia que, bajo el aspecto de la igualdad distributiva, se muestra como posible. Sin embargo, Kaufmann no solo está en contra de la pena de muerte, sino también de la cadena perpetua y considera que debe ser abolida al contradecir la idea de culpa, el no satisfacer las necesidades político-jurídicas y ser indispensable para la protección de la sociedad. Aún más, su fundamento radica en que “daña la dignidad humana, ofende la libertad de la persona en su contenido esencial y contradice el principio de igualdad”; en definitiva, la “cadena perpetua es anticonstitucional” (Kaufmann, 1983: 1). Kaufmann quiere articular penas más humanas, en relación con la consecuencia jurídica que se pudiera derivar de la cadena perpetua. Eso sí, admitía en determinados casos penas privativas de libertad de corta duración. También la Iglesia católica estaba en contra de la pena de muerte, pero establecía que se impusieran multas para verse libres de estas penas temporales, los hombres se abstengan de cometer sacrilegios (Aquino, 2001b: q. 99, a.4, 170).

Esto bien puede basarse para Kaufmann en un derecho penal que respete los derechos humanos y los derechos fundamentales dirigido no solo frente a la protección del bien jurídico individual como la vida o la libertad, sino respecto a la humanidad en su totalidad; a la vez que en un derecho penal interno que no solo proteja a la sociedad contra el crimen, sino también frente a la arbitrariedad del Estado y para eliminar las penas inhumanas como la pena de muerte (Kaufmann, 1987: 190). Estos argumentos no dejan de tener signo radbruchiano, sin ir más lejos aparecen en la célebre Vorschule der Rechtsphilosophie de 1947. Esta problemática se encuentra bastante relacionada con los derechos humanos y el derecho penal. Este último debía ser de corte liberal y presentaba como rasgos característicos: la aceptación del carácter fragmentario del derecho penal; este derecho puede proteger solo bienes jurídicos y solo aquellos que son significativos para la persona; la pena como último recurso, solo cuando no se pueden proteger de otra forma los bienes jurídicos y, por último, que el derecho penal tiene que ser antipaternalista; es decir, no puede proteger al individuo, en cualquier caso, por autolesiones que pretendan colocarse por encima de valores superiores (Schroth, 2005: 133).

El caso de la condena a muerte, en determinados países, está admitido aun cuando las tesis no parecen demasiado sólidas, porque como bien señala Barbero (1964: 8) haciéndose eco de Bockelmann el argumento más racional contra la pena de muerte es que carece de fundamento racional alguno en su favor. A modo de ejemplo, estarían el no matar, el no practicar la tortura que aparecen como preceptos que gozan de una notable juridicidad, a pesar de que tengan su correlato en el campo de la ética, pero que con uso de la racionalidad práctica se está en condiciones de poder captar la injusticia de su práctica. No pueden dictarse penas desproporcionadas para los delitos, por muy malos que sean los agresores en determinadas ocasiones, ya que normalmente no consiguen disuadir a los delincuentes en potencia. No obstante, a la prohibición de matar caben algunas excepciones como la legítima defensa, la ejecución de una condena de muerte o la realización de una acción de guerra.

La legítima defensa es un derecho del individuo, esto es, una actuación de una persona para la protección de derechos propios o ajenos, en respuesta proporcionada a un ataque ilegítimo. Kaufmann relaciona este concepto con el sentido clásico del derecho de resistencia como un derecho de legítima defensa social frente a una autoridad criminal que ejerce su poder causando, para ello, una amenaza física o psíquica y peligro para el pueblo (Kaufmann, 1986: 62). Si bien es cierto, la colectividad carece de tal derecho de legítima defensa y menos aún es extrapolable al Estado, que Kaufmann si lo hace con el clásico derecho de resistencia.

En este aspecto entran en juego intereses contrapuestos a ponderar, ya que el Estado defiende a una colectividad y, además, goza del monopolio de la fuerza. Tiene que actuar con suma cautela para llevar a cabo, de la mejor manera posible, la organización de la convivencia social. Además, el individuo actúa en situaciones límite –aunque no solo en estas- por impulsos, intereses, rabia, venganza… En cambio, el Estado tiene que actuar reflexivamente en defensa de sus ciudadanos, sopesando las diferentes vías para atajar el problema y encontrar una solución consensuada. La legítima defensa está justificada si se cumplen los requisitos establecidos legalmente, por ejemplo, que sea una acción proporcionada para repeler un ataque injustificado. Este derecho se recrudece cuando se llega a los casos de guerra o de terrorismo que, en base a estas situaciones, en ocasiones está justificado el derecho a matar y a torturar, si con ello sea evitado un mal mayor. Los partidarios de la realización de un mal menor, como último recurso, para encontrar una vía de solución a los hipotéticos males mayores que se pudieran dar se justifican en que existe un estado de necesidad demostrable. Los dos principios que aquí se conjugan son: por un lado; el principio conservador de mantenimiento de las instituciones libres existentes; por otro, el principio de la dignidad para proteger a los individuos de los ultrajes. Es preciso distinguir entre oponerse alguien a la tortura de las personas con el fin de conseguir información valiosa por razones de Estado y matar a un combatiente en un conflicto bélico. Así para Ignatieff parece más legítimo matar en defensa propia o para conseguir algún objetivo militar, que infligir un dolor degradante involucrándose en actos de crueldad. Es interesante la postura sobre la pena de muerte y la tortura de Ignatieff (2005: 36-37, 39, 40-42, 180-182). La última apreciación puede ser objeto de crítica, ya que existen casos en que se consiguen confesiones, sin necesidad de practicar acciones crueles, a través de una simple inyección. Es sabido que, por lo general, no son lícitas las pruebas obtenidas de esta manera, pero ¿son moralmente reprobables?

En realidad, estas acciones no pueden justificar la muerte de personas inocentes, al ser complicado cuantificar que con ello se evite un perjuicio mayor, dado que es muy difícil sopesar si con el beneficio que se fuese a producir, se iba a compensar el daño producido. En realidad, no se puede comerciar con la vida, esta no puede ser utilizada como moneda de cambio, por lo que el derecho de legítima defensa se extiende solo cuando se ataca ilegalmente. Kaufmann habría utilizado la figura del espacio jurídico libre, es decir, aquel que dispara contra un avión comercial en el cual se encuentran las personas inocentes para evitar, por ejemplo, la destrucción de una bomba atómica; no pudiendo calificarse como conducta ilegal, sino como persona que se encuentra en el espacio jurídico libre (Schroth, 2005: 132). Kaufmann es bastante garantista al sostener que una guerra atómica -también una guerra defensiva- incondicional e inmoral y rechaza con eso todos los intentos de justificar una guerra nuclear apelando a la doctrina tradicional de la guerra justa. Pero también la intimidación a través de amenazas con el uso de armas nucleares es inadmisible para Kaufmann. De tal manera que discrepa de ciertos parámetros de la teoría clásica de la guerra justa. Las modernas guerras, en cuanto participan grandes potencias se convierten forzosamente en guerras nucleares. Estas al igual que las guerras defensivas siempre suponen muerte y destrucción y, en definitiva, aniquilan lo que pretenden defender.

4. CONCLUSIONES

En general, Kaufmann se encuentra paradójicamente influenciado, más de lo que él cree, por la ética de inspiración cristiana en el tema de la pena de muerte, aunque en publicaciones de los años ochenta su postura sufre ligeros cambios, en el fondo no deja de ser el pensamiento de un jurista católico que aboga por medidas alternativas a la pena que sean preventivas o correctivas, pero normalmente no punitivas. De igual forma, se aparta, en lo referente a la pena de muerte, del pensamiento de Aquino que, en muchos otros casos, le sirve de apoyo para dar mayor coherencia a la totalidad de su obra. No es observada una correlación entre el pensamiento de Kaufmann y el de Kant en el tema de la pena de muerte, a pesar de que su no indisimulado kantismo, salvo en la consideración de la persona como un fin en sí mismo y no como un medio.

Por el contrario, se adhiere a la concepción de la pena de muerte llevada a cabo por Radbruch; pero estableciendo una culpabilidad, para el autor del delito, sin la necesidad de una pena estatal cuya fundamentación se justifica, de forma implícita, por el recuerdo de los abusos cometidos durante el régimen nazi. Esta relación pendular entre el pensamiento de Aquino y el de Radbruch no supone, necesariamente, un hecho insalvable, sino que representa en buena medida a un filósofo del derecho y penalista católico de tendencia socialdemócrata.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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1 Este artículo se llevó a término gracias a una estancia de investigación del autor como Investigador sénior en la Cátedra de Filosofía del Derecho y Filosofía Social de la Universidad de Gotinga (Alemania).

* Universidad Rey Juan Carlos. Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas. Paseo de los Artilleros s/n, 28032 Madrid. Correo electrónico: joseantonio.santos@urjc.es.

2 En Estados Unidos, 24 estados tienen pena de muerte, 23 no y 3 tienen una moratoria impuesta por sus gobernadores a fecha de 2023. Más en detalle, véase la página del Death Penalty Information Center (https://deathpenaltyinfo.org/state-and-federal-info/state-by-state).

3 Datos tomados del Ministerio para Europa y de Asuntos Exteriores francés. Véase su página en lo referido a derechos humanos de su política exterior: https://www.diplomatie.gouv.fr/es/

4 De estos hechos no aparecen datos en los informes posteriores a 2016, incluyendo el de 2022.