SCIO: Revista de Filosofía

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EL INFIERNO DE BYUNG-CHUL HAN.
O CÓMO EXTRAVIARSE EN EL BOSQUE DEL PENSAMIENTO CRÍTICO1

BYUNG-CHUL HAN'S HELL.
OR HOW TO GET LOST IN THE FOREST OF CRITICAL THINKING

Jesús Zamora Bonilla2

Resumen: Byung-Chul Han es uno de los intelectuales más populares del momento, habiendo basado su éxito, sobre todo, en una especie de crítica filosófica de la civilización de consumo capitalista e hipertecnificada. En este artículo se repasan algunos de los lugares comunes habituales en su obra, para mostrar que en la mayor parte de los casos no suele haber razones para estar de acuerdo con tales críticas, sino que estas responden principalmente a un afán de notoriedad.

Palabras clave: Burnout, depresión, negatividad, obsesión por la salud, muerte, infierno de lo igual, capitalismo.

Abstract: Byung-Chul Han is one of the most popular intellectuals of the time, gounding his success mainly on a kind of philosophical critique of the hyper-technified, capitalist and consumerist civilisation. In this paper some of the most habitual clichés of his work are examined, in order to show that in most cases there are no real reasons to share Han’s criticisms, besides some thirst for snobbery.

Keywords: Burnout, depression, negativity, health obsession, death, hell of the same, capitalism.

1. INTRODUCCIÓN

La obra del filósofo de origen coreano, pero radicado en Berlín, Byung-Chul Han, escrita sobre todo en alemán y traducida con gran éxito a múltiples idiomas, es quizás a día de hoy uno de los principales puntos de entrada de muchísima gente al ámbito de la filosofía, y es por ello, seguramente, una de las más destacadas imágenes que esas personas van a tener de aquello en lo que piensan que consiste el “pensamiento crítico” (y crítico es, sin duda alguna). Eso sí, si alguno de sus lectores había pensado que lo del pensamiento crítico tenía algo que ver con el desarrollo de argumentos racionales en los que se analizan con detalle los pros y los contras de las diversas ideas, es muy probable que se lleve un buen desengaño; aunque, por desgracia, me temo que si tantos miles de lectores le son tan fieles, es porque para ellos y ellas lo de la “argumentación racional” tampoco es tan importante. Pues lo cierto es que, en cuanto uno ha leído dos o tres de los libros de Han (lo que equivale a unas trescientas páginas a lo sumo), no tiene otro remedio que inferir que en el resto tampoco va a encontrar nada mínimamente parecido a un ejercicio de argumentación en el sentido habitual de la palabra. Sencillamente, argumentación es algo de lo que las obras de Han carecen casi por completo. Esto diferencia muchísimo a Han de otros autores que, con mayor o menor fortuna, se toman muy en serio la tarea de elaborar razonamientos sutiles para defender sus tesis y criticar las de sus adversarios filosóficos. Nuestro autor, por el contrario, se limita a yuxtaponer, una detrás de otra, frases en general brevísimas, a menudo brillantes como el reflejo del sol en la superficie de un lago, pero todo lo más apoyadas de vez en cuando en citas de otros autores (no demasiado numerosos) que expresan opiniones parecidas.

Uno llega a pensar que sería injusto hacer una crítica de las obras de Han desde la premisa de que son algo así como tratados filosóficos. En realidad, dan la impresión de estar concebidos como ensayos puramente literarios, cuasi-poéticos, o incluso como performances artísticas. Los pensamientos de Han no aparecen en sus páginas como reflexiones a defender mediante silogismos, ni siquiera como ejercicios de crítica o exégesis de los textos e ideas de otros autores (ejercicios muy habituales en otras obras de filosofía), sino como sentencias que ponen de manifiesto una verdad tan rotunda y contundente que solo un cretino o un hipócrita se atrevería a ponerla en duda. El género que practica Han se parece más bien al de un viñetista o al de un cantante de rap, alguien que no se ve en la necesidad de justificar lo que dice, porque en su caso lo importante es utilizar tales o cuales opiniones como una manifestación de estilo, como un look reconocible por los fans, y con el que estos se identifican.

Frente a este tipo de exhibición mediática, la verdad es que quien se propone, como es mi caso en este artículo, ofrecer una “crítica racional” del pensamiento de Byung-Chul Han no puede evitar el temor de estar arriesgándose a quedar en una situación harto ridícula. Pues, por una parte, lo que hay que decir sobre Han es tan obvio, y seguro que se ha dicho ya tantas veces, que resulta casi imposible parecer mínimamente original. Y por otra parte, seguro que los miles de lectores que aguardan con pasión la salida de cada opúsculo del autor coreano, lo que admiran es precisamente ese discurso rígido y categórico, esas ideas con frecuencia absurdas y esperpénticas, pero sintonizadas a la perfección con ciertas corrientes ideológicas y cierto estado de ánimo de nuestros días, de manera que es casi imposible que una “crítica racional” pueda hacer disminuir en la más mínima medida la admiración que esos lectores sienten por su gurú y por la profundidad que atribuyen a sus lacónicas sentencias.

Independientemente de si uno está más o menos de acuerdo con las ocurrencias de Byung-Chul Han, lo cierto es que hasta sus lectores más fieles reconocerán sin dificultad el hecho de que nuestro filósofo se repite de manera reiterada: en el fondo, seguro que esa monomanía es uno de los ingredientes que los seguidores de Han encuentran más atractivo en su receta filosófico-literaria. Los minicapítulos en los que se divide cada uno de sus nanolibros abordan continuamente los mismos temas una y otra vez, quizás solo actualizados, según van apareciendo los nuevos títulos, con unas vagas referencias a algún asunto que esté en boga. Podríamos hacer el experimento de separar en archivos distintos cada uno de los capítulos de sus últimos diez o quince libros y elaborar un libro nuevo con cada docena de esos textos sacados al azar. El resultado sería una nueva bibliografía que podríamos ordenar cronológicamente de cualquier manera imaginaria, y en la que pocas personas que no conozcan previamente la obra de Han serían capaces de reconocer la “operación batido” que habría dado lugar a cada una de esas nuevas obras. Pero, repito, como sus obras no están escritas para aportar nuevos argumentos e ideas, sino que son más bien como nuevos discos grabados por un cantante no demasiado creativo y del que sus fans esperan una y otra vez exactamente los mismos tics, esto no es algo que le podamos reprochar si le consideramos más como un artista pop que como un pensador.

El caso es que esta monotonía nos facilita en gran medida la tarea de ofrecer un análisis detallado del pensamiento de Byung-Chul Han, pues podemos reducir dicho análisis a un mero listado de sus principales obsesiones, con la seguridad de que sus obras futuras no dejarán fácilmente obsoleta nuestra sintética descripción. Más que temas o tesis, estas obsesiones son lo que podríamos llamar estampas verbales o clichés que aparecen sin cesar en sus textos, normalmente no para ser explicados, discutidos ni analizados, sino que más bien son esparcidos por sus páginas para que los seguidores fieles se deleiten al reconocer cada dos por tres alguna frase conocida. Así pues, no pretendamos imponer aquí una discusión racional en la que primen los argumentos objetivos (como suele decirse: los datos jamás hicieron cambiar de opinión a nadie cuyas creencias, para empezar, no se basaban en los datos), sino que limitémonos a seguir el flujo de las impresiones de nuestro autor, y contentémonos con contrastarlas con nuestra propia visión de cada tema, dejando caer de vez en cuando algunos que otros datos para no dar nosotros la impresión de que hablamos meramente por hablar.

2. ¿ESTAMOSQUEMADOS”?

La tesis de Han más impactante es tal vez la de que nuestra sociedad está caracterizada por una epidemia de depresión y otras enfermedades mentales. El yo contemporáneo, o “tardomoderno”, sería un yo enfermo, deprimido, “quemado”, infeliz:

Enfermedades como la depresión y el síndrome del burnout son la expresión de una crisis profunda de la libertad. Son un signo patológico de que hoy la libertad se convierte, por diferentes vías, en coacción. (Psicopolítica, p. 12).3

Y más claramente:

Toda época tiene sus enfermedades emblemáticas. Así, existe una época bacteriana que, sin embargo, toca a su fin con el descubrimiento de los antibióticos. A pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal, actualmente no vivimos en la época viral. La hemos dejado atrás gracias a la técnica inmunológica [No hagamos sangre: téngase en cuenta que esto se publicó en 2010, una década antes del covid; JZB]. El comienzo del siglo XXI, desde un punto de vista patológico, no sería ni bacteriano ni viral, sino neuronal. Las enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO) definen el panorama de comienzos de este siglo. (La sociedad del cansancio, p. 11).

Y también:

El cansancio de la información incluye también síntomas que son característicos de la depresión. La depresión es, ante todo, una enfermedad narcisista. Conduce a la depresión una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo percibe tan solo el eco de sí mismo (...) Al final se ahoga en el propio yo, agotado y fatigado de sí mismo. Nuestra sociedad se hace hoy cada vez más narcisista. Redes sociales como Twitter o Facebook agudizan esta evolución, pues son medios narcisistas. (En el enjambre, pp. 89-90).

No voy a negarle a Han que en nuestros días se presta más atención que en otros tiempos a las enfermedades mentales. Muchas de ellas solo hemos empezado a comprenderlas y a poderlas tratar de un modo razonablemente eficaz en las últimas décadas (aunque muy a menudo, no con tanto éxito como quisiéramos), mientras que hasta hace menos de un siglo muchas de esas dolencias eran vistas como simples rarezas del carácter o, en los casos más serios, clasificadas como variedades de “locura”, “histeria” cuando no “posesión demoníaca” u otro tipo de infortunio sobrenatural. Tampoco le negaré que algunas prácticas sociales de nuestros días (como el abuso de formas de ocio que se llevan a cabo en soledad) pueden ser especialmente proclives al desarrollo de algunos de esos trastornos, ni que el porcentaje de bajas médicas certificadas y de medicamentos consumidos por causa de estas enfermedades esté aumentando en comparación con los relacionados con las dolencias somáticas. Pero esto no significa que las enfermedades mentales causen ahora un mayor malestar, en una mayor proporción de personas, que el que causaban en siglos anteriores. Sencillamente, ahora tenemos más medios para identificar si estamos padeciéndolas, y sobre todo para intentar curarlas, o cuando menos, sobrellevarlas. La impresión de Han (pues se trata, insistamos, de una mera impresión, no de un juicio basado en datos mínimamente objetivos) de que “el comienzo del siglo XXI” está sufriendo algo así como una pandemia de depresión, ansiedad o trastornos de la personalidad, es tan fiable como si afirmase que nuestra época está experimentando una epidemia de caries, a partir del hecho de que ahora hay mucha más gente con empastes dentales que en el año 1800.

En realidad, lo cierto es que “el comienzo del siglo XXI” ha visto disminuir muy radicalmente la manifestación más trágica de estas enfermedades: el suicidio. Según las estadísticas disponibles, en el breve periodo de tiempo que va desde principios de los 90 del siglo pasado hasta el año 2017, la proporción de personas que cada año se quitan la vida se ha reducido a nivel mundial desde 16 individuos de cada 100.000 a solo 10, es decir, una reducción de más de un tercio. En el caso de las mujeres, la reducción es aún más espectacular, habiéndose dividido la tasa de suicidio por dos (de 12 mujeres por cada 100.000 a solo 6). En el caso de los varones, la reducción no es tan alta en cuanto a los porcentajes (ha pasado de 20 a 14 por cada 100.000), pero es igual de grande en números absolutos. Es decir, mientras Byung-Chul Han estaba escribiendo sus lamentaciones sobre la “pandemia neuronal”, lo cierto es que cada año la depresión empujaba al suicidio a decenas de miles de personas menos en todo el mundo. Quizás el hecho de que el país natal de Han, Corea del Sur, sea uno de los pocos en los que las estadísticas de suicidio han empeorado notablemente en el mismo periodo (pasando de unos 11 casos por 100.000 a un poco más del doble) haya podido influir de manera inconsciente en su visión tan pesimista, haciéndole pensar que la situación de la sociedad surcoreana era más representativa de lo que es en la realidad. Pero, sin salir del mismo ámbito geográfico, la tasa de suicidio de Japón se ha mantenido constante en este tiempo (16 casos por 100.000), mientras que la de China, que con un quinto de toda la población mundial es bastante más representativa que Corea, se ha dividido nada menos que por tres (de 21 casos por 100.000 a solamente 7). Como curiosidad: en España, que es tradicionalmente uno de los países con menor tasa de suicidios de todo el mundo, la cifra también se ha reducido en el mismo periodo, en este caso de 7,5 casos por 100.000 habitantes a 6.4 Por supuesto, cada una de estas muertes es una desoladora tragedia que ojalá hubiera podido evitarse, pero con estos datos solo pretendo hacer ver que aquella idea de Han, según la cual nuestra civilización “tardomoderna” es muchísimo más proclive a la enfermedad mental que otras épocas, está muy, muy lejos de corresponderse con los hechos.

Merece la pena añadir que la visión que Han transmite de las enfermedades mentales no solo carece de base científica alguna, sino que también es radicalmente injusta para las personas que las sufren. Por ejemplo, la idea de que la depresión está causada por el narcisismo que según Han caracteriza nuestra época, además de ignorar descaradamente que se trataba de una dolencia habitual desde la antigüedad (pues sus síntomas son ya descritos en tablillas mesopotámicas del II milenio aC), hace recaer sobre el propio enfermo gran parte de la responsabilidad de su sufrimiento y de su posible recuperación, como si bastara volverse un poco menos ególatra para dejar de padecerla. En esto, lo cierto es que Han no se distingue mucho de los vendedores de pseudoterapias. Resulta curioso también que Han no se refiera en absoluto a algunas causas de malestar psicosocial, tales como los trastornos de la conducta alimentaria o la disforia de género, que sí parecen haberse incrementado de manera notable en las últimas décadas, y en este caso, probablemente sí que ha sido en parte por razones como aquellas a las que él achaca la imaginaria “epidemia de depresión” que estaríamos sufriendo; un silencio que parece difícil no atribuir a que quizás tenga miedo de molestar la sensibilidad de muchos de sus lectores.

3. SIEMPRE NEGATIVO, NUNCA POSITIVO

Otra de las estampas verbales que aparecen una y otra vez en los textos de Byung-Chul Han es la de que vivimos en una sociedad que ha eliminado la negatividad. Esta falta de “negatividad” sería una de las principales causas de la “pandemia neuronal” que padecemos, pues, mientras que las enfermedades “antiguas” eran el resultado de infecciones, es decir, de ataques de microorganismos ajenos a nuestro propio cuerpo, la depresión, los trastornos de personalidad o el burnout serían el resultado de nuestra propia actividad:

La sociedad de rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos. Estos estados psíquicos son precisamente característicos de un mundo que es pobre en negatividad, y que, en su lugar, está dominado por un exceso de positividad. No se trata de reacciones inmunológicas (...) Antes bien, son fruto de una “sobreabundancia” de positividad. (La sociedad del cansancio, p. 72).

La sociedad de la negatividad hoy cede paso a una sociedad en la que la negatividad se desmonta cada vez más a favor de la positividad. Así, la sociedad de la transparencia se manifiesta en primer lugar como una sociedad positiva.

Las cosas se hacen transparentes cuando abandonan cualquier negatividad (...), cuando se insertan sin resistencia en el torrente liso del capital, la comunicación y la información. Las acciones se tornan transparentes (...) cuando se someten a los procesos de cálculo, dirección y control (...). También el futuro se positiva como presente optimizado. (La sociedad de la transparencia, pp. 11-12).

Hoy la negatividad desaparece por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo.

Vivimos en una sociedad que se hace cada vez más narcisista (...). El sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esa alteridad. (La agonía del Eros, pp. 10-11).

La verdad es que no tengo muy claro a qué fenómenos en concreto se refiere Han con eso de “la negatividad”. No parece muy distinto, a primera vista, de las reprimendas del tipo: “los jóvenes de ahora no sabéis apreciar el esfuerzo, el sacrificio y el ahorro, no tenéis paciencia, lo queréis todo para ya mismo, y no valorías nada porque lo tenéis todo”. Solo que Han lo dice con un lenguaje más filosófico. Desde luego resulta deslumbrante, y esto hay que reconocérselo a Han, que con un par de pinceladas consiga convencer a mucha gente de que obsesionarse con lo “positivo” puede ser lo más pernicioso que hay. Lo positivo es lo fácil, lo que no cuesta demasiado esfuerzo, los likes, lo que no trae disgustos. Pero al eliminar todo aquello que constituía una fricción o un obstáculo, podemos terminar destruyendo también la fuente de muchas cosas buenas y necesarias... ¡Solo que Han no acaba nunca de explicarnos qué era exactamente aquello tan maravilloso que ganábamos gracias a los obstáculos! Intentemos, pues, concretar.

Por ejemplo, otra de sus imágenes recurrentes es la del amor como “perderse en el otro”:

El amor como conclusión absoluta pasa a través de la muerte. Ciertamente se muere en lo otro, pero a esta muerte le sigue un retorno hacia sí. Y el retorno reconciliado desde el otro hacia sí es (...) el don del otro, al que precede la entrega, el abandono de mí mismo. (La agonía del Eros, pp. 39-40).

Según Han, los hombres y mujeres tardomodernos ya no somos capaces de amar porque somos narcisistas y no aspiramos a “morir en el otro”, “abandonarnos a nosotros mismos” en otra persona. Solo deseamos, parece ser, lo positivo y agradable del amor, lo fácil, lo que lo reduce a algo semejante al consumo de pornografía. Ya no se ama como, según Platón (en El banquete), amaba Alcibíades a Sócrates (a saber, como algo “atópico”, o sea, “sin-lugar”, lo que podríamos traducir como “inclasificable”), o al modo como Marsilio Ficino, el filósofo neoplatónico renacentista, comentando precisamente El banquete, decía que los amantes “se intercambian la sangre”. El amor de los antiguos sería, en palabras de Ficino, “la peste más perniciosa” (La agonía de Eros, pp. 31 y ss.). En cambio, añade Han citando a la socióloga Eva Illouz, el paradigma de lo romántico se describe hoy más bien con adjetivos femeninos, tales como “agradable”, “íntimo”, “tranquilo”, “dulce”, o “tierno”, y el amor no solo se feminiza sino que se domestica,

convirtiéndolo en una fórmula de consumo, como un producto sin riesgo ni atrevimiento, sin exceso ni locura. Se evita toda negatividad, todo sentimiento negativo. El sufrimiento y la pasión dejan paso a sentimientos agradables y a excitaciones sin consecuencias. (ob. cit., p. 33).

Más allá de su manifiesta misoginia, este severo juicio tiene el grave problema de que las descripciones del amor que encontramos en las obras de Platón y Ficino eran, sin duda alguna, tan escasamente representativas de cómo solían ser la inmensísima mayoría de las relaciones afectivas y eróticas en su época, como las actuales novelas románticas de venta en quioscos y que atiborran algunos kindle lo son de las relaciones de nuestros días, si es que no más aún. Está claro que los usos y costumbres eróticos han cambiado a lo largo de la historia, en buena medida a causa de la creciente libertad de la mujer desde épocas recientes, y a causa también de la cruel y aplastante presión social que existía en otras épocas contra las relaciones sexuales “ilegítimas”. Pero considerar que el tipo de cortejo habitual en épocas anteriores era más parecido a la pasión de Romeo y Julieta (que, con tanta negatividad, no acabó precisamente bien) que a un noviazgo típico de la gente de nuestros días no deja de ser un ejercicio de imaginación interesante desde el punto de vista literario, pero calamitoso si lo entendemos como una descripción de la realidad, o peor aún, como una invitación al cambio. Asimismo, ignorar el hecho de que las relaciones erótico-sentimentales siguen siendo causa de innumerables sufrimientos y decepciones, de que las sigue habiendo más “tranquilas” pero también más “violentas” o “apasionadas”, de que hay millones de personas atormentadas por causa de eso que podemos denominar “amor”... ignorar y esconder todo esto bajo la estrafalaria tesis de que los amantes de hoy en día solo buscan “sentimientos agradables y excitaciones sin consecuencias”, me parece que solo puede considerarse como un insulto a una gran parte de la humanidad sufriente, insulto casi del mismo nivel que el de afirmar que los amantes actuales no experimentan en muchos casos pasiones, emociones y vértigos tan tempestuosos como los que se describen en la literatura clásica.

Todo esto sin tener en cuenta que, como decíamos, a la hora de concretar en qué se traduce exactamente esa “negatividad” que tan maravillosa se supone que es, y que tanto habríamos perdido en las relaciones amorosas de hoy, Byung-Chul Han calla como un libro cerrado. Una pista sobre qué puede ser aquello en lo que está pensando nos la da el hecho de que se vea atraído por la caracterización del supuesto ideal romántico de nuestros días como “femenino” (el del general Alcibíades por Sócrates era, sin duda alguna, un amor muy masculino), o de que incluso le parezca que esa descripción se queda corta y la complete con aquello de la “domesticación” que veíamos más arriba. Pues lo cierto es que “negatividad” la sigue habiendo a raudales en miles y miles de relaciones de pareja que están en las antípodas de lo “agradable” y de lo “tierno”, y en las que lo que prima, por el contrario, es la malicia y la brutalidad. ¿Acaso toda esta “negatividad” no es suficiente para que Han se convenza de que sus contemporáneos están muy lejos de vivir en esa “sociedad positiva” que él se ha imaginado? ¿O tal vez la negatividad que echa de menos Han en las relaciones afectivas actuales consista en que, según él, ya no hay suficiente violencia y dolor en ellas? ¿O es que la única negatividad importante en el terreno amoroso es aquella cursilería neoplatónica de la “atopicidad” y el “intercambio de la sangre”, que nunca averiguamos qué demonios es?

4. EL OCULTAMIENTO DE LA MUERTE

Otro territorio en el que a Byung-Chul Han le alarma el “olvido de la negatividad” en la sociedad contemporánea es el de la obsesión por la salud y el miedo a la muerte:

En los tiempos actuales, que aspiran a proscribir de la vida toda negatividad, también enmudece la muerte. La muerte ha dejado de hablar. Se la priva de todo lenguaje. Ya no es “un modo de ser”, sino solo el mero cese de la vida, que hay que postergar por todos los medios (...) La histeria con la salud es, en último término, la histeria con la producción. Pero destruye la verdadera vitalidad. La proliferación de lo sano es tan obscena como la proliferación de la obesidad. Es una enfermedad. Le es inherente una morbosidad. Cuando se niega la muerte en aras de la vida, la vida misma se trueca en algo destructivo. Se vuelve autodestructiva (...)

Precisamente la negatividad es vivificante. Nutre la vida del espíritu. El espíritu solo obtiene su verdad si dentro del desgarramiento absoluto se encuentra a sí mismo. La negatividad del desgarramiento y del dolor es lo único que mantiene con vida al espíritu. (La expulsión de lo distinto, “Miedo”).

La tesis de que el “desgarramiento” que producen la muerte y la enfermedad es necesario para que “el espíritu obtenga su verdad” es demasiado ambigua como para que nos detengamos a discutirla: cada cual piense lo que quiera. Tampoco incidiré en la contradicción que supone protestar porque intentamos evitar las enfermedades, pero a la vez quejarse de que “la proliferación de lo sano” es un tipo de morbosidad. Respecto a esta cuestión me limitaré a indicar que, pese a los muchos y prodigiosos avances médicos, las enfermedades, por desgracia, siguen existiendo y cobrándose una buena dosis de sufrimiento, del que no andamos faltos, y la muerte, evidentemente, es una realidad de la que sabemos que nadie termina escapando y con la cual nos encontramos, sí, menos a menudo que en otras épocas, pero aun así con notable frecuencia. De manera que ese “alimento para la verdad del espíritu” no será lo que nos falta, aunque por fortuna en una dieta un poco menos abundante que en los gloriosos tiempos de la peste negra, que tanto tuvo que reconfortar a los Han de la época.

Naturalmente, todo en exceso es malo, y la obsesión por la salud y por la desinfección puede llevar en ocasiones a resultados contrarios a los que se buscaban, sobre todo si las cosas que hacemos creyendo que son “sanas” no lo son tanto. Pero Han está señalando hacia algo aparentemente más serio y profundo que la mera regañina de que “si no dejamos que los niños se ensucien un poco, su sistema inmunitario no va a desarrollarse de modo adecuado”, o algo así. Lo que parece indicarnos es más bien que la obsesión por la salud y la ocultación social de la muerte y de la enfermedad son el síntoma de una especie de crisis metafísica de nuestra sociedad. No tomar alimentos con demasiada sal o colesterol, dedicar un rato cada día a hacer un poco de ejercicio, hacerse un chequeo médico una vez al año, o preferir que los velatorios se hagan en una instalación municipal destinada al efecto en lugar de en casa del difunto, todo ello vendría a significar ni más ni menos que hemos perdido el contacto con la verdadera realidad y con la verdadera “vida del espíritu”. Pero, creedme: hasta los mejores y más profundos sabios y artistas de nuestros días van de vez en cuando al médico y se alegran de que muchas enfermedades ya no produzcan mortandades... exactamente lo mismo que habrían deseado los grandes artistas y sabios de cualquier época anterior, si hubieran tenido la suerte de contar con nuestros avances sanitarios. Además, el que Han escriba esos best-sellers pseudo-profundos... tampoco demuestra que él tenga una mayor “apertura al dolor y a la muerte” que la que tienen sus conciudadanos. Tampoco sabe Han, en realidad, lo que experimentaban las gentes del pasado: lo ignora, por supuesto, sobre la gran masa que no tuvo ocasión de dejar constancia por escrito de sus experiencias, y en realidad lo ignora también sobre aquellos que sí contaron algo, pues tampoco en el caso de dichas personas podemos contrastar las vivencias descritas por ellos con las de los humanos actuales, que quizás tienen en muchos casos experiencias más enriquecedoras, vitales y espirituales que las de sus antepasados.

5. EL INFIERNO DE LO IGUAL

Pero si hay una expresión recurrente en el discurso de Byung-Chul Han, y que, seguro que van a reconocer en seguida muchos de sus lectores, es la de “el infierno de lo igual”.

El umbral es el tránsito a lo desconocido (...) El umbral siempre lleva inscrita la muerte. En todos los ritos de paso (...) se muere para renacer más allá del umbral. (...) Hoy (...) hemos dejado de ser el homo doloris que habita umbrales. Los turistas no tienen experiencias que impliquen una transformación y un dolor. Se quedan igual. Viajan por el infierno de lo igual. (La expulsión de lo distinto, “Umbrales”).

Los umbrales hablan. Los umbrales transforman. Más allá del umbral está lo distinto, lo foráneo. Sin la fantasía del umbral, sin la magia del umbral, solo queda el infierno de lo igual. Lo global se instaura a costa de desmantelar sin escrúpulos los umbrales y las transiciones (...) Las transiciones, que requieren mucho tiempo, se desintegran hoy reduciéndose a rápidas vías de paso, a continuos enlaces e interminables clics. (La desaparición de los rituales, “Ritos de cierre”).

En la primera de estas citas, la alusión a los umbrales y a los turistas parece indicar que con la fórmula “infierno de lo igual”, Han se refiere sobre todo al hecho de que, en esta época de globalización, todos los lugares del mundo se parecen demasiado entre sí, o al menos los turistas no avanzarían más allá, durante sus viajes, de aquellas instalaciones y comercios que son exactamente iguales a los que pueden encontrar en sus propias ciudades de origen. La segunda cita es algo más ambigua, y parece referirse a la comodidad con la que accedemos mediante un clic a “sitios” aparentemente lejanos, algo que destruiría la extrañeza de aquello a lo que accedemos. Como veremos en el siguiente apartado, el uso que hace Han del concepto de “lo igual” (o “el infierno de lo igual”) es más amplio que lo que señalan estas referencias, pero detengámonos de momento en la cuestión que estas citas plantean: ¿es todo el mundo de hoy tan “igual” como lamenta Byung-Chul Han? Y en el caso de que efectivamente sea mucho más “igual” que antes, ¿qué hay realmente de malo en ello?

Respecto a lo primero, sin duda un viajero de principios del siglo XXI tiende por término medio a experimentar menos sorpresa y más familiaridad que uno de hace cien o doscientos años con lo que encuentra a miles de kilómetros de su hogar. Las terminales aeroportuarias de todo el mundo funcionan mediante un mismo código; buscar un taxi y encontrar un hotel son experiencias harto similares ya sea en Oporto, en Vancouver o en Shanghái; si conecta el televisor de su habitación, encontrará los mismos tipos de programas en casi todas partes; y si elige un canal de música, escuchará los mismos éxitos que escuchan sus hijos allá en su hogar. Lo mismo ocurre cuando deja el hotel para acudir a su reunión de negocios en una empresa o una universidad; y por supuesto, si se trata de un viaje de turismo puede contar con el paquete de actividades habitual organizado por el correspondiente tour-operador. Es también muy probable que por la calle encuentre comercios de exactamente las mismas marcas o franquicias que en su ciudad de origen, incluyendo cadenas de comida rápida, o alguna imitadora, que le ofrecen saciar su apetito con un menú que encontrará completamente familiar. Si nuestro viajero domina con cierta fluidez el inglés, tendrá pocas dificultades de comunicación en buena parte de todos los lugares que visite, al menos mientras no se aparte mucho del recorrido prefijado. Lo que llamamos “globalización” ha uniformado nuestros modos de vida en un grado que nunca se había visto antes, aunque la tendencia a que tal cosa ocurra está muy lejos de ser algo nuevo y propio en exclusiva del moderno capitalismo: sin ir más lejos, la civilización romana era ya famosa por fundar, del Támesis al Éufrates, ciudades en las que uno encontraba exactamente las mismas comodidades, desde las termas a los teatros, desde los foros a las tabernas, aunque al este del Adriático haría mejor en intentar entenderse en griego que en latín. Y eso por no hablar de la iglesia católica (del griego katholikós: “universal”), empeñada durante dos milenios en establecer una lista cerrada de rituales, instituciones, edificios y costumbres allá donde lograba establecerse. Lo que vemos en nuestra época no sería, pues, un fenómeno nuevo, sino tan solo el apogeo de una tendencia milenaria, plenamente implantada ya en las viejas generaciones cuya vida heterogénea tanto parece echar de menos Byung-Chul Han.

El lamento de Han es por otro lado tan antiguo, y rezuma a raudales tanto aroma a esnobismo, como la crítica, frecuente desde hace más de un siglo, hacia el “turismo de masas” por parte de aquellos privilegiados que lo que valoraban era una “experiencia de inmersión” en culturas exóticas, o que afirmaban que “hay que disfrutar morosamente del trayecto y no solo del lugar de destino”. A esto le añade Han sobre todo la nota de cuán nefasta es la desaparición del “dolor” que antes implicaba el separarse de lo conocido y entrar en lo foráneo. Pero, como en el caso de lo que comentábamos arriba sobre la muerte y las enfermedades, la verdad es que ese tipo de “dolor” sigue existiendo en dosis nada despreciables. Para empezar, la tendencia de las últimas décadas parece ser, si acaso, la de obligar a los viajeros a padecer un creciente grado de incomodidad. Ya sé que no es comparable la experiencia de deambular hastiado varias horas por una sala de embarque y pasar todo el vuelo medio comprimido entre dos pasajeros en un cada vez más minúsculo asiento, con el martirio de sufrir durante varios días los baches del camino en una diligencia, de dormir en posadas llenas de pulgas, y de temer en todo momento la llegada de los bandoleros. Pero la comodidad de los viajes actuales podría haber mejorado al menos tanto como lo ha hecho su seguridad (recordemos que la probabilidad de morir en un accidente de avión, por kilómetro recorrido en vuelo comercial, se ha reducido por un factor de más de cien en el último medio siglo, por ejemplo), y en cambio da la impresión de que la industria de la navegación aérea compite por ver quién encuentra maneras más sádicas de atormentar a esos pasajeros que tan seguros viajan. Más aún, quienes no solo van como turistas o para un corto viaje de trabajo, sino que emigran a otros países buscando mejorar su situación laboral, tardan muy poco en darse cuenta de que el aparente parecido entre su lugar de origen y su nueva residencia es básicamente superficial, y que familiarizarse con las costumbres de otro lugar, y, sobre todo, llegar a ser aceptado por los naturales como uno más de ellos, resulta en la mayoría de los casos enormemente costoso, cuando no totalmente imposible. No puedo evitar imaginarme a los infortunados pasajeros de un cayuco rumbo hacia Europa entreteniendo su pavorosa travesía con la lectura de algún libro de Han, y llegando a la conclusión de que su viaje no vale la pena porque, en el mejor de los casos, van a acabar instalados en el infierno de lo igual.

La verdad es que cuesta trabajo, al pensar en todas estas enormes dificultades que aún existen para familiarizarse con una cultura o un ambiente lejanos, no sentir el deseo de que algunos de esos “umbrales” dejen de exigirnos con tanta insistencia eso de “morir para luego renacer”, y se conviertan en algo más parecido a cómodos “lugares de paso”. Podemos echar razonablemente de menos algo de la “diversidad” perdida con la globalización, y también aquella vieja sensación de vivir rodeados por un fascinante mundo incógnito (algo que no solo se debe a la creciente facilidad para viajar y a la práctica desaparición de territorios “vírgenes”, sino también a la actual hiperabundancia de información, de nuevo para desconsuelo de Byung-Chul Han), pero negarse insistentemente a valorar todo lo que hemos ganado a cambio de esa pérdida, y subestimar con afectada inclemencia las abundantísimas diferencias que aún persisten en ese imaginario “infierno de lo igual” (por no hablar del sufrimiento, angustia y malestar que muchas de esas diferencias causan todavía), solo puede entenderse como una pose, o dicho de otro modo, como el empeño por consolidar lo que no hay mejor modo que describir que como una simple marca comercial con la apariencia del nombre de un filósofo.

6. APARECE EL CAPITALISMO

Como decíamos más arriba, la tesis de que en la sociedad tardomoderna vivimos en un “infierno de lo igual” no se limita a afirmar que, a causa de la globalización, todos los lugares del mundo son ahora mucho más parecidos entre sí que como lo eran en otras épocas del pasado. En realidad, la queja es mucho más profunda:

El dinero, que todo lo hace comparable con todo, suprime cualquier rasgo de lo inconmensurable, cualquier singularidad de las cosas. La sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual (...) El sistema social somete hoy todos sus procesos a una coacción de transparencia para hacerlos operacionales y acelerarlos. La presión de la aceleración va de la mano del desmontaje de la negatividad. La comunicación alcanza su máxima velocidad allí donde lo igual responde a lo igual, cuando tiene lugar una reacción en cadena de lo igual. (La sociedad de la transparencia, pp. 12-13).

La comunicación alcanza su máxima velocidad allí donde lo igual reacciona a lo igual. La resistencia y rebeldía de la otredad o de la extrañeza perturba y ralentiza la comunicación llana de lo igual. Precisamente en el infierno de lo igual alcanza la comunicación su velocidad máxima. (Psicopolítica, p. 121).

El smartphone es un aparato digital que trabaja con un input-output pobre en complejidad. Borra toda forma de negatividad. Con ello se olvida de pensar de una manera compleja. Y deja atrofiar formas de conducta que exigen una amplitud temporal o una amplitud de mirada. Fomenta la visión a corto plazo. Fomenta el corto plazo y la mirada de corto alcance, y ofusca la de larga duración y lo lento (...) La experiencia, como irrupción de lo otro, en virtud de su negatividad interrumpe el narcisismo imaginario. La positividad, que es inherente a lo digital, reduce la posibilidad de tal experiencia. La positividad continúa lo igual. El teléfono inteligente, como lo digital en general, debilita la capacidad de comportarse con la negatividad. (En el enjambre, pp. 42-43).

Lo sagrado une aquellas cosas y valores que dan vida a una comunidad (...) El capitalismo, por el contrario, elimina todas las diferencias al totalizar lo profano. Hace que todo sea comparable, y por tanto, igual. Engendra un infierno de lo igual. (La desaparición de los rituales, “Fiesta y religión”).

Como vemos, el principal problema del “infierno de lo igual” no es que existan las mismas tiendas y se escuche la misma música en Praga o en Seúl, sino que, en realidad, todo aquello con lo que podemos encontrarnos en la sociedad contemporánea, aunque nunca salgamos de nuestra ciudad, es “igual”: iguales (o equivalentes, que “dan igual”) las cosas entre sí, y sobre todo, iguales a nosotros mismos, meras réplicas de nuestro yo narcisista, nada en lo que podamos encontrar lo “radicalmente otro”. Pero vivir rodeados de personas que comparten con nosotros casi todos sus valores, sus opiniones y sus experiencias, e inmersos en una cultura que solo nos ofrece un menú de opciones monótono y repetitivo... ¡es justo la condición en la que ha vivido la mayor parte de la humanidad a lo largo de la historia! Quizás precisamente por aquella monotonía es por lo que a nuestros antepasados podrían resultarles más sorprendentes que a nosotros las pocas cosas nuevas que se encontraban en sus vidas. Sin irnos tan lejos, estoy convencido de que la generación de nuestros hijos no habrá experimentado, probablemente, una fascinación tan grande como pudo ser para mí la de ver una televisión en color, a finales de la década de 1970 en la casa de mi vecino. Y supongo que cuando mis abuelos descubrieran el cine mudo o escucharan la radio por primera vez, la sensación de novedad sería todavía más intensa. Es posible, por tanto, que lo que Han encuentra de lamentable en el mundo actual no sea la inexistencia o la infrecuencia de lo distinto, sino más bien el hecho de que, por su misma sobreabundancia, ya no lo valoremos tanto, y todo “nos dé igual”.

A Han también parece molestarle que ahora se produzca demasiada comunicación. Cierto, los avances tecnológicos nos permiten estar “conectados” las veinticuatro horas, y tenemos en nuestras pequeñas pantallas personales el equivalente a un quiosco de prensa, una librería, unos multicines, salas de conciertos, emisoras de radio y varias cadenas de televisión, sin contar con las redes sociales, todo ello con oferta suficiente como para que en pocas horas hayamos podido “consumir”, si nos ponemos a ello con ahínco, tantos ítems de información como nuestros padres en un mes, o más de los que la mayoría de las personas habrían tenido a su alcance a lo largo de toda su vida hace unos pocos siglos. De modo inevitable, esto hace que cada uno de tales ítems sea mucho menos valorado por nosotros de lo que para nuestros abuelos podía ser el tener a mano un periódico o asistir a una representación de teatro. Pero de aquí no se sigue que el valor que tenía para ellos el conjunto de toda la información de la que disponían fuese mayor que el valor que tiene para nosotros la suma de la información de la que disfrutamos ahora. Más bien diríase que es justo lo contrario, como demuestra el hecho de que seguramente nos sentiremos mucho más angustiados si un día no encontramos nuestro smartphone, que lo que tu abuelo se habría sentido por no poder conseguir el periódico del día.

Tampoco es cierto en absoluto que todas esas informaciones, o el resto de las cosas que adquirimos, “nos den igual” que cualesquiera otras: la cantidad y variedad de datos y de cosas que elegimos no consumir es enorme, y las que sí consumimos son muy parecidas a las que consumen otras personas, pero también muy diferentes a las de muchas otras. Me temo que cuando nuestro filósofo se lamenta de que en esta sociedad capitalista “todo es igual”, en realidad no se trata de que sea igual para la gente, para cada una de las personas que forman parte de nuestra sociedad, sino de que a él, a Byung-Chul Han, le parecen cosas sin valor, baratijas para el vulgo, a las que no debería rebajarse alguien que, como él, vive supuestamente alojado en el paraíso de lo diferente.

Por otro lado, gran parte de toda esa información a la que hoy en día podemos acceder es totalmente gratuita, lo que desvirtúa notablemente las alusiones que, en los textos citados más arriba, hace Han al dinero y al capitalismo. Esta pose antimonetaria no es que sea muy original: desde hace milenios, el comercio y el dinero llevan siendo considerados por todos los moralistas como una realidad intrínsecamente vil, corrupta y pecaminosa, y desde la crítica de Karl Marx al “fetichismo de la mercancía” una parte no desdeñable de los filósofos y las filósofas han adoptado la visión, o más bien el dogma, de que todo aquello que es tocado por el capitalismo, por muchas cualidades deseables que parezca tener, esconderá sin más remedio en sus entrañas unas despiadadas relaciones de explotación. Es cierto que para tener “conexión” y poder acceder a todos esos ítems suele hacer falta comprar primero un aparato y pagar regularmente a una compañía telefónica, y también es cierto que muchos contenidos que se ofrecen en internet son de pago (aunque por unidad suelen ser tan baratos que, por el precio de ver una función en el teatro o escuchar un concierto en una sala, se puede disfrutar durante más de un mes de docenas y docenas de películas, series, música o libros), pero también es verdad que hay una enorme cantidad de este tipo de cosas, muchas de ellas de una gran calidad, a cambio de las cuales no se te exige pagar absolutamente nada. Reconozco que escuchar en YouTube a Glenn Gould interpretando a Bach no será una experiencia tan espiritual y llena de negatividad-de-la-buena como asistir en vivo a un carísimo concierto de Andras Schiff con el mismo programa, pero el hecho de que lo primero esté disponible para millones y millones de personas, todas las veces que quieran y completamente gratis, no deja de parecerme algo de lo que nuestra sociedad tardomoderna y capitalista puede sentirse muy orgullosa, y si hay algo de “explotación” y de “visión a corto plazo” en ello, pues creo que en este caso habrá valido la pena.

7. CONCLUSIÓN

Los razonables límites de espacio me impiden comentar con el mismo detalle algunos de los otros lugares comunes habituales en los libros de Byung-Chul Han, como por ejemplo la calificación de “pornográfica” que le da al modo inmediato y directo en que los actuales medios de comunicación, internet y las redes sociales nos presentan el mundo (calificación que no deja de ser un insulto prejuicioso, más que un análisis); o la queja porque nuestra sociedad ha prescindido de los rituales (no solo ignorando los aspectos indeseables que tenían muchos rituales del pasado, sino también el hecho de que hay muchos otros rituales que se crean continuamente, en ámbitos como los deportes, los espectáculos, la política, y otros rituales que están muy lejos de desaparecer, como ocurre con los religiosos); o, por citar solamente un último cliché, la acusación de que damos más importancia a las no-cosas, a realidades inmateriales, en vez de a los objetos palpables (como si la disminución del consumo de objetos materiales no fuera ventajosísima desde el punto de vista medioambiental, o como si el deseo de bienes materiales no hubiera sido algo solemnemente condenado por la mayoría de filósofos y moralistas desde la antigüedad, o como si sus propios nanoensayos, con sus escasas páginas y sus frases brevísimas que le dan ese carácter de producto de consumo facilón y evanescente para las masas, no tendieran asintóticamente a esa fantasmagórica condición de no-cosas en comparación con los gruesos tomos de los viejos filósofos que él tanto admira). Nuestra lista de lamentaciones podría ser aún más larga, pero me atrevo a predecir que el propio Byung-Chul Han se va a encargar de seguir ampliándola en las próximas décadas al ritmo de un librito al año, en los que clamará incesantemente contra cualquiera de las nuevas realidades sociales, tecnológicas o culturales que en ese tiempo intenten aliviar en alguna medida la triste condición humana.

En conclusión, si alguien (como no me cabe duda de que mucha gente hace) tiende a identificar la idea de “pensamiento crítico” con una actividad consistente en señalar los defectos de nuestra civilización y nuestro actual “estilo de vida”, defectos cuanto más tremebundos y contraintuitivos mejor, entonces Byung-Chul Han tendrá todas las papeletas para convertirse en uno de sus filósofos-fetiche. Pero quiero invitar desde aquí a esas personas a que procuren tener en cuenta que criticar a autores como Byung-Chul Han es, sin duda ninguna, un ejercicio de “pensamiento crítico” muchísimo más provechoso y saludable.

Obras citadas de Byung-Chul Han

La sociedad del cansancio. Barcelona, Herder, 2012.

La sociedad de la transparencia. Barcelona, Herder Editorial, 2013.

La agonía del Eros. Barcelona, Herder Editorial, 2014.

En el enjambre. Barcelona, Herder Editorial, 2014.

Psicopolítica. Barcelona, Herder Editorial, 2014.

La expulsión de lo distinto. Herder Editorial, 2017.

La desaparición de los rituales. Herder Editorial, 2020.

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1 Este libro se enmarca en los proyectos de investigación del Gobierno de España, FFI2017-89639-P («Mecanismos en las ciencias: de lo biológico a lo social») y RTI2018-097709-B-I00 («Racionalidad y contraconocimiento: epistemología de las fake news»).

2 Filiación: Departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia, Facultad de Filosofía, UNED.

Dirección Postal: Facultad de Filosofía. UNED (28040 Madrid).

Correo electrónico: jpzb@fsof.uned.es

3 La bibliografía de Han que se cita en este artículo se hace a veces por página y a veces por capítulo. La razón de ello no ha sido otra, sino que varias de las obras de Han se han consultado en formato electrónico (epub), donde el concepto de “página” es obsoleto.

4 Cifras obtenidas de la página web Our world in data: https://ourworldindata.org/suicide#suicide-by-gender