SCIO: Revista de Filosofía

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LOS VALORES COMO RECURSOS EPISTÉMICOS EN LAS CRÍTICAS FEMINISTAS DE LA CIENCIA

VALUES AS EPISTEMIC RESOURCES IN FEMINIST CRITIQUES OF SCIENCES

Marta I. González García1

Resumen: En este trabajo se analizan las aportaciones de las críticas feministas para el debate actual sobre el papel de los valores no epistémicos en la ciencia. La revitalización de la discusión sobre los valores y la responsabilidad social de la ciencia en las últimas décadas responde a preocupaciones como la crisis de la replicabilidad, la creciente comercialización o el papel de la ciencia para la política. En todas ellas la influencia de valores de carácter no epistémico aparece como problemática. La crítica feminista, no obstante, proporciona ejemplos del funcionamiento de los valores políticos como recursos para una crítica constructiva que, acompañada de reflexividad y capacidad de autocorrección por parte de las comunidades implicadas, puede promover los propios objetivos epistémicos de la ciencia. Utilizaré dos ejemplos bien conocidos, la primatología y la neurociencia cognitiva, para discutir la interacción de lo epistémico y lo no epistémico en las críticas feministas. Los casos analizados servirán también para explorar la interacción de valores en la recepción de las críticas y para introducir la discusión sobre el denominado “nuevo problema de la demarcación”.

Palabras clave: filosofía feminista de la ciencia, valores epistémicos y no epistémicos, valores feministas, aceptación de teorías, crítica de la ciencia

Abstract: This paper analyses the contributions of feminist critiques to the current debate on the role of non-epistemic values in science. The revitalisation of the discussion on science and values in recent decades responds to concerns such as the crisis of replicability, increasing commercialisation, or the role of science for politics. In all of them, the influence of non-epistemic values appears as problematic. Feminist critique of science, however, provides examples of how political values can work as resources for the practice of constructive critique that, accompanied by reflexivity and the capacity for self-correction on the part of the communities involved, can advance science's own epistemic goals. I will use two well-known examples, primatology and cognitive neuroscience, to discuss the interplay of the epistemic and the non-epistemic in feminist critiques. The cases analysed will also serve to explore the interplay of values in the reception of critiques, and to introduce the discussion of the so-called "new demarcation problem".

Keywords: feminist philosophy of science, epistemic and non-epistemic values, feminist values, theory acceptance, criticism of science.

1. LA CRISIS DE LA CRÍTICA Y LAS CRISIS DE LA CIENCIA

En la era de la posverdad, criticar la ciencia es una tarea arriesgada. Las “guerras de la ciencia” de los años 90 fueron cristalizando en un debate aparentemente polarizado entre posturas anticiencia políticamente conservadoras y posturas prociencia políticamente progresistas. En este contexto, la crítica académica y social de la ciencia surgida durante las décadas anteriores parece haber perdido su rumbo (Latour 2004; Lynch, 2020), apropiada por los “mercaderes de la duda” y los “hechos alternativos” (Michaels, 2008; Oreskes y Conway, 2010). La crisis de la crítica convive de algún modo incómodamente con las crisis interrelacionadas que desvela dentro de la ciencia misma, como la crisis de replicabilidad (Andreoletti, 2021), las preocupaciones por la comercialización de la ciencia (Fernández Pinto, 2015; Legg et al., 2021) o las consecuencias de las dificultades de la ciencia reguladora para ofrecer respuestas no problemáticas para la toma de decisiones urgentes en situaciones posnormales (Farrell, 2020). Abordar cada una de estas crisis requiere crítica y reflexividad, y todas ellas forman parte del conjunto de circunstancias que han revitalizado la discusión sobre los valores y la responsabilidad social de la ciencia en las primeras décadas del siglo XXI (Douglas, 2016; Elliot y Steel, 2017; Kourany, 2010).

La crisis de replicabilidad, que afecta especialmente a las ciencias biomédicas, la psicología y las ciencias sociales, es una de las crisis epistémicas más discutidas de la ciencia contemporánea. Los usos inadecuados de metodologías estadísticas y un sistema de recompensas que promueve la cantidad de publicaciones frente a su calidad constituyen una parte importante de un problema que está motivando transformaciones en las comunidades disciplinares especialmente afectadas (Freese y Peterson, 2018). Por su parte, la injerencia de valores comerciales, que aparece también de forma notoria en las ciencias biomédicas, resulta en otro tipo de preocupaciones epistémicas (Proctor y Schiebinger, 2008) y está asimismo relacionada con la distribución de los recursos y las prioridades de la investigación (Resnik, 2007). En cuanto a la ciencia reguladora, los problemas resultan en parte de los conflictos originados por la resolución no epistémica de sus incertidumbres. En contextos de problemas posnormales (Funtowicz y Ravetz, 2003), la ciencia, como pieza fundamental de las decisiones políticas, es sometida a escrutinio y presiones desde dentro y fuera de las comunidades científicas. Aunque en estas situaciones la “dureza” de los hechos y la “debilidad” de los valores parecen invertir sus papeles, en el debate público los hechos son instrumentalizados por las partes en conflicto, desestabilizándose o cristalizándose a conveniencia (Farrell, 2020).

¿Qué papel le corresponde a la crítica de la ciencia en este escenario? En este artículo retomaré algunas ideas del modo en el que el feminismo (tanto desde la propia ciencia como desde la filosofía de la ciencia) ha ejercido su labor crítica para mostrar salidas a la “crisis de la crítica” en una “crítica fiable” (Almassi, 2019) que pueda ser correspondida por parte de la ciencia con reconocimiento, reflexividad y capacidad de autocorrección. La crítica feminista supone un tipo de práctica de gran interés para abordar la crítica a la ciencia porque, pese a haber constituido uno de los objetivos principales de las “guerras de la ciencia” (Haack, 1993; Pinnick, 1994), muchas de sus aportaciones se han caracterizado por la búsqueda de posturas que integraran el descubrimiento de las dimensiones sociales del conocimiento con la vocación normativa de la filosofía de la ciencia, articulándose de un modo no siempre reconocido con la discusión general que surge en los años 90 en el contexto de la filosofía de la ciencia naturalizada (Anderson, 2020; Intemann, 2021; Rolin, 2002; Solomon, 2012). Pese a su origen no epistémico, la filosofía feminista de la ciencia se desarrolló sobre la evidencia proporcionada por la crítica fundamentalmente epistémica de los sesgos de género en la ciencia misma, una crítica que lleva el corolario de que otra ciencia mejor es posible.

Además de proporcionar buenos ejemplos de cómo practicar una crítica constructiva de la ciencia, la crítica feminista puede también ilustrar las respuestas de la ciencia y la propia interacción de valores en las mismas. Obviamente, el juego de dar y recibir razones, de criticar y recibir críticas, es parte irrenunciable de la propia dinámica científica. Sin embargo, la crítica feminista introduce el elemento interesante del carácter político (no epistémico) de su origen. Utilizaré dos ejemplos bien conocidos para discutir la compleja interacción de lo epistémico y lo no epistémico en las críticas feministas y las reacciones de las comunidades implicadas. Pero antes expondré de un modo sucinto la aportación de la filosofía feminista al debate actual sobre ciencia y valores.

2. FILOSOFÍA FEMINISTA DE LA CIENCIA: DE LA SOSPECHA AL DIÁLOGO

La irrupción de los enfoques en sociología del conocimiento científico durante el último cuarto del pasado siglo XX promovió un debate sobre el papel de los valores no epistémicos2 en la ciencia en los años 80 y 90, en el que “razones e intereses” aparecían confrontados (Solís, 1994). Aunque la crítica al ideal de una ciencia libre de valores había estado en la agenda de la filosofía de la ciencia desde la reacción antipositivista de los años 50 y 60, la discusión sobre la alternativa a ese ideal se extiende ante la radicalidad del desafío relativista, que fue recibido con diversas posturas que abarcan desde posiciones en las que se rechaza con rotundidad el papel de los valores no epistémicos en la aceptación de teorías hasta enfoques naturalistas que tratan de acomodar las ideas sociologistas en marcos de normatividad más amplios (Longino, 2019).

Las epistemologías y filosofías de la ciencia feministas fueron especialmente fructíferas en estos debates sobre ciencia y valores en los años 90, en particular los empirismos feministas y las epistemologías del punto de vista, pese a que hacerse un hueco en la discusión filosófica general no fue una tarea fácil (Anderson, 1995; Lloyd, 1995; Rolin, 2002). Aunque ambos enfoques han ido convergiendo en los últimos años (Intemann, 2010), mientras que las epistemologías del punto de vista aún necesitan ser “desmarginalizadas” (Toole, 2020), los empirismos feministas se integran ahora con relativa normalidad en las discusiones generales sobre ciencia y valores (e.g., Elliot y Steel, 2017). Como ejemplos más representativos, el empirismo contextual crítico de Helen E. Longino (1990; 2002), el empirismo de inspiración quineana de Lynn H. Nelson (1990), el empirismo radical feminista de Elizabeth Anderson (2004) o el empirismo del punto de vista feminista de Kristen Intemann (2010) indagan en la cuestión de los valores no epistémicos en la ciencia, analizando a través del estudio de casos la forma en la que los valores de género participan en las prácticas científicas, y cuestionando la distinción misma. Aunque proponen diferentes enfoques para dar cuenta del papel de los valores feministas en la ciencia, coinciden en identificar su potencial crítico, mostrándolos en el rol de recursos epistémicamente beneficiosos. Generalmente, las filosofías feministas de la ciencia se plantean como epistemologías sociales bajo la idea de que la investigación sensible al género contribuye a la diversidad cognitiva en las comunidades científicas, un argumento que también es defendido por autores como Philip Kitcher (1993) o Miriam Solomon (2001).

Construidas a partir de las prácticas de científicas que critican instancias de ciencia cargadas con preconcepciones sexistas y androcéntricas, las filosofías feministas de la ciencia defienden el papel de los valores no epistémicos en la aceptación de teorías científicas, pero requieren un marco normativo para diferenciar los efectos beneficiosos de los perjudiciales de estos valores, de tal modo que la crítica pueda argumentarse con solidez. Por este motivo desde el feminismo se desarrollaron complejas alternativas al ideal de la ciencia libre de valores, repensando y redefiniendo las ideas clásicas de objetividad y racionalidad. Sin embargo, probablemente de un modo más agudo que otros enfoques, las epistemologías y filosofías de la ciencia feministas han estado desde el principio navegando lo que Anthony (1993) denominó la “paradoja de los sesgos”, dado que descansan sobre dos afirmaciones difíciles de articular: la afirmación del carácter situado y cargado de valores de todo conocimiento y la afirmación de que no todos los conocimientos son iguales (es decir, que hay conocimientos epistémicamente privilegiados). O, en otras palabras, que los valores sexistas y androcéntricos han dado lugar a prácticas y teorías sesgadas y parciales en la ciencia, al mismo tiempo que se defiende el papel de los valores éticos y políticos feministas como recursos epistémicos. Argumentar normativamente cuándo los valores están actuando como sesgos y cuándo lo hacen como recursos puede resultar tan problemático que algunos autores ya hablan de un “nuevo problema de la demarcación” para caracterizar las discusiones acerca de los criterios para diferenciar entre influencias aceptables e inaceptables de valores no epistémicos en la ciencia (Koskinen y Rolin, 2021).

El feminismo adoptó dos grandes tipos de estrategias generales para resolver la paradoja. Mientras las teóricas del punto de vista feminista defendían el privilegio de ciertos conjuntos de valores sobre otros, los empirismos feministas optaron por renunciar al privilegio epistémico, prescribiendo la “gestión” de los valores a través de formas de organización de las comunidades científicas y de distribución de los esfuerzos cognitivos que permitan la crítica y la confrontación de perspectivas parciales alternativas. En las comunidades idealmente organizadas de Longino (1990; 2002), los sesgos se cancelan en la interacción crítica, y no se prejuzgan los valores en disputa. Al evitar la problemática defensa del privilegio epistémico de ciertos valores, los enfoques que defienden la gestión de los mismos en comunidades diversas crean problemas alternativos, como la necesidad de atender a todas las posiciones en la discusión, ya que su carga valorativa no podría funcionar como argumento para invalidarlas (Intemann, 2017).

En los dos casos expuestos a continuación, los valores feministas aparecen cumpliendo diferentes funciones para distintas partes de los debates: son al mismo tiempo recursos epistémicos para las científicas feministas y sesgos políticos para partes de las comunidades cuestionadas. Al mismo tiempo que me ayudarán a ilustrar el funcionamiento de la crítica feminista y las respuestas de las comunidades científicas implicadas, me permitirán también introducir la discusión sobre el “nuevo problema de la demarcación”.

3. INNOVACIONES DE GÉNERO EN PRIMATOLOGÍA

La primatología se ha convertido en ejemplo paradigmático del valor de la perspectiva de género en la ciencia. Donna Haraway (1984) afirmó, parafraseando a Buno Latour, que la “primatología es política por otros medios” y, en su excelente libro Primate Visions, definió la primatología como una rama de la teoría feminista (Haraway, 1989). No se trata únicamente de que, al contrario de lo que ocurre en cualquier otra disciplina científica, los nombres más reconocibles de la primatología sean de mujeres (Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas). Además, las primatólogas introdujeron en la segunda mitad del siglo XX transformaciones radicales en los métodos y teorías cuyo significado para pensar en la objetividad y el papel de los valores en la ciencia ha sido abundantemente debatido en la filosofía y los estudios sobre ciencia (Strum y Fedigan, 2000).

La eclosión del trabajo de campo en la primatología occidental a mediados del siglo XX ocurre ligada al interés por el conocimiento de los orígenes de la especie humana de antropólogos como Louis Leakey y Sherwood Washburn. Al buscar un espejo en el que mirarnos y comprendernos, la investigación sobre agresividad, conducta sexual y reproductiva, crianza y organización social de los primates se convirtió en los primeros tiempos en un camino de ida y vuelta en el que se veía el reflejo de lo que se proyectaba. Los cambios radicales experimentados en la investigación sobre babuinos entre los años 50 y los años 80 resultan un escenario idóneo para observar un importante número de innovaciones de género en la disciplina.

Los babuinos desempeñaron durante décadas el papel de primates representativos, la especie que ejemplificaba el “patrón primate” que los antropólogos buscaban bajo la presuposición de que todos los primates comparten características adaptativas universales (Strum y Fedigan, 2000). Los estudios pioneros de Solly Zuckerman en el zoológico de Londres y la adecuación de su hábitat natural de sabana, por accesibilidad para la observación y semejanza con el de los primeros homínidos, contribuyeron a consolidar el “modelo babuino”, que proporcionó fundamento para la formación de una generación de profesionales de la antropología y para imágenes populares tan persistentes como la del “simio asesino” o el “mono desnudo” (Rowell, 2000). Washburn y sus estudiantes (especialmente Irven DeVore), con observaciones recogidas en trabajos de campo breves, compusieron un “patrón primate” consistente en una sociedad bien estructurada alrededor de la jerarquía de dominancia de los machos, que ordenaba el acceso a las hembras. La naturaleza agresiva de los machos tenía además la función de proteger al grupo de agresiones externas. En las descripciones de DeVore, los babuinos se organizan como tropas militarizadas que se desplazan siguiendo patrones rígidos de formación de acuerdo con edad, sexo y estatus, y en las que los machos dominantes protegen a los miembros más vulnerables del grupo, hembras y crías. Los roles de las hembras, por su parte, dependían exclusivamente de su estado y función reproductiva (Rowell, 2000; Langlitz y Strum, 2017).

A mediados de los años 60, primatólogas como Thelma Rowell, Jeanne Altmann o Shirley Strum, comienzan a observar grupos de babuinos que parecían comportarse de un modo tan diferente al de los babuinos de DeVore que incluso se dudó que pertenecieran a la misma especie. Los babuinos de Thelma Rowell vivían en sociedades matrilineales organizadas alrededor de lazos de parentesco y amistad, básicamente pacíficas, donde las hembras guiaban a los grupos a los lugares de alimentación y cuyos desplazamientos tenían poco de marcialidad militar ya que más bien se producían en completo desorden. Las hembras babuinas, de acuerdo con Jeanne Altmann, son “madres pluriempleadas” que, además de ocuparse de la crianza, se encargan de proteger, vigilar y mantener la cohesión del grupo. En el caso de Altmann, su revolucionaria aportación a la primatología no es únicamente empírica, sino también metodológica. Su artículo de 1974 “Observational Studies of Behavior: Sampling Methods” es uno de los más citados en la literatura contemporánea sobre comportamiento animal. En él expone y critica los diferentes métodos de muestreo en primatología, analizando el modo en el que pueden minimizar o maximizar la objetividad de las observaciones y el papel de los sesgos. Al poner en evidencia que gran parte del conocimiento que se estaba produciendo en la disciplina provenía de datos que no respaldaban las conclusiones extraídas, el artículo supuso un gran avance feminista sin mencionar siquiera la palabra género (Haraway, 1989, p. 305ss). Por su parte, Shirley Strum resistió la ortodoxia a varios niveles. Frente al interés vigente en “descubrir” la estructura social de los grupos de primates, Strum observó más bien procesos y negociaciones, desvelando la flexibilidad y apertura en la organización social de los babuinos. Sus estudios sobre la emergencia de orden social en los grupos de babuinos fueron, de hecho, una inspiración central para la teoría del actor-red, que se origina como una “primatología de la ciencia”, y muestran una heterodoxia más de Shirley Strum en su disposición a colaborar con sociólogos (Langlitz y Strum, 2017). Su énfasis en la conducta prosocial de los babuinos, frente al anterior foco en la agresividad y la dominancia, fue un cambio de perspectiva radical que, aunque finalmente aceptada, tuvo en principio un fuerte rechazo (Strum, 1987).

Desde su punto de vista de mujeres y desde posiciones débiles dentro de la academia, las primatólogas fueron capaces de ver lo que las preconcepciones de género, la escasa sutileza metodológica y la falta de estudios a largo plazo habían ocultado, fundamentalmente los aspectos relacionados con las actividades y roles sociales de las hembras primates, y contribuyeron a producir una práctica epistémicamente más adecuada. Sin embargo, primatólogas y estudiosas de la ciencia no se ponen de acuerdo en cómo comprender la relación entre la entrada de mujeres en la primatología, los cambios metodológicos, los estudios a largo plazo, el abandono del patrón primate, el interés por los comportamientos de las hembras y el surgimiento de sociedades primates diversificadas, no centradas en los machos, más colaboradoras y menos competitivas (Botero, 2021). Vista de cerca, se trata de una historia compleja y fascinante, que no admite interpretaciones simplificadas. Un ejemplo de esta complejidad es la paradoja de que parte de estas innovaciones de género fueron propuestas por primatólogas que no se describían a sí mismas como feministas, o el hecho de que algunas se corresponden con conceptualizaciones y prácticas que ya eran comunes en la primatología japonesa, donde no abundaban las mujeres (Haraway, 1989, cap. 10). Igualmente intrigante resulta la rapidez con la que la disciplina aceptó las críticas a sus sesgos androcéntricos e introdujo correcciones en métodos y teorías (Fedigan, 2001).

Aunque un análisis comprehensivo de la compleja interacción de valores en la primatología de la segunda mitad del siglo XX queda fuera del alcance de este trabajo, apuntaré algunas ideas sobre el modo en el que la primatología se transforma como respuesta a las críticas de androcentrismo. La primatología no es la única ciencia objeto de críticas de género en ese periodo histórico. Dos circunstancias dan cuenta de la convergencia: el clima social de mayor sensibilidad derivado de los movimientos feministas de los años 60 y 70 y la entrada de un número importante de mujeres en las universidades. En el caso de la primatología, esta última circunstancia se ve impulsada además por la presencia de modelos de mujeres primatólogas en los medios y la divulgación, que funcionaron para atraer a más mujeres jóvenes a la profesión. El ejemplo más representativo son los reportajes y documentales de la National Geographic Society, con el protagonismo de Jane Goodall o Dian Fossey, que sirvieron para financiar en parte sus investigaciones. La primatología es, además, en ese momento, una disciplina empírica en proceso de construcción, lo que facilitó tanto el acceso de mujeres como su capacidad de autocorreción. La primatología reconoció pronto su vulnerabilidad a la influencia de las experiencias de sus practicantes sobre sus observaciones y su interpretación, introduciendo la reflexividad como un aspecto clave en la formación en el campo (Tang-Martínez, 2020).

La caída en desgracia de la dominancia como núcleo de la descripción de la organización social de los grupos primates, los estudios a largo plazo y la diversificación en las especies observadas, el interés en los individuos singulares y en las actividades de las hembras, el énfasis en procesos más que en estructuras, los métodos sistemáticos de muestreo y observación, son todas ellas innovaciones avanzadas por mujeres sobre el trasfondo de los movimientos feministas de la época y de una disciplina en formación en la que las mujeres primatólogas encontraron un lugar en el campo en parte por sus dificultades en acceder a puestos académicos estables. Como afirma Haraway (1989: 303), “el hecho de que las mujeres lideraran las reconstrucciones no fue un resultado natural de su sexo, fue más bien un producto histórico de su situación en estructuras políticas y cognitivas particulares de ciencia, raza y género.”

El caso de la rápida recepción positiva de las sugerencias de mejora metodológica en las prácticas de muestreo de Jeanne Altmann (1974) ilustra el efecto tanto del clima social propiciado por el movimiento feminista como de las dinámicas internas dentro de la disciplina. En la narración de Haraway (1989, cap. 12), el éxito del artículo de Jeanne Altmann dependió del trabajo previo que la autora (que aún no había obtenido su doctorado) había realizado presentando versiones previas en congresos y seminarios y tejiendo una red de apoyo mutuo de jóvenes investigadores de ambos sexos necesitados de una formación metodológica que sus supervisores de la generación anterior no podían ofrecerles. Altmann, que se define como feminista, identifica que una forma en la que los valores sexistas se introducen en la primatología es a través de la obtención de datos sesgados por preconcepciones de género, y presenta una propuesta metodológica de sistematización de los muestreos que dificulta estos sesgos al permitir la visibilización de las actividades de las hembras. La primatología empírica, una disciplina en construcción y sin grandes “núcleos duros” que proteger, acoge con rapidez la innovación metodológica y reconoce que una investigación primatológica epistémicamente adecuada debe incluir el papel social de las hembras primates (Brigandt, 2015). Los valores feministas funcionan en esta ocasión como recursos epistémicos al identificar el problema y se transmiten a las metodologías, propiciando la obtención de datos más apropiados que los producidos con los muestreos ad libitum de la generación previa de primatólogos.

Sin embargo, no todas las críticas feministas de la ciencia tienen tanto éxito como las promovidas por las primatólogas en la segunda mitad del siglo XX, como muestra el caso de la neurociencia.

4. NEUROCIENCIA COGNITIVA: EL SEXO DEL CEREBRO

La indagación sobre diferencias sexuales es un programa de investigación (más bien un conjunto de programas de investigación) con una larga trayectoria en las ciencias que se ocupan de la naturaleza humana. Entre las distintas manifestaciones de este programa, el estudio diferencial de los cerebros de hombres y mujeres ha tenido un especial protagonismo desde finales de la segunda mitad del siglo XIX, cuando la craneología extendió sus sofisticadas técnicas de medida para justificar la inferioridad de las mujeres en términos del menor tamaño o capacidad de sus cráneos respecto a los de los hombres. Alice Lee y Marie Lewenz, doctorandas de Karl Pearson, contribuyeron con las armas de las medidas y las estadísticas a derrumbar el mito de la correlación entre la capacidad craneal y la inteligencia (Fee, 1979). De este modo, hacia 1910 la craneología había perdido prácticamente todo su crédito para el establecimiento de las diferencias en capacidades cognitivas entre hombres y mujeres.

La idea, no obstante, de que en el cerebro pueden encontrarse las respuestas a la pregunta por las diferencias sexuales sobrevivió al fracaso de la craneología y reapareció durante los años 60 y 70 sobre la base de la teoría hormonal de la organización cerebral, de acuerdo con la cual la exposición prenatal a diferentes niveles de hormonas sexuales en hombres y mujeres otorga a los cerebros estructuras distintivamente masculinas y femeninas. Estas diferencias estructurales se reflejarían también en la función, dando cuenta de las diferencias de sexo/género en cognición, personalidad, intereses y comportamiento sexual (Bluhm, 2016). La caracterización de los cerebros masculinos y femeninos recibe un impulso importante a partir de los años 80 y 90 gracias a las nuevas posibilidades ofrecidas por las técnicas de imágenes cerebrales, en especial la resonancia magnética estructural y funcional, que han promovido una explosión de datos y publicaciones en los últimos años.

La crítica feminista ha abordado desde los años 60 y 70 el modo en el que los estereotipos de género se reflejan en la investigación neurocientífica sobre cerebros de mujeres y hombres. A la primera generación de científicas críticas, como Ruth Bleier, Anne Fausto-Sterling o Linda Birke, se han sumado más recientemente autoras como Cordelia Fine, Daphna Joel, Gina Rippon o Rebecca Jordan-Young, centradas especialmente en las investigaciones contemporáneas con técnicas de neuroimagen. Estas neurocientíficas se identifican abiertamente como feministas y están en su mayor parte asociadas a la Neurogenderings Network, una red nacida en 2010 como punto de colaboración y altavoz público (Schmitz y Höppner, 2014). Frente al “neurosexismo”, las críticas reivindican un “neurofeminismo” que visibilice los códigos de género que perviven en la investigación contemporánea en el campo de las neurociencias (Fine, 2008; 2010).

Aunque las técnicas para el estudio de los cerebros y el volumen de datos obtenidos han cambiado radicalmente en las últimas décadas, las críticas feministas parecen repetir en gran medida los mismos argumentos ya esgrimidos en contra de los craneólogos (Bluhm, 2016, 2021). La preocupación principal ha sido habitualmente el carácter especulativo de las conexiones entre las diferencias cerebrales y las conductas. Por una parte, las generalizaciones desde las diferencias estructurales encontradas en los cerebros a los comportamientos, y por otra parte, la generalización desde los modelos animales a las conductas humanas. Una neurociencia sesgada, defienden, contribuye a reforzar los estereotipos de género en la sociedad, especialmente teniendo en cuenta que las noticias sobre estos estudios alcanzan con facilidad al público general a través de los medios y otros formatos de comunicación, en los que los hallazgos son a menudo amplificados con titulares impactantes o generalizaciones adicionales (Rippon et al., 2021). Sin embargo, también se critica la validez de los datos sobre los que se respaldan las diferencias y su tratamiento estadístico. Algunas denuncias comunes son los sesgos en la formulación de preguntas de investigación, en los métodos y las inferencias, la dificultad de aislar adecuadamente el sexo biológico como variable, el uso inapropiado de técnicas estadísticas o la tendencia a publicar estudios con resultados favorables a la diferencia mientras que aquellos que confirman la hipótesis nula son archivados (Pérez Sedeño y García Dauder, 2018). Aunque las consecuencias sociales de la pervivencia de estereotipos sexistas en la neurociencia están en el trasfondo de la crítica, el neurofeminismo desarrolla detalladas críticas epistémicas, con sugerencias metodológicas para la conceptualización general y los diseños experimentales, y con propuestas para mejorar la validez de los análisis de los resultados. Reverter (2017) ha denominado “guerrilla epistemológica” a esta práctica organizada y coordinada desde la red Neurogenderings.

La propuesta que un grupo de investigadoras realizó al Journal of Neuroscience Research (Rippon et al., 2017) como respuesta a la política anunciada por la revista acerca del tratamiento del sexo como variable biológica es una muestra ilustrativa del funcionamiento de esta guerrilla. Sus recomendaciones incluyen atender a posibles variables que puedan correlacionar con el sexo y estar influyendo en los resultados, dar cuenta de los resultados también cuando no se encuentran diferencias, acompañar las informaciones sobre diferencias significativas (en términos de valores de p) con el tamaño del efecto y los intervalos de confianza, vigilar las inferencias injustificadas de los resultados obtenidos a sus causas y las presuposiciones de universalidad, o evitar los análisis de diferencias sexuales post hoc en conjuntos de datos obtenidos con otro objetivo (en los que la muestra puede no haber sido seleccionada del modo apropiado para el control de otras variables diferentes al sexo). No es de extrañar que la mayor parte de estas sugerencias estén encaminadas a la minimización de la obtención de falsos positivos. En su conjunto, se trata de propuestas que intentan compensar el peso de la diferencia sexual como presuposición, del mismo modo que las realizadas por Jeanne Altmann en 1974 para el trabajo de campo sobre comportamiento primate intentaban compensar la presuposición de la irrelevancia de las conductas no reproductivas de las hembras.

Sin embargo, la larga historia de las críticas feministas a la neurociencia muestra que la disciplina está mucho menos dispuesta a admitirlas como errores que requieren corrección de lo que lo estuvo la primatología de los años 70. Aunque, una vez más, la adecuada discusión de los distintos efectos de la crítica feminista excede las posibilidades de este trabajo, es posible señalar algunas características de la situación particular del neurofeminismo actual “en estructuras políticas y cognitivas particulares” relevantes (Haraway, 1989).

El clima social y su relación con los valores feministas tiene también un papel importante en este caso, aunque su influencia resulta ambigua y sus consecuencias muy distintas a las que tuvo en el caso de la primatología de los años 70. A principios del siglo XXI, los éxitos del feminismo en el mundo occidental resultan innegables. Sin embargo, a medida que nuestras sociedades han ido transformando sus creencias sobre las diferencias sexuales y volviéndose más igualitarias, los valores de género en la investigación sobre cerebros humanos han ido ocultándose atrincherados en presuposiciones del trasfondo cada vez más difíciles de criticar, como parte del propio núcleo duro del programa de investigación sobre dimorfismo sexual en neurociencia (Bluhm, 2016).

Por ejemplo, el análisis que Jordan-Young (2010) realiza de la evolución de este campo de investigación ilustra cómo las creencias explícitamente sexistas del pasado reciente se han camuflado progresivamente. Aunque las diferencias se siguen dando por supuestas, los tipos de diferencias de los que ahora se discute han cambiado. En el ámbito de la cognición, la indagación ya no se centra en qué capacidades o habilidades distintas tienen hombres y mujeres, sino en las diferencias aparentemente más neutras en intereses y motivaciones, asumiendo una vez más que los cerebros moldeados por las diferentes cargas hormonales son el lugar apropiado para rastrear sus orígenes (Jordan-Young, 2010, cap. 8). El minucioso análisis que la autora realiza sobre los trabajos que sostienen la hipótesis de las diferencias no demuestra que las diferencias en exposición hormonal prenatal no influyan en las diferencias sexuales en intereses o motivaciones, sino que no hay fundamento para afirmar que lo hagan. La conclusión de que sí lo hacen solo funciona de forma no problemática cuando es asumida de antemano.

En el mismo sentido, la reivindicación feminista de la consideración de la variable sexo en la investigación biomédica, si bien indiscutiblemente necesaria, presenta retos si se mantienen ciertas presuposiciones sobre las diferencias sexuales o se realiza con prácticas metodológicas inapropiadas (Maney, 2016; García-Sifuentes y Maney, 2021). Durante mucho tiempo, la investigación biomédica (tanto básica como preclínica y clínica) con cultivos celulares, animales y humanos excluyó sistemáticamente a las hembras debido a la creencia de que sus fluctuaciones hormonales alterarían los resultados. Esta práctica común creó importantes sesgos, como el bien conocido ejemplo de las dificultades para el diagnóstico de trastornos cardiovasculares en mujeres (Schiebinger y Klinge, 2018) o la retirada de un buen número de medicamentos con graves riesgos no previstos para la salud de las mujeres (Lee, 2018). La denuncia del espacio de ignorancia creado por esta exclusión sistemática logró que, desde principios del siglo XXI, tanto la Comisión Europea, como los NIH (National Health Institutes) estadounidenses y los IHR (Institutes of Health Research) canadienses instauraran políticas o directrices destinadas a incluir la consideración de las variables de sexo (o de sexo y género) en las solicitudes de financiación. En Estados Unidos, los NIH anunciaron en 2015 nuevas directrices para el tratamiento del sexo como variable biológica, requiriendo que todos los estudios sobre salud humana incluyeran ambos sexos a no ser que se argumentara una buena razón para no hacerlo (Lee, 2018).

En el campo de las neurociencias, la política del “sexo como variable biológica” aparece reflejada, como ya se ha mencionado, en los requerimientos para la publicación de revistas punteras como el Journal of Neuroscience Research, que exige desde 2017 que todos los autores informen sobre el modo de abordar la variable sexo del trabajo que pretenden publicar. En neurociencias, la importancia de incluir el sexo se justifica por su relevancia para investigar aquellos trastornos que, como la depresión o el autismo, se manifiestan significativamente más en un sexo que en el otro. Aunque estas políticas tienen incontestables ventajas en términos de equidad, transparencia y justicia, y pueden permitir una generalización y aplicabilidad mayor de las investigaciones, no están exentas de análisis crítico. Sin explicitar adecuadamente el sentido de incluir la variable “sexo” y el modo de hacerlo, podrían tener el efecto contrario de naturalizar de nuevo el esencialismo sexual, reforzando la idea de que las diferencias son fijas e inmutables, y oscureciendo el efecto de otras variables que puedan estar explicándolas (Epstein, 2007; Richardson, 2021).

El mandato del “sexo como variable biológica” legitima el enfoque dicotómico en el que se enmarca la investigación en neurociencia cognitiva, y que también es cuestionado por las críticas. Pese a que la comunidad en su conjunto admita que existe un gran solapamiento en la distribución de hombres y mujeres en todas las medidas cerebrales realizadas y pese a que las propias diferencias están en discusión (Eliot et al., 2021), la idea de dos tipos de cerebros diferenciados según el sexo pervive y se reproduce en la literatura, habitualmente sin tener en cuenta que las diferencias relacionadas con el sexo que pueden identificarse en los cerebros son de tipos y orígenes muy diversos (Joel y McCarthy, 2017). De acuerdo con esta complejidad y multidimensionalidad, Joel et al. (2015) argumentan, por ejemplo, que las diferencias entre hombres y mujeres encontradas en las estructuras cerebrales no son sexualmente dimórficas ni internamente consistentes, por lo que defienden un modelo de “mosaico cerebral” según el cual el cerebro de cada individuo es un mosaico de características, algunas de ellas más comunes en las mujeres o en los hombres, y otras neutras. El modelo interactivo de diferenciación sexual de McCarthy (2011), en el que numerosos factores específicos de sexo, hormonales, genéticos y epigenéticos, actúan en paralelo para causar o eliminar diferencias cerebrales que son cambiantes a lo largo del tiempo y las circunstancias, es otra forma de atender a esta complejidad. Estas propuestas, ampliamente debatidas en el campo, surgen de hacer diferentes tipos de preguntas a los datos sin asumir que la consideración del sexo como variable biológica implique dividir automáticamente a los sujetos en dos únicas categorías y las mismas en todos los casos. Se trata de conceptualizaciones y modelos que encajarían en un enfoque general que Sarah Richardson (2021) denomina “contextualismo del sexo”, según el cual la operacionalización del sexo puede funcionar de formas distintas en distintos escenarios, por lo que la definición y relevancia del sexo y sus variables relacionadas en la investigación biomédica dependerá del contexto de investigación.

En definitiva, la crítica feminista de la investigación en neurociencia cognitiva sobre diferencias sexuales en el cerebro se encuentra lastrada por un clima social en el que las críticas de sexismo se consideran ya resueltas, y en el que la reivindicación explícitamente feminista con la que se acompañan provoca rechazo en una comunidad reticente a abandonar el ideal de la ciencia libre de valores no epistémicos. Por otra parte, la investigación en neurociencias sobre diferencias sexuales con las nuevas técnicas de neuroimagen es un campo en expansión que ofrece muchas oportunidades para la investigación y la publicación, gracias a la disponibilidad cada vez mayor de grandes conjuntos de datos y las políticas de las revistas y las agencias de financiación. Las propuestas de renovación de la forma de categorizar las diferencias de sexo/género requieren la desestabilización de conceptualizaciones muy arraigadas, y un equilibrio complicado entre el riesgo inductivo de postular diferencias sexuales inexistentes, irrelevantes o mal entendidas y el de no identificar diferencias sexuales cruciales para el diagnóstico y tratamiento de determinados trastornos en la práctica clínica.

5. DISCUSIÓN: ÉXITOS Y FRACASOS DE LA CRÍTICA FEMINISTA DE LA CIENCIA

Los dos ejemplos esbozados, pese a presentar muchas similitudes en la práctica de la crítica feminista, han tenido una recepción muy diferente dentro de sus comunidades disciplinares. En la primatología de los 70, la irrupción de mujeres en una disciplina en proceso de construcción y un clima social en el que las desigualdades de género comienzan a ser ampliamente reconocidas, propició una recepción positiva de las aportaciones metodológicas, observacionales y teóricas que contribuyeron a una caracterización más adecuada de las especies estudiadas. Tanto la crítica explícitamente feminista como la que, aunque no se presentaba como tal, contribuyó a visibilizar los sesgos androcéntricos de las prácticas previas muestran la capacidad de los valores de género de funcionar como recursos epistémicos identificando los puntos en los que operan los sesgos sexistas (fundamentalmente, aunque no solo, en las metodologías de observación en este caso) y proponiendo alternativas que fueron rápidamente admitidas por parte de la comunidad. El estudio de las diferencias sexuales en los cerebros a principios de siglo XXI aparece, al contrario, como un programa de investigación prometedor y bien legitimado en las directrices recientemente instauradas por instituciones de financiación y revistas académicas. Con una comunidad que percibe las oportunidades ofrecidas por el programa, además del incremento de datos empíricos para el análisis gracias a las nuevas técnicas de neuroimagen y las dificultades para desestabilizar conceptualizaciones atrincheradas del significado de atender a la variable de sexo, las críticas feministas encuentran más dificultades para que sus razones sean consideradas.

Algunas de las respuestas a la crisis de la replicabilidad promovidas recientemente podrían, no obstante, abrir vías para el reconocimiento de ciertos problemas señalados por las críticas feministas al apuntar en la misma dirección que estas (Persson y Pownall, 2021). Específicamente, las iniciativas ligadas a la “ciencia abierta” tienen como objetivo evitar prácticas que lastran la calidad epistémica de la investigación en los campos en crisis, que incluyen la psicología y las neurociencias. La publicación selectiva, que favorece la diseminación de los resultados que rechazan la hipótesis nula frente aquellos que la confirman, el uso inapropiado de metodologías estadísticas o el denominado “p-hacking” son problemas para cuya resolución se postulan las herramientas de la ciencia abierta, y son también objeto de la crítica feminista de la neurociencia cognitiva, ya que contribuyen a la consolidación y naturalización de diferencias sexuales fundamentadas sobre prácticas metodológicas problemáticas. En general, y aunque la ciencia abierta plantea sus propios retos (Mirowski, 2018; Persson y Pownall, 2021; Siegel et al., 2021), sus requisitos de mayor transparencia y responsabilidad en el diseño, recogida y gestión de datos, análisis e interpretación, apoyan las propuestas feministas para contrarrestar el exceso de falsos positivos resultante de la conjunción de preconcepciones de género y prácticas epistémicas cuestionables que abunda en el campo.

El cambio en categorizaciones y modelos, por otra parte, requiere transformaciones más profundas en la disciplina y más difíciles de consolidar en teorizaciones y prácticas. Sin embargo, es el tipo de transformaciones que se precisan para disolver la aparente contradicción entre la reivindicación de las diferencias sexuales para corregir desigualdades desde los movimientos por la salud de las mujeres y la crítica a ciertas preconcepciones y metodologías en neurociencia cognitiva y sus consecuencias por parte del neurofeminismo. De hecho, si las preconcepciones, modelos y metodologías responsables del exceso de falsos positivos en el estudio de las diferencias sexuales en los cerebros persisten en los ámbitos preclínicos y clínicos a los que se dirigen las políticas del “sexo como variable biológica”, sus objetivos de mayor rigor epistémico y justicia social pueden verse comprometidos.

Ambos casos, la primatología y la neurociencia, ilustran también los modos diversos en los que los valores no epistémicos pueden participar tanto en la propia crítica feminista como en las respuestas por parte de las comunidades implicadas. En el caso de la primatología parece haber funcionado la receta de los enfoques feministas que defienden formas de objetividad social de base comunitaria, como el empirismo contextual crítico de Helen Longino (1990; 2002), de acuerdo con el cual la pluralidad de valores no epistémicos en una comunidad diversificada y abierta a la crítica promueve la cancelación de sesgos particulares y una mayor objetividad en la investigación, aunque esta estrategia parece encontrar mayores dificultades en el ejemplo de las neurociencias. Bluhm (2016) defiende que los cambios sociales y políticos de los últimos 50 años, que han propiciado el cuestionamiento de las ideas tradicionales sobre la determinación biológica de los roles de género, no han resultado en una revisión en profundidad de los valores no epistémicos que siguen funcionando en la teoría de la organización cerebral sobre la que se construye la neurociencia cognitiva actual. Aunque el sexismo ya no es explícito, permanece oculto como parte de las presuposiciones del trasfondo de todo el campo (Jordan-Young, 2010). Aunque Bluhm no tiene en consideración que la neurociencia continúa siendo un campo disciplinar poco diverso en sus practicantes (Schrouff et al., 2019), probablemente apunta en una dirección correcta cuando señala que las condiciones de interacción en las comunidades epistémicas que Longino establece no son suficientes cuando la crítica se dirige a presuposiciones especialmente nucleares. Bluhm (2016) argumenta que la teoría de la organización cerebral es tan abstracta que puede acomodar los cambios sociales producidos en la consideración de las diferencias de sexo/género, de tal manera que, bajo la percepción de que el sexismo ha sido ya eliminado de la investigación, la crítica feminista se ve desactivada.

Bridgant (2015) señala cómo las discusiones actuales sobre la influencia de valores no epistémicos en la ciencia se centran en el modo en el que estos valores operan sobre la relación entre pruebas y teoría, bien en contextos de infradeterminación, cerrando la laguna entre datos y teorías (Longino, 1990), o bien en contextos de riesgo inductivo, estableciendo el umbral de evidencia que se necesita para aceptar una hipótesis (Douglas, 2009). No obstante, Brigdant, apoyándose en Anderson (1995), defiende la ampliación del papel de los valores no epistémicos más allá de la relación evidencial y, específicamente, en las condiciones de adecuación de las teorías. Desde ahí es desde donde los valores sociales modelarían las preguntas y las elecciones metodológicas, impactando a través de ellas todos los aspectos de la investigación. Aunque el ejemplo elegido por el autor es el de la crítica feminista a la primatología, un ejemplo de éxito en el que en su interpretación la crítica de género se articula convenientemente con las condiciones de adecuación teórica de la disciplina en construcción, su análisis se ve mejor respaldado con el caso de las dificultades encontradas por la crítica feminista en la neurociencia cognitiva. La crítica feminista, aunque actúa aquí a varios niveles, en diferentes estadios del proceso de investigación, difusión académica y divulgación pública de la misma, se encuentra con la dificultad principal de intentar transformar las condiciones de adecuación de las teorías en un contexto valorativo complejo.

De acuerdo con Bridgant (2015, p. 345), las condiciones de adecuación son “criterios3 concretos y específicos para un ámbito de lo que significa que una teoría científica particular sea significativa, explicativa, no sesgada, completa o con aplicación práctica”, e incluyen tanto valores epistémicos como sociales. Propuestas como el modelo de mosaico cerebral de Joel et al. (2015) o el modelo interactivo de diferenciación sexual de McCarthy (2011) implican cambios en las condiciones de adecuación de las teorías producidas en el campo sobre la base de valores no epistémicos que podrían ponerse en línea con el enfoque contextualista para la conceptualización del sexo de Richardson (2021). Las políticas del sexo como variable biológica requieren que las teorías adecuadas incluyan ambos sexos en sus muestras de sujetos (humanos o animales) y materiales (como células o tejidos), y que informen de las diferencias entre ambos subgrupos. Sin embargo, el enfoque contextualista entiende que el sexo no es una variable homogénea en todas las investigaciones y que la comparación de machos y hembras, aunque tenga sentido en ciertos contextos, puede en ocasiones no ser necesaria y en otras no ser suficiente en función de las preguntas y objetivos de la investigación (Richardson, 2021: 12). Desde el enfoque contextualista, por tanto, una teoría adecuada deberá definir las variables biológicas relacionadas con el sexo relevantes en su contexto y justificar cómo operativiza y categoriza el sexo.

La persistencia en la investigación biomédica de los usos poco reflexivos del sexo como variable biológica, los modelos simplificados en las clasificaciones y las rutas causales, y la desatención a las interacciones con factores de género apuntan hacia las ventajas de la propuesta de Richardson (2021) como estrategia apropiada para abordar el equilibrio entre los riesgos inductivos del exceso y el defecto de diferencias sexuales a los que se dirigen las críticas feministas. No obstante, las diferentes interpretaciones sobre qué significa atender a los valores feministas en la investigación biomédica, el rechazo a críticas que se consideran politizadas y las inercias en conceptualizaciones y modelos se combinan en este caso como elementos que obstaculizan el éxito de la crítica feminista.

El empirismo radical feminista de Anderson (2004) proporciona otra idea interesante para interpretar las distintas respuestas de las comunidades a la crítica feminista en estos casos. Lo radical aquí no es el feminismo, sino el empirismo, ya que en el enfoque holista de Anderson los valores pueden ser sometidos a prueba empírica para corroborar la medida en la que contribuyen al éxito en ciencia. En primatología, las innovaciones de género promovieron autocorrección en la disciplina en parte desligándose de sus orígenes sociales y mostrando su eficacia como recursos para lograr otros fines epistémicos compartidos. El hecho de que las propuestas feministas funcionaran independientemente de los valores no epistémicos de base resultó en una suerte de validación externa de las mismas, algo que podría también impulsar las críticas feministas de la neurociencia en el contexto actual, en el que la crisis de la replicabilidad y la discusión sobre cómo implementar las políticas del “sexo como variable biológica” abren vías para su convergencia con otras transformaciones en marcha en la disciplina.

6. CONCLUSIONES

Mientras el debate sobre los valores en la ciencia durante los 90 respondía a los desafíos relativistas, su reactualización en las primeras décadas del siglo XXI responde más bien a las preocupaciones derivadas de la construcción social de la duda y la comercialización de la ciencia, además de los problemas planteados por las incertidumbres de la ciencia reguladora en situaciones posnormales. Lejos de ofrecer como respuesta el viejo ideal de una ciencia libre de valores, este debate puede ayudar a buscar caminos para una crítica de la ciencia que no desemboque en escepticismo y relativismo. El éxito de la crítica es lograr una ciencia mejor, pero qué significa una ciencia mejor depende de criterios de adecuación que incluyen sus propósitos teóricos y prácticos, y que se establecen desde la cooperación de valores epistémicos y no epistémicos (Anderson, 1995; González García, 2006; Bridgant, 2015). Cuando la crítica surge de valores no epistémicos, la forma en la que se articulan con los valores y objetivos epistémicos de la ciencia resulta crucial tanto para la práctica de la crítica como para su recepción y respuesta en las comunidades implicadas.

Las críticas feministas presentadas funcionan derivando de sus motivaciones no epistémicas consideraciones relativas a condiciones de adecuación, metodologías, modelos, conceptualizaciones o categorizaciones, ayudando a identificar sesgos sexistas y proponiendo alternativas en las que la integridad epistémica de la ciencia no aparece comprometida, sino reforzada. Aunque el “nuevo problema de la demarcación” es un problema no resuelto, en el que parece difícil establecer un conjunto necesario y suficiente de criterios capaces de discriminar entre usos lícitos e ilícitos de valores no epistémicos en ciencia (Fine, 2021; Koskinen y Rolin, 2021), los casos expuestos constituyen ejemplos de usos legítimos en los que los valores no epistémicos actúan mediando decisiones epistémicas, en lo que Douglas (2009) define como un papel indirecto.

Muchas controversias actuales en ciencia que se desarrollan al nivel de los “hechos” tienen su origen en divergencias no epistémicas reflejadas en distintas condiciones de adecuación. Dado que estas condiciones de adecuación permanecen a menudo implícitas ocultando los valores no epistémicos que puedan contener, su explicitación es condición indispensable para un debate productivo y no necesariamente limitado a las comunidades científicas implicadas. El éxito de la crítica depende también de comunidades reflexivas, capaces de autocorrección y dispuestas a confrontar abiertamente el origen de sus divergencias. El movimiento de Bridgant (1995) al desplazar la atención sobre el papel de los valores no epistémicos desde la relación evidencial hacia las propiedades de las teorías puede así resultar de utilidad en casos, como el de la investigación neurocientífica en diferencias sexuales, de líneas de investigación políticamente cargadas que suscitan debates sociales importantes, y en las que los compromisos no epistémicos se encuentran (deliberadamente o no) ocultos. El desentrañamiento de estas dinámicas es una tarea fundamentalmente empírica y requiere el cuidadoso análisis de casos particulares.

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2 Aunque existe considerable discusión sobre la definición y distinción entre valores epistémicos y no epistémicos (Douglas, 2016), la utilizaré aquí siguiendo su uso habitual en la literatura, derivado de McMullin (1983), y de acuerdo con el cual los valores epistémicos son aquellos que promueven los objetivos epistémicos de la ciencia mientras que los no epistémicos son los que no lo hacen (como los valores sociales, políticos o éticos).

3 Cursivas del autor.