SCIO: Revista de Filosofía

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LA PANDEMIA DE LA COVID-19 Y NUESTROS IMAGINARIOS DEL ESTADO1

COVID-19 PANDEMIC AND OUR IMAGINARIES OF THE STATE

Jorge Martínez Lucenaa*

Fecha de recepción y aceptación: 3 de febrero de 2021 y 18 de mayo de 2021

DOI: https://doi.org/10.46583/scio_2021.20.784


Resumen: El Estado ha sido imaginado desde antiguo. Cada sociedad tiende a imaginarlo desde las historias que se cuentan en ella, muchas de ellas basadas en la realidad y muchas otras puras ficciones. En este artículo intenta mostrar cómo ha variado la imagen del Estado nación moderno en el Occidente globalizado desde finales del siglo xx hasta nuestros días, y cómo ha podido transformar la pandemia de la COVID tales imaginarios. Además, intentamos establecer los límites del Estado a la hora de tramar juntos nuestro futuro.

Palabras clave: Estado, imaginarios sociales, COVID-19, pandemia, coronavirus.

 

Abstract: The State has been imagined since ancient times. Each society tends to imagine it from its stories, many of them based on reality and many other pure fictions. This article tries to show how the image of the modern nation-state has changed in our globalized Western societies from the end of the 20th century to the present day, and how the COVID pandemic has been able to transform such imaginary. In addition, we try to show the limits of the State when plotting our future together.

Keywords: State, social imaginaries, COVID-19, pandemic, coronavirus.


a Departamento de Comunicación. Facultad de Comunicación, Educación y Humanidades. Universitat Abat Oliba CEU.

* Correspondencia: Universitat Abat Oliba CEU. Facultad de Comunicación, Educación y Humanidades. Calle Bellesguard, 30. 08022 Barcelona. España.

E-mail: martinez90@uao.es



Los imaginarios sociales son imágenes o conjuntos de imágenes compartidos por una determinada comunidad, a un nivel más o menos inconsciente, que permiten a sus integrantes discernir lo que es normal de lo que es anormal, lo que es bueno de lo que es malo, lo que es deseable y lo que no lo es. Según diversos teóricos de la antropología (Durand, 2005), de la sociología (Anderson, 1993; Castoriadis, 2013; Maffesoli, 2014; Carretero, 2010), de la economía (Appadurai, 2001); de la historia de las ideas (Taylor, 2006) y de la filosofía de los medios (Balandier, 1994), dichas imágenes constituyen el pegamento que explica la cohesión social, así como la existencia de nuestras comunidades imaginadas posmodernas tal y como las conocemos hoy.

En este artículo intentaré mostrar las transformaciones de los imaginarios sociales acerca del Estado que hemos sufrido en Occidente desde su inicio en la modernidad hasta nuestros covídicos días, e incluso hasta el mundo poscovid que algunos han denominado ya el gran reset o reinicio del sistema (Schwab y Malletet, 2020). Desde su origen, esta imaginación del Estado se nutre de lo que Anderson denomina “comunidades imaginadas”. En su clásico sobre el nacionalismo afirma que “la convergencia del capitalismo y la tecnología impresa en la fatal diversidad del lenguaje humano hizo posible una nueva forma de comunidad imaginada, que en su morfología básica preparó el escenario para la nación moderna” (1993: 75).

Desde Lutero, Gutenberg y la pujante industria editorial en lengua vernácula, como uno de los motores fundamentales del capitalismo y de los imaginarios de la nación moderna, ha pasado mucho tiempo. Con los siglos han cambiado las fronteras y, hasta la llegada de nuestros tiempos digitales, la imprenta, como dejó dicho McLuhan (1995), ha dado paso al individualismo que emergió de la galaxia Gutenberg, esto es, de la focalización de nuestra civilización en el racionalismo, en el predominio del ojo sobre todos los demás sentidos del ser humano. Progresivamente, hemos ido abandonando esta vía reductiva, gracias a los medios electrónicos y posteriormente digitales, hacia una experiencia más holística de la existencia, en la que, como hacía el hombre tribal, damos pábulo a una experiencia personal más cercana a los demás, porque tiene en cuenta todos los sentidos y no está mediada exclusivamente por la abstracción.

De esta nueva forma de acercarse a la realidad a la que nos han llevado las nuevas tecnologías han ido surgiendo modificaciones en nuestro modo de imaginar el mundo. Son también muchos los sucesos culturales, mediáticos, sociales y políticos que han transformado nuestras imágenes de lo que son nuestros Estados nación, un artilugio racionalista creado por la modernidad para organizar y gestionar la vida social y el bios en general (Foucault, 2009), y que ha sufrido distintas mutaciones y renacimientos a lo largo de nuestra historia (Foucault, 2008).

Mi intención con estas líneas no es la de retratar nítidamente nuestra nueva y unívoca imagen del Estado en el siglo xxi hasta nuestra confinada actualidad, reconfigurada a la luz de este coronavirus zoonótico llamado científicamente SARS-CoV-2, y apodado mediáticamente COVID-19. Los imaginarios no se pueden revelar completamente, como una fotografía, sino que más bien son un material magmático, plural y en constante evolución, que el investigador social puede intentar traer a la luz, en ocasiones por inmersión, usando la hermenéutica sobre los datos de la realidad. Es por esta razón que, en las páginas que siguen, veremos hablar de historia reciente, de series de televisión, de documentales, de películas, de datos científicos y de cómo estos se han ido convirtiendo en micromitos que nosotros consumimos y que alimentan nuestros modos de imaginar la realidad. Es verdad, como afirma Blumenberg (2003), que el absoluto de la imaginación no consigue doblegar el absoluto de la realidad, pero sí que consigue regularlo y hacerlo más interesante a la existencia. Así que son estos micromitos, cristalizaciones narrativas de imaginarios sociales (Carretero, 2006), los que constituyen la inextinguible fuente de esta persuasiva imaginación, hiperestimulada en nuestro mundo hiperconectado y digital.

Muchos de nuestros deseos, convicciones y esperanzas provienen de esa normalización a la que somos sometidos por nuestra continua y a veces acrítica exposición a las celebrities, los influencers, los realities, los memes, los gifs, los posts, a la ingente publicidad de las historias que nos cuentan las redes sociales, Instagram, Tik-Tok, Twitter, Facebook, la multiplicidad de plataformas que nos alimentan de ficciones a la carta, Netflix, HBO, Amazon Prime Video, los medios de comunicación más convencionales, incluso dándonos noticias, etc.

El ser humano siempre ha poseído una razón sensible (Maffesoli, 1997), siempre ha sido influenciado por su entorno para imaginar sus horizontes de significación o sus marcos referenciales (Taylor, 1996), pero nunca se ha visto sometido a tal complejidad sensorial, a esta ubicuidad de la posverdad, a este flujo de información tan ingente, ni a la sensación de que es él mismo quien la ha escogido libremente. Desde el mundo del audiovisual, el controvertido Adam Curtis lo ha retratado perfectamente en su documental HiperNormalisation (2016) a la misma velocidad que va el mundo en el que andamos montados.

§1. Antecedentes de nuestros imaginarios del Estado

Justo antes de que la COVID-19 debutase en el mundo de los humanos, el sistema globalizado neoliberal, guiado por lo que Boaventura de Sousa Santos (2021) ha llamado el capitalismo abismal, Sayak Valencia (2016) el capitalismo gore y Naomi Klein (2007) el capitalismo del desastre –que socializa las pérdidas y privatiza los beneficios–, volvía a coger carrerilla. El FMI hacía vaticinios medianos. Nuestras economías, tras los recortes y austeridades provocados por la crisis financiera de 2008, se disponían a rebrotar y ganaban en velocidad. La partida, pese a las denuncias hechas en documentales como Inside Job (2010), del multimillonario Charles Ferguson, la había vuelto a ganar el capital financiero. Se seguía en la tendencia de ese capitalismo sin rostro humano que encabezaron simbólicamente Margaret Thatcher y Ronald Reagan y que todavía se desató de un modo más virulento tras el accidente nuclear de Chernobyl en 1986 –que tan bien ha retratado la miniserie del mismo nombre (2019)– y la posterior caída del muro de Berlín, en 1989, cuando quedó claro que se desvanecía aquella Weltanschauung ideológica alternativa que era el comunismo.

Los sucesos en la plaza de Tiananmén –el mismo año que cayó el muro– daban paso a una dictadura comunista-capitalista adaptada a los nuevos tiempos posmodernos. Despojada de cualquier límite humanista, China se fue convirtiendo en la nueva alternativa, en la verdadera potencia contrincante, debido a su crecimiento emergente, a su creciente competitividad, así como a ser la propietaria de buena parte de la deuda de los Estados Unidos de América. Frente a países como las democracias occidentales, con una apreciable, aunque cara, tradición sobre la dignidad y los derechos fundamentales de la persona –en cuanto a los costes laborales, por ejemplo–, China, sin la limitación de los derechos y la dignidad humanos, se convertía en un signo de contradicción para Occidente. En China no tienen el fardo de los derechos humanos que, en el viejo continente y en los países considerados como occidentales, se ven cada vez más erosionados para poder competir y ganar.

Tras el revés sufrido por Estados Unidos en los atentados del 11S del año 2001 se empezó a apreciar esa necesidad de escenificación o teatralización de una guerra por las libertades en Oriente Medio –algo que ya habíamos visto en el filme La cortina de humo (1997)–. Con el tiempo se ha visto que Sadam Hussein no tenía armas químicas, como vemos en el fantástico biopic sobre Dick Cheney Vice (2018). Fue necesario algo que enmascarase la urgencia por parte del Estado de intervenir digitalmente las comunicaciones del mundo entero, vulnerando impunemente las libertades de todos los ciudadanos en nombre de la seguridad. El paraíso de las libertades y del sueño americano utilizó la seguridad nacional como clave de justificación de la supresión de estas. Se produjo, como bien explica Zuboff (2020), una alianza entre la NSA y las grandes multinacionales tecnológicas norteamericanas como Google, Facebook y Microsoft, dándole una cruz bastante tétrica a esa moneda del neoliberal capitalismo de ficción (Verdú, 2006) en el que disfrutábamos viviendo.

Este nuevo Frankenstein descrito por la norteamericana Zuboff (2020) se denominaría capitalismo de la vigilancia y sería la contraparte de nuestra cultura del reality (Imbert, 2010) en que anda inmerso el mundo globalizado. Consistiría, en gran medida, en un pacto entre el Estado norteamericano y Silicon Valley, según el cual se seguiría permitiendo a las tecnológicas la explotación del excedente informativo de sus usuarios para fines comerciales en el mercado de futuros, mientras que estas permiten que el Estado acceda a sus contenidos con finalidades de espionaje y de control social en el más extenso sentido de la palabra. Dicho matrimonio entre Estado norteamericano y tecnología que vulneraría los derechos de todos los usuarios de internet en el mundo no se limitaría estrictamente al afán extractivo de información, sino que también se desplegaría militarmente en la actividad de satélites, drones de muy diverso alcance y tamaño, que son capaces de escudriñar el globo terráqueo en busca de objetivos para misiles y armas automáticas teledirigidas, como recientemente hemos visto en el asesinato del científico responsable del plan nuclear iraní, parece que por parte del MOSAD israelí (Sanz, 2020). Algo que Estados Unidos ha hecho en repetidas ocasiones. Recordemos, por solo citar el caso más ostentoso de su capacidad de despliegue militar: el de Osama Bin Laden, muerto en un supuesto tiroteo con un comando Seal, que entró en su vivienda de Pakistán donde el responsable último de Al Qaeda y de los atentados de las torres gemelas se escondía con una parte de su familia. Del mismo modo, hemos aceptado tácitamente la externalización de la injusticia y el trato inhumano a prisioneros de guerra, sin necesidad de respetar garantías procesales por no encontrarse en territorio norteamericano, como Guantánamo o alta mar, o bases americanas donde opera la CIA y donde se practica impunemente la tortura con el fin de conseguir información acerca del enemigo. A este respecto son muchas las películas y series de televisión que trabajan desde el aparato mediático para normalizar este tipo de acciones e incursiones militares que provocan indeseados daños colaterales, que no tienen en cuenta el derecho a la vida de niños, a los que los yihadistas, en ocasiones, utilizan como escudos humanos. Son muchos los soldados americanos retornados de las guerras de Irak y Afganistán retratados en nuestras ficciones, así como ficciones basadas en hechos reales retratan el TPT (trastorno por estres postraumático), un peaje que la conciencia hace pagar a los que han visto y hecho determinadas cosas, y a los que Estados Unidos debe rendir homenaje, porque son los que han encajado en sus carnes el mal, supuestamente necesario, para hacer resurgir a una nación y a su sueño americano puestos de rodillas con el ataque sufrido en 2001 en pleno corazón de Manhattan. Una serie de gran audiencia como 24 (2001-2010) funciona desde su inicio, que coincide con el año del atentado, como una legitimación de toda violencia necesaria para defender el bien de la nación. Todos los dilemas morales que en ella aparecen a este respecto se solucionan con la asunción individual, por parte del héroe que es Jack Bauer (Kiefer Southerland), de la injusticia en nombre del bien común. Otro ejemplo de esta fuente de justificación de la violencia contra el enemigo en esta guerra de Occidente contra el yihadismo la encontramos en la serie Homeland (2011-2020), donde la heroína Carrie Mathison (Claire Danes) juega el mismo papel de chivo expiatorio antiheroico que absorbe en su alma vesánica bipolar toda la culpabilidad necesaria para librar a su patria de las omnipresentes amenazas de terrorismo. Si tuviéramos que citar alguna entre las decenas de películas que se han hecho a este respecto, entre las mejores se encuentran las dos realizadas por la oscarizada Katryn Bigelow: En tierra hostil (2010) y Zero Dark City (2013). También digna de recuerdo es Espías desde el cielo (2015), donde se debate sobre los daños colaterales de los ataques con drones. También intentan denunciar los excesos cometidos por Estados Unidos otras películas, como es el caso de El Valle de Elah (2007) o el falso documental Camino a Guantánamo (2006), aunque no alcanzan al público como los productos seriales antes mencionados, acompañados de muchos otros, con centenares de horas de emisión y de binge watching a nuestra disposición.

Tras la crisis del 11S, en la que Estados Unidos experimentó en repetidas ocasiones el zarpazo del terrorismo islamista, como ha ido sucediendo a lo largo de los años en Madrid, Londres, París, Barcelona, etc., vimos incrementados nuestros miedos y con ello nuestras renuncias a ciertas libertades en función de una seguridad que se hacía necesaria. Y entonces llegó la crisis financiera de 2008 en la que vimos una caída de nuestras economías que manifestó, como sucedió en el crac del 29, que el “laissez faire, laissez passer” de Adam Smith y su mano invisible del mercado no son tan confiables como defendían los neoliberales, que venían marcando las pautas económicas de Estados Unidos y del mundo occidental y globalizado. Hubo que salvar bancos, hubo que darle a la máquina de hacer billetes desde la Unión Europea, ayudando a los países más débiles económicamente, como España, Italia o Grecia, a cambio de políticas de austeridad que fueron haciendo remontar la economía lentamente, aunque con un crecimiento de la desigualdad y un incremento del precariado, de los contratos laborales basura, también llamados «flexibilización del mercado laboral», de las personas viviendo al borde del abismo de la exclusión o la pobreza, etc. El resultado fue el de un crecimiento económico sostenido que, sin embargo, se compaginaba con un incremento de las personas que estaban excluidas o a punto de estarlo en nuestras sociedades, con toda la sensación de inminencia que ello genera.

De esta nueva sensación de malestar generalizado afloró en el mundo la indignación que cogió como manifiesto el ¡Indignaos! (2011) de Stephane Hessel, publicado en Francia en 2010. En España, el movimiento de protesta cogió la forma del 15M en 2011. Desde diversos colectivos o neotribus (Maffesoli, 2004; Barraycoa, 2004), se reivindicaba una sociedad más justa e igualitaria, y se denunciaba a la casta, un imaginario que todavía funciona en nuestro país, y que representaba al grupo de los poderosos política y económicamente hablando, que nos habían gobernado y que, en demasiados casos, habían cometido abusos de poder y corrupción reales. Digo que sigue funcionando porque series como La casa de papel (2017-) organizan su trama sobre la cristalización de este enfrentamiento entre pueblo y Estado. Aunque en absoluto se trata de un fenómeno específico español, pues se hace fácil rastrear teleseries internacionales en las que se pone en entredicho la integridad de la clase política. Quizás la precursora de este retrato, con una capacidad profética de denuncia del mundo del poder en la ciudad norteamericana de Baltimore, es la excelente The Wire (2002-2008), donde David Simon era capaz de radiografiar nuestro sistema conectando la Administración, la policía, el crimen organizado, la educación y el periodismo.

Sin embargo, tras la crisis económica y el movimiento Occupy Wall Street –también sucedido en 2011, como el movimiento de los indignados del 15M en España o como las primaveras árabes, que se dieron entre 2010 y 2012–, encontramos ejemplos como Boss (2011-2012), en la que un alcalde enfermo intenta dejar huella en su ciudad por todos los medios, o la más psicopática y preTrump del Frank Underwood de House of Cards (2013-2018), o en la versión más blanqueada de la escandinava Borgen (2010-2013), que lucha por lavar la imagen de algunos políticos de la mano de la entrada de la mujer en el poder, aunque en ningún caso deja de abundar en el retrato de la poliédrica manipulación de la masa por parte del poder político, algo que también observamos en series como Scandal (2012-2018).

Todo ello ha arrastrado a España a un desprestigio de los pactos de la transición con el argumento de que “de aquellos polvos estos lodos”. Y lo que salió de aquello, políticamente hablando, tras la disolución de las concentraciones llevadas a cabo en algunas plazas de las grandes ciudades de nuestro país, como la del Sol en Madrid o la de Catalunya en Barcelona, fue la maduración de diversos proyectos políticos como los populismos y el crecimiento del nacionalismo. El descontento económico y la denuncia del statu quo fueron el origen de partidos como Podemos (inscrito en 2014) –a la izquierda del PSOE y con una vitalidad que le faltaba a Izquierda Unida– o Vox (inscrito en 2013) –a la derecha del Partido Popular, que hasta entonces había tenido cautivo el voto de todo ese sector político–. Este mismo malestar dirigido hacia el establishment español también azuzó el nacionalismo catalán, que en la conmemoración de la diada catalana del 11S de 2012 consiguió reunir en la calle a alrededor de un millón de personas manifestándose pacíficamente y en familia a favor del proyecto independentista.

Este camino nacionalista sui generis se vio alimentado por el gran éxodo de refugiados de Siria que llegó a Europa en 2015-2016, huyendo de una encarnizada guerra en su país entre muchos bandos. A partir de esos momentos, la agenda europea se vio desbordada por la necesidad de acogida que planteaban los refugiados de guerras en todo el mundo. En un primer momento, fueron muchos los que colaboraron con generosidad en la inclusión de tal diáspora, que en los años se asemeja a la creada por la Segunda Guerra Mundial, tal y como retrata Ai Weiwei en su estético documental Marea Humana (2017). Sin embargo, con el paso del tiempo se ha ido imponiendo el cansancio y el nacionalismo en ocasiones euroescéptico que se ha cultivado en toda Europa, con derechas (o ultraderechas) nacionalistas en Alemania, Suecia, Finlandia, Holanda, Austria, Francia –con la señora Le Pen–, Inglaterra –con su Brexit–, Italia –con La Lega (antes la Lega Nord, pero ahora con un mensaje más panitálico)– y con la señora Meloni en Hermanos de Italia, Grecia –con su Amanecer Dorado e, incluso gobernando el país–, Hungría –con su mediático primer ministro Viktor Orbán– o Polonia, junto a otros países del Este balcánico candidatos a entrar próximamente en la UE. Nombres como Idomeni (entre Grecia y Macedonia) o Moria en la isla Lesbos (en Grecia, cerca de Turquía), así como Calais (Francia) o Ventimiglia (Italia), han saltado reiteradamente a las primeras páginas de los medios de comunicación. El continuo éxodo, ya no solo alentado por las guerras, sino también por las hambrunas, las sequías, el cambio climático, la pobreza y el deseo de una vida de ensueño en el primer mundo, ha generado una situación de desamparo en nuestro sur, especialmente en Grecia, Italia y España, que esperaban en vano la solidaridad del resto de la UE, que se ha limitado a subcontratar a países limítrofes donde los derechos humanos no son tan importantes, como Turquía, Libia y Marruecos, para contener esa “ola” de inmigración más allá de ese mare mortum en el que durante los últimos años no hemos visto morir a tantas personas, como vemos relatado hasta las lágrimas en Lágrimas de sal (Bartolo, 2017), escrito por el médico de Lampedusa, por poner solo un ejemplo.

A nivel europeo, pese a las crisis financieras y a la inmigración, pese a los nacionalismos excluyentes en ocasiones euroescépticos, la aporofobia (Cortina, 2017) –el odio, más o menos inconsciente al pobre, fenómeno pandémico en los países con desarrollados estados del bienestar– y los populismos de derechas y de izquierdas, acompañados por las políticas de austeridad en las que el norte mantenía al sur embridado económicamente, el crecimiento de la economía había empezado a dar señales de consolidación. Hasta el momento, nuestros imaginarios del Estado dependían mucho del momento nacionalista en el que cada uno de los países se encontrase. En España, el nacionalismo catalán había encendido la chispa también de un nacionalismo español poco corriente en los últimos tiempos posmodernos. El juicio y encarcelamiento de muchos de los políticos protagonistas del intento fallido de secesión en Cataluña parecía haber dado alas a un imaginario de una España fuerte, a pesar de encontrarse en una situación de inferioridad económica con respecto a sus cofrades del norte: algo que era fácil ver, por ejemplo, en nuestras cifras de paro, muy superiores a la media europea.

A nivel internacional se multiplicaban los signos de la creciente importancia de la propia identidad y del propio país. El referéndum del Brexit en Reino Unido fue una nueva victoria del nacionalismo en el verano de 2016 que es ya una realidad en 2021. En medio de todo este mundo de fatalidades no ganaba la solidaridad sino el individualismo, no podía el universalismo, más o menos abstracto, frente a las comunidades imaginadas típicamente posmodernas y capaces de intensos y emocionales sentimientos de pertenencia, reivindicando su poder (Maffesoli, 2014). “Solos nos irá mejor”, parecían afirmar los ciudadanos británicos.

En 2017 Trump se convertía en presidente de Estados Unidos con la promesa de que iba a hacer que su país fuera grande de nuevo. Para llegar a la Casa Blanca había prometido construir muros para que los inmigrantes no usurpasen los puestos de trabajo de los autóctonos. Había prometido recuperar la industria americana, que había experimentado una constante y letal deslocalización hacia China con el consiguiente desempleo endémico. Había capitalizado el malestar al que había llevado la globalización neoliberal, que se concretaba en una brecha social creciente, especialmente tras la crisis de las subprimes. Como sucedió con el referéndum del Brexit, Trump había ganado las elecciones inesperadamente ante una Hillary Clinton que era la candidata del sistema, de la globalización establecida, que perdía enteros frente al nuevo fulgor de los Estados. Una candidata que había sido preparada incluso desde el mundo del entretenimiento con la maratoniana teleserie The Good Wife (2009-2016), cuya fecha de finalización coincide con las elecciones perdidas por los demócratas y cuya protagonista se parecía, extrañamente, en cuanto a su experiencia conyugal y vida política encaramada en la previa experiencia de su marido, a la de la mujer de Bill Clinton.

Trump había conseguido que más de la mitad de los votantes de Estados Unidos, entre ellos los más desfavorecidos por el curso de los acontecimientos en la economía mundial, empezasen a soñar con el “Make America Great Again”, un eslogan que ya había usado Reagan y que volvió a dar resultado en la campaña de 2016. El método que se iba a usar para conseguir ese objetivo iba a ser el de las políticas orientadas al “America First”. La grotesca y esperpéntica imagen del presidente de Estados Unidos, voceada por él mismo en las redes sociales, especialmente en Twitter, ha sido difundida sin tasa en los medios de comunicación mundiales durante los cuatro años de su presidencia. Como se puede apreciar en la teleserie The Good Fight (2017-), curiosamente un spin-off de The Good Wife, surgida prácticamente con la era Trump y teniéndole a él como presunto villano, su imagen más emitida es la de la mismísima prepotencia, la de una arrogancia prácticamente sin límites, así como la de su entrega acrítica al reinado de la posverdad en sus más diversas formas, acompañado, en ocasiones, de un orgulloso desprecio por la democracia.

Pese a todo esto, a día de hoy Trump ha perdido las elecciones de 2020, pero lo ha hecho siendo el segundo candidato más votado en toda la historia de los Estados Unidos de América, porque hay más de 70 millones de norteamericanos que lo siguen considerando el confaloniero del resurgir de su país. Esta misma idea de devolver la grandeza nacional a un país es la que catapultó a Matteo Salvini, de La Lega, hasta convertirse en una de las personas más mediáticas de Europa, siendo simplemente ministro del Interior de un gobierno de coalición en Italia durante 2018 y 2019. Austria, Hungría, Polonia y otros países europeos, como hemos dicho antes, explicarían historias similares de revalorización del Estado nacional frente a la Unión Europea, por ejemplo, que ha sufrido en los últimos años duros reveses como el Brexit, la crisis de refugiados y de la inmigración, y la incapacidad de acuerdo en muchos planos distintos.

§2. Los imaginarios covídicos del Estado

En esta situación nos llegó el cisne blanco: la COVID-19. Algunos empezaron a decir que era un cisne negro, algo que en la jerga bursátil denomina a los hechos impredecibles capaces de cambiar un sistema. Otros hablan incluso de un cisne gris (Krastev, 2020). Sin embargo, como defiende en su artículo del New Yorker Bernard Avishai (2020), la pandemia no es un cisne negro sino más bien el presagio de un sistema global mucho más frágil. Lo que está sucediendo es que, con el incremento de conexión provocado por la globalización, tanto la información acerca de los sucesos en cualquier parte del mundo como los virus causantes de enfermedades zoonóticas, esto es, de origen animal, se esparcen muy rápidamente a todo el mundo. Mientras escribo esto, una nueva mutación de la COVID-19, bastante más contagiosa (la N501Y), se ha convertido en prevalente en el sur de Inglaterra, y parece que ya está en muchos otros lugares como Países Bajos, Dinamarca y Australia (Davey, 2020). Nuestras tecnologías han provocado que cada vez sea más frecuente lo improbable.

De hecho, si revisamos retrospectivamente las profecías mediáticas de una pandemia como a la que nos estamos enfrentando, encontramos un TED Talk nada más y nada menos que del fundador de Microsoft, Bill Gates (2015). En él nos advertía de que no estábamos listos para la epidemia que nos iba a llegar. Se trata de un vídeo que en YouTube ya ha sido visto por casi 39 millones de personas. Pero no era Gates el único Jeremías. Teníamos otras muchas advertencias de lo que iba a pasar. La Organización Mundial de la Salud (OMS), el Foro Económico Mundial y la Coalición para las Innovaciones en Preparación para las Epidemias (CEPI, según sus siglas en inglés y creada en la Cumbre anual de Davos en 2017) nos habían advertido. Como bien explica el profesor Klaus Schwab, fundador y presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial, junto a su colega Thierry Malleret (2020), todos ellos nos advirtieron de que tal enfermedad surgiría en algún lugar de elevada densidad de población donde el desarrollo económico forzase la convivencia entre las personas y la fauna, de que se difundiría rápidamente mediante la red global de transportes y comercio, y de que se introduciría en muchos países sin ser detectado por las insuficientes medidas de contención.

Wuhan ha sido la escogida por el destino, con el agravante de que en Wuhan no solo hay mercados húmedos de animales exóticos para su consumo humano, sino que también tiene un laboratorio con una bioseguridad de nivel 4, cosa que ha despertado las teorías de la conspiración acerca de un arma biológica china o de un mero escape del virus fruto de su inadecuada manipulación. Tales teorías han tomado alas especialmente en Estados Unidos (Berezow, 2020).

En cualquier caso, la objetividad de los datos resulta escalofriante en todo el mundo. Mientras escribo, la John Hopkins University (2020) sigue dando cifras del impacto de la pandemia. Ya han sido diagnosticados con COVID-19 casi 80 millones de personas en el mundo. Han muerto 1,7 millones de ellas. Países como Estados Unidos han tenido más de 16 millones de casos y unas 300.000 personas han muerto. Le siguen de cerca países como la India, Brasil y México. En cuanto a la tasa de mortalidad de los casos de COVID, sin embargo, la lista la encabeza México (9,2 %), y le siguen Irán (4,7 %), Italia y Reino Unido (3,5 %), Indonesia (3,1 %) y España (2,8 %). Si nos fijamos en la mortalidad por la COVID-19 cada 100.000 habitantes, nuestro país se encarama hasta niveles de podio. La primera es Italia, con 104,89 muertes; la segunda es España, con 101,93; en tercer lugar encontramos al Reino Unido, con 95,66; y les siguen de cerca Argentina, Estados Unidos y México, de nuevo.

Si intentamos aprender políticamente de lo que ha sucedido y está sucediendo, nos encontramos con que los países que mejor han sobrellevado la pandemia tienen modelos de gobierno distintos. Durante la primera oleada de la COVID-19, más allá de las cifras de China, que podrían estar siendo ampliamente maquilladas, los Estados que mejor supieron luchar contra la infección fueron Singapur, Taiwán, Hong-Kong y Corea del Norte. Esto es así, según Rachel Kleinfeld (2020), porque todos ellos cumplían con tres características: a) tenían bien aprendida la lección que había dejado en Asia y Canadá la epidemia de SARS (la misma que nos hacía sorprendernos risueños en España cuando veíamos a turistas asiáticos con mascarilla); b) la confianza de los ciudadanos en su Gobierno (que por los motivos relatados con anterioridad está claramente erosionada en países donde la población está muy polarizada políticamente, como Estados Unidos o España, donde, por ejemplo, el nivel de implicación de la población en las aplicaciones de rastreo para móviles es irrisoria al lado de la de los países asiáticos); c) la capacidad de gestión por parte de los Gobiernos en situaciones de emergencia sanitaria, lo cual depende en gran medida del sistema nacional de salud y de las competencias comunicativas del gobierno (algo que ha minado la respuesta ante la COVID-19 de los países europeos que más recortes habían hecho en la sanidad pública debido a las políticas de austeridad tras la crisis económica y financiera mundial).

Pese al continuo mantra mediático acerca de la inminente llegada de la ansiada y necesaria vacuna –hemos escuchado nombres como Pfizer y BioNTech, Moderna, AstraZeneca y Oxford, Sputnik, Sinovac, Janssen, etc.–, la experiencia del confinamiento, las continuas noticias de enfermedad y muerte que han llenado medios de comunicación, y en muchas ocasiones la experiencia cercana de tal enfermedad y muerte en las propias carnes, en la de familiares o amigos, ha sido y sigue siendo dura. La ansiedad y la depresión, trastornos propios de nuestra sociedad del rendimiento y de la autoexplotación ya antes de la pandemia (Han, 2012), se han multiplicado en estos meses de despidos, ERTES, convivencia estrecha, difícil conciliación laboral, confinamiento, soledad, enfermedad, muerte, miedo, incertidumbre, suicidio, etc. Los datos de Mental Health America referidos solamente a Estados Unidos hablaban en junio, solamente tras la primera ola, de que la ansiedad había subido un 370 % entre la población y la depresión un 394 %. También se nos decía que el colectivo de los adolescentes y jóvenes estaba siendo el más vulnerable de todos a este respecto, con tasas de ansiedad de un 80 % y de depresión de un 90 % (Lamar, 2020).

Ni siquiera las teleseries, en tantas ocasiones píldoras lenitivas de nuestra sociedad del cansancio, ideales para desconectar, han dejado fuera el fenómeno. También ellas se han sumado a ese tiempo de la anomia y de las tribus que anuncia Maffesoli en que necesitamos emocionarnos con los nuestros para sentirnos verdaderamente vivos, verdaderamente nosotros (2014). Series médicas como New Amsterdam (2018-) dedicaron el noveno episodio de la tercera temporada a la COVID-19, razón por la cual suspendieron el rodaje. The Good Doctor (2017-) le ha dedicado un episodio doble a la pandemia volviendo después a la ficción pura sin la COVID-19. Anatomía de Grey (2005-) dedica toda la presente temporada a la enfermedad, e incluso su protagonista, la Dra. Grey, que acompaña a su fandom desde hace 15 años en la ficción, enferma. Incluso series como This is us (2016-), cuyo género nada tiene que ver con los hospitales, nos permiten asistir al confinamiento de sus protagonistas en su quinta temporada.

De resultas de esta nueva crisis que todavía se alargará hasta que la vacunación, que recién acaba de comenzar, se generalice –confiando en que las mutaciones no afecten a la posible inmunidad de rebaño–, ¿cómo imaginamos ahora el Estado?, ¿cómo va a afectar la nueva normalidad a la visión que tenemos del Estado? Una de las principales razones por las cuales países como España e Italia han sufrido el abandono de muchas residencias de ancianos, el desbordamiento de los hospitales y el sector sanitario se explica, como ya se ha dicho anteriormente, por la reducción del estado del bienestar que hemos sufrido desde la crisis económica, por los ajustes presupuestarios exigidos por Europa. Estados Unidos ha sufrido una suerte parecida, ya que la sanidad pública allí es exigua, si no te puedes pagar un seguro médico que cubra los cuidados en cuestión. Esta situación la hemos visto repetidamente durante el confinamiento, que ha requerido de una gestión global de los recursos en las grandes ciudades para evitar los colapsos de las UCI, una de las razones de los incrementos de mortalidad. Los noticieros nos repetían una vez tras otra las espantosas cifras, la falta de camas, el heroico trabajo del personal sanitario sin los equipos necesarios para protegerse de la pandemia, los aplausos al personal de los hospitales por su esfuerzo prometeico por salvar vidas. También se leían denuncias de cómo el miedo de la población, en ocasiones, estigmatizaba a los sanitarios por el hecho de ser sospechosos de estar infectados por haber pasado largo tiempo en entornos donde el virus andaba merodeando, como los hospitales, etc. Es algo que también ha aparecido en las mencionadas teleseries médicas coetáneas de la pandemia.

Por todas estas razones, creemos que el imaginario del Estado saldrá renovado de la pandemia. A pesar de que la COVID-19 ha hecho crecer las desigualdades, en un particular ha establecido la igualdad: todos somos susceptibles de padecer la enfermedad; no es posible combatir la pandemia sin atención y control sanitarios gratuitos para todos los que conviven dentro de un determinado espacio común, las propias fronteras; es necesario concienciar a todos de esta pertenencia a un cuerpo social y colectivo que, dependiendo de la ocasión, se concreta en confinamientos perimetrales con la forma de la propia casa, población, comarca, región o país. Como bien recuerda Krastev (2020), para la gestión de la COVID-19 ya no es tan importante si tienes papeles o no, sino que, una vez estás dentro, ya se tiene que contar contigo para todo plan y previsión, si queremos que funcione. El coronavirus invita a los Estados a reconocer los derechos de los inmigrantes y refugiados: se trata de seres humanos que conviven con seres humanos, y no los podemos seguir ignorando, porque son potenciales pacientes, asintomáticos o no, portadores o no, del enemigo invisible que se intenta combatir.

Otro elemento que también contribuirá a la revalorización de la figura del Estado será la crisis económica que ha sucedido cuando no habíamos todavía salido de la anterior. El desempleo sistémico en España se va a agravar con la caída de muchas empresas, especialmente en el sector turístico y en la restauración, y el final de los ERTES. Con ello, la brecha social se va a agudizar dejando a un alto porcentaje de personas en el paro. Por eso, un Estado fuerte va a ser el deseo de la mayoría, como sucedió tras la Segunda Guerra Mundial, para que se haga cargo de generar empleos públicos, así como de repartir subvenciones y subsidios. Una situación realmente tentadora para los populismos y nacionalismos sin Estado, tanto de derechas como de izquierdas, que previsiblemente intentarán aprovechar el descontento para capitalizarlo políticamente. Sin embargo, si no conseguimos evitar los frentismos nacionalistas y populistas, si no hay un acuerdo nacional y transnacional para afrontar la urgencia económica y el descarte de amplios sectores de la población, nos podemos encontrar con revueltas como las que no dejan de repetirse en Latinoamérica, donde la brecha social “supera incluso la del África subsahariana” (Lissardy, 2020). Allí, en los últimos años se han sucedido este tipo de levantamientos populares, cuyo incremento es previsible con la COVID-19, la creciente inmigración, la desconfianza en los gobernantes e incluso el hambre (Shifter, 2020).

De igual modo, el tamaño de nuestros estados del bienestar también puede incrementarse con relación a su participación momentánea en algunas empresas. A fin de que no caigan muchas de ellas, el Estado deberá sostener determinados sectores en peligro de quiebra, comprando acciones o dándoles créditos blandos para que continúen su actividad y aseguren a medio y largo plazo su viabilidad. Incluso se necesitará un desarrollo intensivo de determinadas industrias estratégicas, hasta el momento deslocalizadas –tantas veces en China–, que garanticen un suministro rápido de mascarillas, EPI, respiradores, etc., sin necesidad de depender de países lejanos.

El Estado, además, se va a convertir en un aliado indispensable de la recuperación pospandemia en otro sentido. Es el único capaz de coordinar una respuesta ordenada contra la posibilidad de que se vuelva a repetir una pandemia de estas características. Es el único capaz de instrumentar protocolos y dispositivos orientados al control de epidemias de este tipo, que a medida que avanzan las nocivas consecuencias del cambio climático son cada vez más probables. Así como el 11S cambió para siempre nuestra experiencia de los aeropuertos, es muy probable que también la COVID-19 suponga la asunción de hábitos de seguridad sanitaria que hasta el momento no formaban parte de nuestra experiencia de transporte nacional o internacional.

No solo se trata de protegerse de los coronavirus, entre los cuales se contaban la epidemia del SARS, de 2002-2003, que infectó a 8089 personas en el mundo y fue causa de la muerte de 774; y la de MERS, que se inició en 2012 y que sigue infectando y matando a personas. Hay muchas otras enfermedades víricas de origen animal que han golpeado a la población mundial desde los años sesenta. Tenemos el machupo, en Bolivia (1961); marburgo, en Alemania (1967); ébola, en Zaire y Sudán (1976); VIH, identificado en Nueva York y California para pasar a pandemia (1981); una variante de hanta ahora conocida como Sin Nombre, en el sudoeste de Estados Unidos (1993); hendra, en Australia (1994); gripe aviar, en Hong Kong (1997); nipah, en Malasia (1998); Nilo Occidental, en Nueva York (1999); SARS, en China (2002-2003); MERS, en Arabia Saudí (2012); y ébola, de nuevo, en África occidental (2014); por solo citar algunas de las enfermedades provocadas por virus zoonóticos que han causado estragos en nuestro planeta últimamente (Quammen, 2020).

Las muertes por enfermedades zoonóticas se siguen sucediendo en nuestro planeta. Hasta finales de 2019, según informa ONUSIDA, habían muerto 32,7 millones de personas por enfermedades relacionadas con el sida. Y todos los expertos coinciden en que el salto entre especies hacia el ser humano tiene que ver con el culmen de nuestra era: el Antropoceno. Como afirma de modo tajante un periodista científico de prestigio internacional como David Quammen: “las presiones y disrupciones ecológicas de origen humano sitúan a los patógenos animales en contacto creciente con las poblaciones humanas, al tiempo que nuestra tecnología y comportamiento diseminan esos patógenos cada vez más amplia y más rápidamente”. (2020: 42). Los tres elementos que él resalta a este respecto son: 1) “las actividades de la humanidad están provocando la desintegración (…) de los ecosistemas naturales a una velocidad cataclísmica” (42); 2) “Los expertos hablan ahora de «virosfera», un vastísimo mundo de organismos cuya magnitud probablemente excede con creces la de cualquier otro grupo (…) Los virus solo pueden reproducirse en el interior de las células vivas de algún otro organismo (…) No existen de forma independiente. No causan trastornos. Quizás de vez en cuando maten a unos cuantos monos o aves, pero el bosque enseguida absorbe sus cadáveres. Los humanos rara vez llegamos a enterarnos” (43); 3) “La disrupción de los ecosistemas naturales parece que está liberando esos microbios más allá de sus confines. Cuando se abaten los árboles y se masacra la fauna autóctona, los gérmenes locales se dispersan como el polvo cuando se derriba un edificio. Un microbio parasítico, al verse empujado, expulsado, privado de su huésped habitual, tiene dos opciones: encontrar un nuevo huésped, una nueva clase de huésped… o extinguirse. No es que nos ataquen particularmente a nosotros, sino que somos ostensible y abundantemente accesibles” (44). No es nada personal. Además, como advierte Quammen, los virus de una determinada clase, aquellos cuyos genomas están compuestos de ARN, en lugar de ADN, son muy proclives a la mutación, esto es, tienen una elevada y rápida capacidad de adaptación, como es el caso del grupo M del VIH-1. “La mayoría de la gente no sabe que la historia verdadera y completa del sida no comienza entre los homosexuales estadounidenses en 1981, o en unas pocas megalópolis africanas a principios de los años sesenta, sino medio siglo antes en las fuentes de un río selvático llamado Sangha, en el sudeste de Camerún” (45).

Es precisamente por el origen de estas infecciones por lo que el Estado tiene importantes ámbitos competenciales que van a ser necesarios, aunque no suficientes. Los Estados nacionales van a tener que establecer alianzas entre ellos para buscar el modo de variar el modelo civilizatorio neoliberal al que nos ha empujado la globalización. Lo que parecía ser una cuestión ideológica, por muchas previsiones basadas en estudios científicos que hubiese al respecto, se ha convertido en una emergencia sanitaria que va sumando muertes en los países donde reside el poder económico y geoestratégico del mundo, donde la esperanza de vida suele ser más alta, ya que a mayor edad mayor riesgo de muerte, en el caso de contraer la enfermedad. Hemos visto, en los últimos días, que el Consejo Europeo ha elevado del 40 al 55 % la reducción de emisiones de gases con efecto invernadero para 2030 con respecto al nivel de 1990, como un objetivo intermedio para llegar a la llamada neutralidad climática, esto es, que las emisiones en 2050 sean las que puede absorber la propia naturaleza (Pellicer, 2020). Las perspectivas a este respecto son buenas tras convertirse John Biden en presidente electo de Estados Unidos. Sin embargo, esta reducción no será posible sin una gobernanza o liderazgo globales y reales de la ONU o la OMS en un proceso que resultaría beneficioso para la salud real de todos en el planeta, también para los integrantes del Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto.

Como ha subrayado Zizek, las medidas que los Gobiernos se han visto obligados a tomar por causa del coronavirus son “comunistas”, en la medida que alimentan el crecimiento del Estado e incluso una cierta necesidad de socialización y de contención del modo de existir propio del neoliberalismo. Sin embargo, él no es muy optimista con respecto a nuestros destinos cuando dice: “El resultado más probable de la epidemia será que acabará imponiéndose un nuevo capitalismo bárbaro; muchas personas débiles y ancianas serán sacrificadas y se las dejará morir; el control digital de nuestras vidas será ya algo permanente; las distinciones de clase serán cada vez más una cuestión de vida o muerte” (2020: 72).

§3. Estado, neoliberalismo y tecnología

No parece que forma alguna de comunismo pueda llegar a ser la salvación, debido a su plena reconciliación con el capitalismo en la figura del Estado chino. El lugar donde el neoliberalismo se puede mover verdaderamente con la complicidad del Estado y sin los límites impuestos por los derechos humanos a la mágica mano invisible del mercado es China. Allí no se contempla la existencia de una libertad an-económica, gratuita, esto es, fundamentada en una relación con una alteridad trascendente al mero “ser capitalista”, dentro del que tendemos a imaginarnos en nuestra cultura.

Sin embargo, de algún modo, este abandono del individuo al poder del Estado y del mercado también ha sucedido en nuestro occidente civilizado. Vemos diferentes formulaciones de esta certeza balbuciente. El proceso de la globalización ha dejado solo al individuo liberal. Como afirma Garcés: “El Estado moderno, nacido de ese contrato entre individuos autónomos, proyecta la vida del hombre hacia dos dimensiones fundamentales: la dimensión pública, en las que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la dimensión privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya sea la libertad del intercambio mercantil, ya sea la libertad de conciencia”. Ambas dimensiones, sigue diciendo, “que componen al individuo son el fruto de una misma abstracción privatizadora, que se da sobre una negación más profunda: la negación de los vínculos que enlazan cada vida singular con el mundo y con los demás” (2013: 32).

En la modernidad y quizás más especialmente en el acelerón de la posmodernidad, la crisis toma un papel fundamental. Desde el Mayo del 68, y con la caída del Muro de Berlín en 1989, hasta la actual crisis sanitaria, pasando por el 11S, la crisis financiera de 2007/2008 y la crisis migratoria de 2015 provocada por la guerra de Siria, todo parece abocar a esa vida líquida precaria de la que habla Bauman, que se vive “en condiciones de incertidumbre constante”, porque es “una sucesión de nuevos comienzos, pero, precisamente por ello, son los breves e indoloros finales –sin los que esos nuevos comienzos serían imposibles de concebir– los que suelen constituir sus momentos de mayor desafío y ocasionan nuestros más irritantes dolores de cabeza. Entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades necesarias para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas” (2006: 10).

Taylor, sin embargo, nos hace reflexionar sobre el elemento positivo de estas crisis miradas desde la óptica de los imaginarios sociales: “La crisis se produce (…) cuando las personas se ven despojadas de sus viejas formas de vida –por causa de una guerra, de una revolución o de un rápido cambio económico [o una pandemia que potencia los tres elementos de la enumeración anterior]– antes de que puedan adaptarse a las nuevas estructuras, es decir, antes de que puedan asociar a los nuevos principios algunas prácticas viejas transformadas, hasta formar un imaginario social viable” (2006: 31).

Nos encontramos, pues, en un momento de gran prueba para ese dispositivo que inventamos en la modernidad: el Estado. La crisis económica –la financiera de la que veníamos y la que explotará después de la COVID-19–; la transformación digital que se ha acelerado durante la pandemia con la consiguiente eliminación de puestos de trabajo que se preveía como un lento proceso de transformación (Bauman, 2005); la crisis de confianza en las propias instituciones –entre ellas, el Estado–, que se viene arrastrando de los tiempos más neoliberales, el 11S, el 15M, la crisis de 2007/2008; y ahora la COVID-19, especialmente en aquellas sociedades donde se había recortado en sanidad (Ackerman, 2021); e incluso la crisis cultural de la propia modernidad en la que, según la formulación de Carrón (2016), se han perdido las evidencias éticas y antropológicas en la medida en que se han desvinculado de su origen vital religioso.

Incluso desde el punto de vista filosófico-sociológico, el Estado moderno sufre una corrosiva crítica desde los tiempos del postestructuralismo. Las tecnologías de poder, según Foucault, “determinan la conducta de los individuos, los someten a ciertos tipos de fines o de dominación, y consisten en una objetivación del sujeto” (Foucault, 2008: 48). En este sentido, el Estado resultaría una macrotecnología de poder que instrumentalizaría tantas otras tecnologías de poder para funcionar y cumplir con su cometido. En nuestros tiempos, esta dominación no se ejercería ya mediante el ejercicio de la violencia física, sino a través de la colaboración voluntaria del ciudadano, a quien se instruye mediante el poder de representación de los medios (Balandier, 1994) de consumo con las tecnologías del yo, que son las “que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault, 2008: 48). El Estado pertenecería así a una constelación de tecnologías de poder que, junto a las tecnologías del yo, en buena parte digitales, y los nuevos saberes-poderes sanitarios, psicológicos y psiquiátricos, estarían colaborando en la reducción del individuo a mero mecanismo de un sistema cuya existencia como sistema prevalece sobre cualquier otra cuestión.

El individuo atomizado de nuestras pesadillas es una estrecha reducción de lo que somos. Advierte Maffesoli de que la conciencia de sí se refiere al eje de las filosofías occidentales, cuyo resultado no es otro que el sujeto dueño de sí y actor de un contrato social racional y voluntarista que está en la imaginación básica del Estado liberal. Por otro lado, tendríamos lo que Maffesoli denomina la conciencia en su sentido moral, que, según afirma, se referiría claramente al prójimo, que es esencialmente comunitaria y en la que las emociones, los afectos, el inconsciente colectivo y todo aquello que en el hombre está antes que la conciencia, se convierte en aquello que nos orienta, antes que la voluntad y la razón (Maffesoli, 2014).

Es por ello que el sujeto posmoderno se mueve en gran medida por el deseo siguiendo ese ritmo de la vida tantas veces marcado desde las redes sociales, los videoclips, la espectacular publicidad, el consumo en el que uno se expresa y persigue crearse una identidad, una pertenencia que clama por ser desde el propio origen. Deleuze (2008) intenta explicar estos mecanismos en su ontología del deseo, según la cual la realización del capitalismo pasa por la exitosa captación y disciplina, por parte del poder, de aquello que es constitutivo del ser humano: sus deseos –aunque no en el sentido etimológico de la palabra deseo, desidera, que quiere decir “lo que tiene que ver con las estrellas” (Nembrini, 2017: 31), esto es, que conecta el propio corazón con el absoluto y las estrellas (sidera en latín), sino más bien en el sentido consumista de su dictadura–. Según su visión, este sistema capitalista se ha convertido en un dispensador de supuesta felicidad para aquellos que se la pueden permitir: una happycracia en la que hemos sido esclavizados por la positividad ideológica del american way of life (Cabanas y Illouz, 2019; Han, 2012).

Partiendo del multilateralismo político no sería de extrañar que en un tiempo no muy lejano China pasara a ser el líder económico estatalizado de una competición económica isomorfa, según las normas del laissez faire, laissez passer. China, como hemos dicho antes, es el testimonio de que la oposición libertad/Estado no es una dialéctica necesaria dentro del horizonte de significación inmanente propio del capitalismo. En ella se ve cómo el Estado puede ser uno más de los dispositivos sistémicos para ejercer la dominación, restituyendo la libertad en su significado materialista, estrictamente neoliberal y consumista. El Estado chino ha conseguido una integración sin precedentes entre el aparato económico, político-administrativo y tecnológico. Entendiendo al individuo como peón u homo sacer (Agamben, 2006) tout court al servicio de esas máquinas deseantes que se ensamblan formando sistema, el Estado se puede dedicar a administrar poblaciones integrando perfectamente la acción de la tecnología de poder que es en sí mismo todo Estado con la de las tecnologías del yo (Foucault, 2008) digitales que sobreabundan en nuestro mundo actual y que en el caso de la COVID-19 se han convertido en aplicaciones capaces de traquear a las personas con el fin de posicionarlas en todo momento y de establecer los contactos susceptibles de ser sospechosos de infección en todos los sentidos de esta palabra (espirituales, ideológicos o sanitarios) que quiera considerar el Estado como lícitos, como se puede percibir en el hilo de Ariadna de ese nuevo capitalismo de la vigilancia del que nos habla Zuboff (2020).

En nuestras sociedades posmodernas se ha pasado de la distópica pesadilla de 1984 de Orwell a la de Un mundo feliz de Huxley. Con el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, la propaganda moral occidental dio paso a la liberación del fantasma del más recalcitrante mercado, del cual hemos ido pagando las consecuencias en las sucesivas crisis que estamos atravesando. El ejercicio del poder disciplinario y el Estado entendido como monopolizador de la violencia ha ido cediendo su espacio en las “sociedades de control”, según la expresión de Burroughs recuperada por Deleuze (1999) para profetizar el futuro desde el siglo pasado. Lo que él imaginó entonces lo hemos visto nosotros en la así llamada sociedad del reality o de la transparencia (Han, 2013). En ella, los individuos incluidos se retransmiten y exhiben a sí mismos constantemente, a fin de ser reconocidos en sus cansadas existencias de autoexplotadores ansiosos, quemados y deprimidos (Han, 2012), mendicantes del like, de la valoración, mientras crecen las bolsas de exclusión tanto de origen autóctono como inmigrante (Han, 2017).

Las nuevas tecnologías de poder están perfectamente conectadas a tecnologías del yo digitalizadas, individualizadas y ligadas al consumo y a la autoexplotación (Han, 2014), así como a la arbitrariedad de la razón de Estado. Ejemplo de esto lo vemos tanto en la NSA norteamericana y sus trapos sucios exhibidos por Edward Snowden, o en las publicaciones en Wikileaks por parte de Julian Assange, o en las de la actualmente conocida como Chelsea Manning. Casos que han aparecido inmortalizados en nuestras pantallas con películas críticas con el sistema como Snowden (2016), de Oliver Stone, o documentales como Citizenfour (2014) y Risk (2016), ambas rodadas por la activista pro derechos humanos Laura Poitras. También lo vemos en la continua e interesada acusación por parte de Estado Unidos y el Reino Unido contra el Estado chino (Bowler, 2020; Dilian, 2020), según la cual Huawei y el 5G van a ser el gran coladero mediante el cual el gigante asiático va a poder espiar a todo el planeta, cosa que Estados Unidos ha estado haciendo todos estos años en colaboración con Google y Facebook.

La hegemonía tecnológica se convierte en un vector que supera con creces al Estado como actor en el análisis de las relaciones de poder, aunque, como podemos observar en los recursos de vigilancia, la piratería digital, el ciberespionaje y los ciberataques de países como Estados Unidos, China o Rusia, también a través de la tecnología de los Estados, luchan por una hegemonía a nivel global. Algo similar, aunque con sus especificidades, ha sucedido con la crisis de la COVID-19 iniciada en 2020. Esta misma tecnología, que según describe la obra de Harari Homo Deus se ha convertido en un poderoso imaginario que ha hecho soñar al hombre contemporáneo (especialmente a aquellos más adinerados) con el alargamiento de la propia vida y capacidades hasta niveles insospechados, también ha sido puesta en evidencia con el coronavirus. La COVID-19, surgida probablemente de algún lugar –mercado húmedo o laboratorio– en Wuhan, China, ha demostrado ser una amenaza sanitaria que hasta el momento se sigue llevando a la tumba a muchas personas sin importar su nivel adquisitivo, el país en el que viven o dónde nacieron. Además, se disemina rápidamente, a través de una gran capacidad de contagio, por todo el globo terráqueo, más allá de los controles policiales aduaneros. Aunque es justo decir que sin la ciencia y sus aportes no hubiésemos conseguido la ansiada vacuna en menos de un año.

Pese a la decadencia de la antaño exultante soberanía del Estado y pese a la progresiva pérdida de terreno de este, ocasionada por las sucesivas políticas neoliberales y los recortes del estado del bienestar relacionados con la crisis financiera mundial de 2008, la crisis sanitaria de la COVID-19 ha evidenciado el papel crucial de un servicio de salud pública universal con una asignación de recursos adecuada y ha dado un nuevo prestigio en el imaginario a un dispositivo que parecía periclitado, pero que se ha convertido hoy en el guardián del bienestar junto a la ciencia. Es cierto que ya teníamos otras razones por las cuales el Estado estaba retomando importancia hace ya unos años en nuestros imaginarios sociales: la reivindicación de un Estado que hacen los nacionalismos y la nueva importancia de las fronteras debida a los grandes flujos de migración que han provocado el resurgimiento del poder que le otorgamos a los muros.

La biopolítica, ese ejercicio del poder sobre el bios, sobre la vida, que tal como la explicó Foucault se concretaba, en muchos casos, en una información estadística indispensable para gobernar sin violencia, desde los censos y la información allí celosamente custodiada sobre cada ciudadano, ahora se incrementa, y se transforma en un ejercicio del poder desde un saber mucho más concreto. La vigilancia se ejerce para garantizar la seguridad y la salud de los ciudadanos, su bien.

Es por ello que, en una situación de alerta sanitaria como la provocada por el coronavirus, todos los súbditos del poder están dispuestos a sacrificar ciertos espacios y libertades con el fin de ser protegidos, de aumentar su seguridad. Y es precisamente en esa situación donde el Estado, aunando tecnología y capacidad sanitaria, puede, como se ha hecho en Corea de Sur, ofrecer una solución que garantice la trazabilidad de todos los individuos a fin de garantizar su seguridad frente al posible contagio, y, en pro de la salud pública, hacer un seguimiento “necesario”, controlando la posición física de los infectados, detectando los posibles contactos expuestos y determinando los aislamientos, las cuarentenas, calificando a los ciudadanos como peligrosos o saludables.

§4. Imaginando el futuro del Estado

El imaginario del Estado o de lo público, pese a las tendencias propias del neoliberalismo globalizado y las políticas de recortes impuestas por la Unión Europea contra la crisis –concentradas en servicios como la educación y la sanidad, tal como estamos viendo–, está ganando enteros y protagonismo en la nueva situación provocada por la COVID-19. Sin embargo, el imaginario más saludable del Estado en nuestros días tiene que contar con algunas características que vale la pena subrayar antes de finalizar. En la entrevista que le hacen a Harari (Delgado, 2020) en el Foro Telos, este historiador, autor de varios best-sellers, advierte de la necesidad de transformarse y adaptarse a la nueva situación, pero también de la de confiar en las instituciones vigentes y en un liderazgo internacional que marque una ágil agenda para darle sostenibilidad al sistema, porque, afirma: “De alguna manera, la naturaleza nos está diciendo qué es lo que puede llegar a pasar con un virus relativamente leve procedente de un murciélago. Pero hay cosas muchísimo peores esperándonos si no tratamos el problema medioambiental”. Ojalá sea esta la ocasión para la toma conjunta de decisiones en esta dirección.

Las advertencias que se vienen haciendo desde la ciencia acerca de las consecuencias de nuestros sistemas de producción y de consumo insostenibles han dejado de ser noticias curiosas, deshilvanadas y lejanas acerca de glaciares que desaparecen, de osos polares que navegan sobre icebergs, desastres naturales provocados por huracanes, tifones, tsunamis, sequías devastadoras en lugares lejanos, récords de temperaturas, etc. El coronavirus ha golpeado en el corazón de la civilización del hombre blanco occidental etnocéntrico y lo ha hecho de un modo tan devastador que va a ser difícil que, tras la administración de las vacunas, se vuelva a la ceguera ecológica de la que venimos.

El acuerdo de París y sus posibles y necesarias ampliaciones va a ser difícilmente ignorado en el nuevo mundo pos-COVID-19. Y para que esto sea una realidad va a ser necesaria otra de las cosas que ha advertido el historiador Y. H. Harari en la entrevista en el Foro Telos: “lo que realmente nos convierte en criaturas poderosas es nuestra capacidad de cooperar entre nosotros a escalas muy grandes” (Delgado, 2020). Sin tal cooperación entre los distintos Estados, liderada por los países más hegemónicos actualmente en el mundo, la posibilidad de una pandemia de origen zoonótico se hace cada vez más probable y, como dice el propio Harari: “Nos esperan cosas mucho peores que la COVID-19 si no tratamos el problema medio-ambiental” (Delgado, 2020).

Sin embargo, todo este cambio planetario no será posible sin la conciencia previa de las personas que en él habitamos. No es plausible imaginar un destino bueno si no se produce una cierta metanoya en los que han atravesado la pandemia y han visto cómo de ella surgían fuentes de solidaridad inauditas que se han visibilizado en muchos casos gracias a best-sellers (p. e., Molins, 2020), aunque ya estaban ahí palpitando en nuestra sociedad, como reconoce Azurmendi en esa carta a Diogneto posmoderna que es El Abrazo (2018).

Durante la pandemia se nos ha dado experimentar en nuestras carnes la muerte, la enfermedad física y/o mental, la restricción de nuestras libertades, incluso la pobreza o vulnerabilidad, nuestra o de nuestros familiares, amigos, conocidos o conciudadanos. Nuestras emociones, empatías y sentimientos no se han quedado confinados en nuestro vecindario, porque los medios de comunicación actuales nos unen en red a los hombres que habitan en los confines de la tierra. Si descuidamos y dejamos desprotegida cualquier zona del planeta, en poco tiempo podemos tener mutaciones virulentas para las cuales las vacunas actuales no funcionen.

Por mucho que los últimos tiempos hayan ido modelando un imaginario del Estado más sólido que nuestras primeras imaginaciones liberales a partir de aquellos estados de naturaleza rousseaunianos o de aquellos hombres que eran lobos para el resto y que necesitaban del Leviatán para aterrorizarlos, por mucho que hayamos sentido en nuestras carnes su necesidad para coordinar la respuesta ante la pandemia, también hemos visto que el Estado no puede salvarnos del peligro que acecha en los bordes de la civilización: los virus zoonóticos, de los cuales no hemos conocido ni una millonésima parte con la COVID-19.

También nuestras imaginaciones llaman a comparecer a la participación de cada uno de los hombres, algo que en democracia se hace especialmente evidente, de la sociedad civil, porque el hombre necesita de otros hombres para llegar a ser él mismo, necesita darse cuenta de que el otro es un bien (Carrón, 2016; Azurmendi, 2020).

El papel del Estado es muy importante en dos campos relacionados con el cambio climático: 1) el de las políticas públicas directamente orientadas al cambio climático, tanto a través de inversiones directas en energías limpias como a través de gravámenes e impedimentos a las más sucias; 2) el de la tradicional y necesaria apuesta de los Estados por la investigación e innovación necesarios a largo plazo para reducir la huella ecológica de determinados procesos (p. e. el de la fabricación del cemento, fuente del 7 % de las emisiones de dióxido de carbono del planeta, o el de las baterías de los coches eléctricos, cuyo abaratamiento impactaría rápidamente en una de las mayores fuentes de emisiones: el petróleo y sus derivados). En este segundo aspecto, es muy importante tomar nota de la advertencia de Mariana Mazzucato, según la cual nos hemos creído mitos neoliberales en que los verdaderos creadores de valor son exclusivamente los emprendedores y el libre mercado, mientras que hemos imaginado al Estado como “a los funcionarios y los burócratas del Gobierno, inermes y extractores de valor”. Como ella misma nos recuerda, la realidad es muy otra: “¿de dónde procede la tecnología inteligente que hay detrás de esos artilugios? De los fondos públicos. Internet, el GPS, la pantalla táctil, SIRI y el algoritmo que utiliza Google han sido financiados por instituciones públicas” (2019: 22). Y nos invita a contar la historia de acuerdo con los hechos, modificando el concepto de valor, que hasta el momento ha sido malinterpretado desde los postulados económicos neoliberales.

Y, sin embargo, sin negar la necesidad de librar esta batalla de los mitos para que el Estado pase a formar parte de los buenos de la película, no basta. Si miramos seriamente el cuadro que se nos presenta, se vislumbra claramente que no podremos hacer nada si nos limitamos a intentar arreglar las cosas en nuestro vecindario, en nuestra región o en nuestro país. Esto es, no basta con una conversión personal, de una vigorosa sociedad civil y de un Estado gobernado por personas con el bien común –y no el interés general– como clara prioridad, sino que se requiere de una figura que garantice la gobernanza global, por lo menos en cuestiones ecológicas (a las que estarían sometidas todas las cuestiones productivas y sanitarias del planeta, sin zonas de exclusión).

Y aquí, como hemos visto, los Estados nación clásicos no solo no tienen competencias a nivel global, sino que pueden ser un obstáculo para un futuro sostenible si estos se quedan en los potentes estímulos que suponen los imaginarios nacionales, y si no logran autotrascenderse en pro de un plan global para luchar contra los eventuales brotes de enfermedades de origen zoonótico. Como ya hemos advertido, el origen de estas epidemias que pueden erigirse en pandémicas fácilmente tienen su origen en la convivencia entre humanos y animales en las grandes megápolis globalizadas, que invaden lo que antaño fueron selvas vírgenes. Esto es, parece que la propia naturaleza se defiende de la agresión recibida, buscando un nuevo equilibrio, en que determinados virus existentes desde la noche de los tiempos se ven obligados a buscar nuevos huéspedes.

Es por esto que el reto que se nos plantea no es nada fácil. Todas las crisis estimulan la creatividad humana y conminan a los hombres a llegar a acuerdos para buscar un mundo mejor tipo “We are the world”. Sin embargo, no se trata ya solo del bien de las futuras generaciones, según nos ha recordado desde la segunda mitad del siglo xx El principio de responsabilidad, de Hans Jonas (1995), sin demasiado éxito. La experiencia de la COVID-19 nos ha permitido entender mejor que ya no se trata de buscar el bien de un niño que todavía no ha nacido o el de un planeta que muchas veces se nos quedaba un poco abstracto, por muy bonita que fuese la canción que entonásemos. El coronavirus nos ha permitido entender las implicaciones reales de nuestra conducta en la línea del efecto mariposa. Es decir, nos ha permitido comprender, desde la propia experiencia, el profundo vínculo que existe entre nuestros actos y el mundo entero.

Películas multiprotagonista, como Babel (2006), Crash (2004), Amores perros (2000) o Magnolia (1999), nos invitaron a imaginar estéticamente esta potente conexión entre el todo y la parte, entre el hombre y su ciudad, entre el ser humano y el mundo entero. Lo hacían a través del choque de historias, de fijar la atención del espectador en la inesperada colisión en que el azar y el destino, que, en una especie de culmen emocional, dialogaban con la providencia. Sin embargo, la COVID-19 ha hecho aterrizar aquellas bellas imágenes de cinéfilo diletante: los imaginarios de lo local y lo global han difuminado sus contornos y no solo sobre el papel, el mapa, nuestros filmes, o nuestras cábalas o discursos, sino que han evidenciado que se fusionan ya en nosotros, en cada una de nuestras vidas y en cada uno de nuestros actos personales, en nuestras decisiones nacionales y en la asunción de la autoridad de organismos como la OMS o la ONU, hoy mucho menos desarrollados de lo que sería necesario y funcional.

De las decisiones que tomen todos estos organismos, países, regiones, personas, o incluso nosotros, dependerá la posibilidad de que nosotros y nuestros seres más queridos no suframos las consecuencias nocivas de nuestra agresión a la naturaleza. Somos muchos los que ya tienen como propia experiencia que un virus del lejano Oriente mata a personas con nombres y apellidos, cercanas o demasiado cercanas. Para que este hecho no se olvide, espero que los productores de audiovisuales nos ayuden a explicar historias que nos aclaren y recuerden los inextricables lazos existentes entre nuestras acciones y el mundo entero a partir de los relatos que ha engendrado la COVID-19. Antes de esta hemos visto estrenarse películas como Aguas oscuras (2019), coproducida y protagonizada por el actor Mark Ruffalo, en la que se nos cuenta la historia real de los vertidos de teflón de una empresa química y su consiguiente intoxicación de la población y el ganado a través del agua. Y este es solo un ejemplo de cómo se puede hacer el mejor cine sin renunciar a mejorar el modo en que imaginamos nuestro mundo.

Espero también que logremos resistir a la tentación neoliberal e individualista de poner la propia salud y el bienestar como el bien supremo de nuestras existencias. Como ha dicho Edgar Morin (2021), “el verdadero realismo de 2020 no es volver a la aparente normalidad anterior, sino reformar la política, el Estado y la civilización” (pos 1136). Espero que no sigamos caminando esa misma senda de olvido y entretenimiento cínicos, en la que andábamos ensimismados. Ni los muros, ni nuestros derechos, ni nuestras heráldicas raíces civilizatorias, ni nuestro pertinaz narcisismo, podrán hacer frente a la emergencia social, ecológica y sanitaria que se nos vendrá encima. La COVID-19 nos ha dejado claro que solo podemos construir desde la vulnerabilidad que nos une al otro, desde lo que el Papa Francisco ha llamado la cultura del encuentro, frente a la cultura del descarte, que tan bien conocemos (Francisco, 2013). Para guiarnos en ese camino, están sus dos encíclicas: la Laudato Sí –sobre el cuidado de la casa común– y la Fratelli Tutti –sobre la fraternidad y la amistad social–; a mi entender son dos buenos textos desde los que empezar a imaginar el futuro.

Las nuevas generaciones tienen básicamente dos opciones: o alienarse y dejarse sepultar bajo la marabunta de problemas que se van a ir presentando, o aceptar el reto que se nos presenta. Lo dijo Francisco en su homilía de Pentescostés de 2020. En plena pandemia, tras advertir contra las tentaciones del narcisismo, el victimismo y el pesimismo, nos hizo caer en la cuenta de la gratuidad de nuestra existencia, del don que somos. Y sentenció: “Porque peor que esta crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos”. Nuestra ostensible vulnerabilidad nos ofrece la oportunidad de descubrir la realidad como don, y así como un lugar de relación, sentido y de fraternidad, esto es, como un lugar donde se generan inextricablemente la propia vida y la de nuestros compañeros de camino: el prójimo y la naturaleza. Reconocer el don de la existencia abre a la esperanza, una esperanza que, como afirman Giaccardi y Magatti, es promesa, es visión, es virtud e incluso construcción: “una construcción dotada de sentido en la cual las personas se sienten contribuyendo a un horizonte común que orienta la propia acción”. Y siguen: “Quien se mueve desde la esperanza sabe que la recompensa primera y fundamental de la obra no es su éxito, sino el inicio del proceso y el camino que, caminando, se abre. Y, a pesar de que no encontremos nunca la forma definitiva, no se puede parar nunca de buscar formas más justas y más hospitalarias de la vida. De cualquier vida” (2020: pos 2620-2621).

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Notas

1 Este artículo de investigación forma parte del proyecto COSOPOC (Control Social, Posmodernidad y Comunidad Política) financiado por la Fundación San Pablo CEU y el Banco de Santander.

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