REFLEXIONES SOBRE EL IMPACTO DE LA PRIVACIÓN DE LIBERTAD EN LA DIMENSIÓN EMOCIONAL DE LOS INTERNOS RECLUIDOS EN LOS CENTROS PENITENCIARIOS ESPAÑOLES. LA EDUCACIÓN EMOCIONAL COMO COMPLEMENTO A LA REINSERCIÓN Y REEDUCACIÓN
REFLECTIONS ON THE IMPACT OF DEPRIVATION OF FREEDOM ON THE EMOTIONAL DIMENSION OF PRISONERS HELD IN SPANISH PRISONS. EMOTIONAL EDUCATION AS A COMPLEMENT TO REINTEGRATION AND REEDUCATION
Diego Antonio Galán Casadoa* y Álvaro Moraleda Ruanoa
Fechas de recepción y aceptación: 20 de agosto de 2017 y 31 de marzo de 2018
Resumen: El presente trabajo procura, por un lado, aportar al lector una visión detallada sobre las dificultades que implica estar conviviendo en un centro penitenciario, donde el entorno y las condiciones a las que el sujeto se enfrenta durante su sanción legal dificultan su vida diaria. Por otro lado, pretendemos justificar y reflexionar sobre la necesidad de introducir en estos espacios, con mayor incisión, el desarrollo de la dimensión emocional desde una perspectiva educativa, para que los individuos internados en una prisión gestionen, manejen y trabajen las emociones, con el fin de adquirir herramientas que les permitan poder resolver las situaciones propias de un contexto de encierro y de esta manera conseguir que los altos grados de estrés y ansiedad, derivados del evidente componente afectivo que implica estar inmerso en una circunstancia de estas características no interrumpan su posterior proceso reinsertador.
Palabras clave: prisión, privación de libertad, reinserción, rehabilitación, educación emocional.
Abstract: This work has a twofold aim: first, we want the reader to know the challenges that are daily dealt with by the inmates that are living in prisons, as they may face poor humanitarian conditions and environments that challenge their physical and mental state. On the other hand, we intend to justify and highlight the importance of implementing the facilities to develop the emotional dimension, with a special emphasis in this kind of environment . This way, we will be able to create a significant change in which the inmate will have the necessary tools to manage and work on their emotions. With these tools they will be able to control and resolve unavoidable situations that may have occurred due to their enclosure. Once in control, they will also manage to lower their stress and anxiety levels, which can be essential in order not to stop the future reinsertion in society.
Keywords: prison, deprivation of freedom, reintegration, rehabilitation, emotional education.
a Facultad de Educación. Universidad Camilo José Cela.
* Correspondencia: Universidad Camilo José Cela. Facultad de Educación. Calle Castillo de Alarcón, 49. 28692 Villanueva de la Cañada, (Madrid). España.
E-mail: dagalan@ucjc.edu
1. Introducción
El acceso a un centro penitenciario es un proceso difícil, complejo, que implica convivir ajeno a la sociedad de la que se ha sido partícipe, y empezar una nueva vida que origina incertidumbre y desconfianza. Es en ese momento cuando comienzan a funcionar un conjunto de mecanismos para conseguir la reinserción social (actividades y programas), cuyo objetivo fundamental es que el individuo vuelva a integrarse en la sociedad. Este proceso debe ejecutarse con todas las garantías, ya que no intervenir adecuadamente, acorde a las necesidades y carencias individuales, puede tener consecuencias irreparables en aspectos vitales de un sujeto (físico, psicológico, social, afectivo, profesional…).
El principal problema es que, en muchas ocasiones, no se contempla el contexto en el que el sujeto privado de libertad desarrollará su condena, donde el “asfixiante ambiente de la prisión, tanto en su vertiente arquitectónica como en su configuración social” (De Miguel, 2014: 397) prioriza la seguridad y el mantenimiento del orden establecido como bases de su funcionamiento, y fomenta la adaptación del recluso a pautas conductuales, a una manera de comprender y enfrentarse a las situaciones, siguiendo normas no escritas de la institución, tan necesarias para poder sobrellevar la condena.
Es este planteamiento desde el que partimos para entender el impacto emocional ocasionado en el individuo privado de libertad, y cómo ese ambiente, donde el preso debe convivir, promueve que su excarcelación venga acompañada de carencias que pueden derivar en un comportamiento delictivo habitual.
2. Componente afectivo de los principales problemas en entornos privados de libertad
En lo relativo al plano afectivo, los estudios y artículos de las últimas décadas se han centrado, mayoritariamente, en conocer el dolor del prisionero (Sykes, 1999) sobre la base del estrés en sujetos privados de libertad (Ivancevich y Matteson, 1988; Harding y Zimmermann, 1989; Haney, 2003; Ruiz, 2007). Es cierto que los procesos de estrés tienen una carga fuerte, que puede resumirse en: estrés de encierro, donde la ansiedad viene producida por la pérdida del bienestar y el miedo a la incertidumbre de lo que encontrará en dicho contexto; estrés de estancia, por el cambio en la forma de vivir con una adaptación nunca óptima al tener malestar por la propia privación y por un entorno hostil; y estrés de vuelta a la libertad, por las dudas sobre la aceptación familiar, social, laboral, además de asuntos como la economía personal, vivienda, inserción laboral, etc. No obstante, es digno de mención que empiezan a surgir publicaciones centradas en la dimensión emocional (Páez y Ruiz, 2002; Tangney, Stuewig, Mashek y Hastings, 2011; Czubak, 2013) de manera holística, para comprender y analizar dicha situación de encarcelamiento.
En este escrito la pretensión inicial está en evidenciar el alto componente afectivo de los problemas de los sujetos que pasan por una institución penitenciaria. Por tanto, desarrollar la educación emocional es un buen recurso a la hora de reconocer, gestionar y manejar las emociones y, en consonancia, asumir dicha problemática desde una posición más beneficiosa e inteligente.
2.1. Ausencia de respeto en prisión
Respeto es “aceptar y comprender tal y como son los demás […] comprender las diferentes formas de pensar aunque no sea igual a la nuestra o nos parezca equivocada” (Monteserín y Galán, 2013: 74). En definitiva, una necesidad en cualquier contexto donde un sujeto se relaciona con sus semejantes.
En prisión, el respeto es un aspecto difícil de conseguir, ya que el entorno y las condiciones de vida no favorecen su presencia. Sin cercenar causas éticas, el respeto posee un importante componente social, ergo emocional, al entenderlo como una conducta social empática donde se asumen sentimientos y motivaciones en el otro (Rogers, 1961). No obstante, por lo general, el pobre desarrollo de la vertiente emocional hace que las habilidades sociales sean inexistentes o deficitarias, siendo los gritos e improperios un medio habitual que domina las relaciones interpersonales.
Conductualmente, el interno se ve inmerso en un miedo que inunda la vida diaria, miedo a los demás, a los presos, a los funcionarios e incluso a uno mismo, por no saber responder adecuadamente a situaciones amenazantes, lo que pone en peligro su estancia dentro de prisión. Queda patente la necesidad de introducir una formación en materia emocional, más si cabe, si acudimos en la línea de una corriente básica de las emociones en cuanto al miedo, a la teoría fight or fly (Cannon, 1927; Bard, 1928), donde el sujeto que entra en conflicto con estas situaciones posee un sentimiento contradictorio: necesidad de evitar las circunstancias que se presentan, pero con obligación de afrontarlas como medio de supervivencia.
En los centros penitenciarios se empiezan a encontrar alternativas, como los Módulos de Respeto, caracterizados por la autogestión, menor número de internos y presencia de comisiones encargadas de mantener el entorno en condiciones óptimas de habitabilidad y evitar que los conflictos tengan que ser resueltos, exclusivamente, por los profesionales penitenciarios. La ocupación diaria es un aspecto fundamental de su funcionamiento, ya que consiguen que el tiempo se convierta en algo útil. No obstante, este programa es voluntario y, por lo tanto, todos los beneficios que reporta están solo a disposición de unos pocos internos, por lo que dejamos a muchos sujetos privados de libertad fuera de un sistema que fomenta una convivencia más efectiva y normalizada.
2.2. Sobreocupación y ausencia de intimidad
Si algo identifica nuestros centros penitenciarios es la masificación. En España encontramos prisiones cerradas, sin inaugurar, donde el Estado ha invertido dinero, pero sin medios económicos ni humanos para asegurar su mantenimiento. Este fenómeno origina que muchas personas privadas de libertad tengan que convivir en condiciones sustancialmente mejorables, lo que no favorece el respeto a sus derechos individuales. Según García-Guerrero y Marcos (2012: 110), “la sobreocupación puede causar en el recluso un peligro para su salud física y psíquica y un ambiente de peligrosidad tanto para internos como para profesionales”, lo que dificulta seriamente la convivencia dentro de un contexto de encierro.
Uno de los elementos que se ven perjudicados por la evidente sobreocupación es el trabajo dentro de prisión, íntimamente relacionado con la finalidad reeducadora que persigue la privación de libertad y que permite, además, evitar problemas generados por la desocupación (violencia, drogadicción…). Muchos internos utilizan el trabajo como medio para conseguir estabilidad emocional, y evitan así ambientes hostiles como el patio o la celda (De Alós, Martín, Miguélez y Gibert, 2009) que dificulten su proceso rehabilitador. Las actividades remuneradas dentro de los centros penitenciarios suelen carecer en variación, y el salario obtenido por su realización resulta realmente escaso. Por ello, el mero hecho de que un sujeto diariamente tenga una obligación le permite estructurar su vida y adquirir hábitos extrapolables al mundo exterior, además de ver su utilidad profesional en una realidad social y su estabilidad emocional en la relación con otros sujetos vinculados a dicho trabajo. El principal inconveniente es que los puestos de trabajo dentro de prisión son limitados y la demanda significativamente alta, debido a la cantidad de reclusos que conviven en un centro y solicitan dichos puestos, lo que produce que la mayoría de sujetos no puedan disfrutar de los beneficios directos e indirectos que acarrea su ejecución, y lo que conlleva problemas con un matiz emocional que desembocan en conflictos entre los reclusos, y que, a su vez, pueden suscitar problemas mayores.
Por otra parte, centrándonos en los módulos penitenciarios ordinarios, debemos resaltar que tampoco existen, o son insuficientes, zonas adecuadas para que el interno desarrolle actividades de ocio gratificantes, lo que ocasiona restricciones en las necesidades culturales del recluso y favorece una vulnerabilidad y nivel de frustración que puede revertir en el resto de cohabitantes.
Esta ausencia de espacio también produce una evidente falta de intimidad que implica compartir celda con una persona desconocida o con escaso conocimiento sobre su trayectoria vital. En una investigación sobre el efecto aparejado de compartir celda, Rangel, Gil y Vicente (2007: 13) destacaban que “para uno de cada dos internos el hecho de compartir celda les generaba agresividad y conflictividad”, lo que puede alentar que cualquier discusión cotidiana (limpieza, orden, televisión…) se convierta en un contratiempo mayor para la institución y, sobre todo, para los propios individuos que cumplen una sanción legal, donde las soluciones no son siempre conciliadoras.
2.3. Consecuencias del encarcelamiento
El encarcelamiento, por sí mismo, “impregnado de cierta violencia estructural, alienación, disciplina y autoritarismo, seguridad y vigilancia, control, restricción e inhibición en el contacto con el exterior, rutinas, sometimiento” (Hinojosa, 2009: 2-3), origina en el individuo un conjunto de consecuencias psicológicas que aumentan las dificultades para mantener relaciones sociales adecuadas y que, a su vez, se traduce en una mayor conflictividad dentro del entorno. El interno no desea doblegarse al sistema que le ha encerrado, ni al resto de sujetos con los que comparte el espacio, por lo que siente la necesidad de defenderse, de no arrodillarse ante cualquier peligro que surja. Esto crea un constante estado de alerta, de vigilancia incesante ante cualquier situación que pueda llegar a comprometer su integridad.
La ansiedad convive diariamente con el preso, se acrecienta con las tensiones propias de la vida en prisión y producen una mayor vulnerabilidad del individuo, con mecanismos de defensa que, en la mayoría de los casos, se ven reflejados a través de conductas disruptivas, catalizadas por el “aislamiento afectivo, la vigilancia permanente, la desconfianza…” (Arroyo-Cobo y Ortega, 2009: 11).
La ausencia de responsabilidad y autonomía resulta un aspecto característico de la vida en prisión. El sentimiento de culpabilidad, si no por el delito, por haber llegado ahí, junto con la baja autoestima por la ausencia de independencia, potencian una predisposición alejada de la cooperación, la convivencia y del asumir la normatividad y el clima de la prisión que, a su vez, es complejo y poco dispuesto a aceptar a nuevos miembros. La falta de control sobre su propia existencia no le permite valorar las consecuencias de sus actos, donde se termina por infravalorar a los otros, al entorno y, por supuesto, a sí mismo. Esta realidad gesta relaciones desiguales que hacen que el sujeto privado de libertad viva situaciones conflictivas que no ha elegido, pero en las cuales representa un determinado rol.
Otro aspecto característico de nuestro sistema penitenciario es la presencia de una excesiva carga jurídica. La vida diaria del recluso está programada a partir de incesantes normas para mantener el orden y la seguridad dentro del entorno. La desmesurada regulación externa de cada movimiento y comportamiento del sujeto implica que toda acción tenga previamente que ser consentida por la institución y el profesional correspondiente, lo que impide que el recluso pueda tomar las riendas de su vida cotidiana.
La privación de libertad también influye en la sexualidad del recluso, debido a “la habitación, el horario, el control del tiempo y los trámites administrativos previos a la celebración de un encuentro íntimo” (Echeverri, 2010: 164), que dificultan la consecución de un ambiente idóneo para ello, ya que es necesario adecuarse a las normas impuestas por el centro, lo que le resta naturalidad y lo convierte en un proceso artificial, “carente de sensibilidad, que propicia una situación donde la percepción de castigo y encierro se multiplican” (Galán, 2015: 106).
Además, a lo mencionado anteriormente debemos añadir la dependencia de sustancias (con el correspondiente problema sobre el componente afectivo), que llega a producir en el individuo un “deterioro físico que dificulta gravemente su inserción social y laboral” (Diez García, 2010: 126) o incluso el padecimiento de una enfermedad mental, cuyo tratamiento en el interior de los centros, en ocasiones, se reduce a la ingesta de psicofármacos, sin desmerecer algunos programas orientados a la rehabilitación psicosocial como el PAIEM (Programa de Atención Integral a Enfermos Mentales). El problema llega con la cantidad de reclusos con una patología de estas características, lo que dificulta su atención individualizada y hace que la cárcel se convierta en una institución altamente despersonalizadora, desocializadora y estigmatizadora (Gallego, Cabrera, Ríos y Segovia, 2010).
2.4. Dificultades para mantener contacto con el mundo exterior
La privación de libertad ocasiona una drástica ruptura con la familia, amigos y, en definitiva, con todo aquello relacionado con la sociedad, de la que ha sido apartado. El interno espera poder comunicarse con su entorno más cercano, aunque los años de condena ocasionan que muchos de los que al principio le visitaban vayan desapareciendo y haciendo sus vidas al margen de la persona que cumple la sanción legal. Este fenómeno provoca una sensación de soledad e impotencia donde la pérdida de vinculación hace que el sujeto desarrolle un sentimiento de culpa, que revierte hacia la propia institución que le ha encerrado.
Un factor influyente es la estigmatización de tener un familiar, amigo o conocido en prisión, por lo que desde la vergüenza de tendencia social se trata de ocultar, e incluso rechazar, ya sea por el delito o por la moral hacia la delincuencia, algo que no facilita la comunicación y origina una desidia o abandono hacia el recluso. Con ello, una cuarta parte (26,4 %) permanecen en la cárcel sin contacto con la familia (Gallego, Cabrera, Ríos y Segovia, 2010), como es el caso particular de reclusos extranjeros, cuyo contexto relacional se encuentra en su país de origen, lo que implica, literalmente, que se sientan solos y desamparados en el interior de un sistema donde el sujeto tiene la necesidad imperiosa de poder relacionarse con sus seres queridos. Por ese motivo, busca un amparo en los compañeros, puesto que crea vínculos afectivos importantes, desde las reservas asociadas a que los sujetos privados de libertad formen un caparazón emocional para poder sobrellevar mejor el encierro (Frankl, 2004), y a que se oculte cualquier muestra de afecto por ser tradicional y socialmente tomado como síntoma de debilidad, más si cabe en prisión, entorno donde la fortaleza, en todos los sentidos, es virtud esencial.
Los traslados penitenciarios y la dispersión de los internos son otros de los motivos que fomentan la ausencia de relación entre el sujeto y su entorno exterior, lo que aumenta “el castigo y el sufrimiento, no sólo por el desarraigo personal sino también por el familiar, y por las condiciones humillantes y denigrantes en que se efectúan los mismos” (Ríos y Cabrera, 1999: 54). Las personas autorizadas que desean acceder al centro alejado de su lugar de residencia para ver a la persona que cumple condena deben realizar un mayor esfuerzo, conscientes de que esta situación implica contar con mayor tiempo libre y medios económicos para poder sufragar los gastos y permitir el desplazamiento, lo que en muchas ocasiones se traduce en una restricción significativa de las visitas que recibe el interno (Galán, 2015: 57), por lo que aumenta los niveles estresores que ya produce la propia prisión.
Con el fin de naturalizar esta realidad y paliar trastornos afectivos que conlleva el desarraigo, los permisos de salida deberían ser más numerosos en nuestro sistema penitenciario, ya que el hecho de que un sujeto pueda mantener contactos progresivos con la sociedad exterior le permite, no solo apaciguar los efectos negativos del encarcelamiento, sino demostrar que está preparado para respetar las normas a las que se tendrá que enfrentar. El propio interno “percibe las dificultades y exigencias que impone la junta de tratamiento para conceder permisos” (Valderrama, 2013: 82), lo que evidencia una falta de confianza en la reinserción por parte de muchos profesionales, cuyos criterios, en ocasiones subjetivos, son incompatibles con los principios constitucionales que regulan la finalidad del encarcelamiento.
3. La importancia de la educación emocional en los entornos privados de libertad
La intervención educativa en prisión debe ser entendida como una concepción amplia que supere la identificación entre educación y escolarización (Gil Jaurena y Sánchez Melero, 2014), y que fomente la adquisición de un conjunto de capacidades, valores, destrezas y actitudes que permitan al interno “ser dueño de sí mismo, crecer como persona y participar en la sociedad de forma crítica” (Martín, Vila y De Oña, 2012: 18).
La finalidad de la prisión “es considerada desde la misma legislación, un proyecto de educación, no sólo de castigo o si se prefiere de rehabilitación y reeducación” (Gil Cantero, 2010: 49); esto implica la necesidad de evitar que el sujeto tenga constantemente que estar “redefiniendo actitudes y valores” (Cabrera, 2002: 88) ajenos a los imperantes tras los muros que salvaguardan un centro penitenciario. Por ello, el trabajo en el plano afectivo es fundamental, ya que debemos conseguir que el recluso sepa gestionar las situaciones que se presentan y las emociones derivadas de dichas situaciones en el propio contexto donde cumple la sanción legal.
En los centros penitenciarios, la educación emocional cobra mayor importancia si tenemos en cuenta no solo los factores que hemos analizado en líneas anteriores, sino también la tendencia a medicalizar la vida en prisión, como medio para paliar sus efectos. “Cualquier interno puede acudir a la enfermería a solicitar algún tranquilizante o relajante y conseguirlo con facilidad” (Gil Cantero, 2017: 249), lo que implica sustituir la posibilidad de desarrollar las capacidades individuales, las estrategias de afrontamiento ante situaciones amenazantes, por sustancias químicas cuyo potencial es efectivo pero momentáneo, irracional y en ningún momento educativo.
Por todo ello, resulta necesario “habilitar nuevas oportunidades para quienes han de procurarse un futuro alternativo” (Caride y Granaille, 2013: 38), teniendo en cuenta que dicho proceso pasa por conseguir modificar el presente, donde el encarcelamiento sea un medio emancipador orientado al cambio y no un lugar que implique mayores dificultades que las presentadas al inicio de la condena.
Una vez vistas algunas reflexiones que justifican la posibilidad de incluir la educación emocional dentro de los centros penitenciarios, vamos a presentar, siguiendo la propuesta elaborada por Bisquerra (2003: 30), una serie de contenidos, caracterizados por una metodología práctica, algo fundamental dentro de prisión para favorecer la implicación activa, que nos permitirán desarrollar situaciones donde el manejo de las emociones se presenta como un aspecto necesario para poder regular determinadas conductas que pueden llegar a ocasionar problemas en el interior de una institución penitenciaria. A continuación, vamos a mostrar los puntos fundamentales de dicha propuesta, reflexionando sobre su importancia dentro de los centros penitenciarios.
- Conciencia emocional: La ambivalencia afectiva generada por la privación de libertad es bastante significativa en prisión. Son muchos los estados emocionales por los que pasa el interno cada día, cada semana, cada mes y cada año, dependientes de situaciones que no se manejan y que generan la coexistencia habitual de emociones simultáneas o enfrentadas. Por ello, el primer paso es que el sujeto sea capaz de detectar esas emociones, comprendiendo la diferencia entre “pensamiento, acción y emoción” (Bisquerra, 2003: 30) y de esta manera poder trabajar las reacciones posteriores tras la adecuada identificación.
- Regulación de las emociones: Tras la comprensión, es fundamental la regulación. La privación de libertad genera altos niveles de estrés y ansiedad, de frustración, donde el cóctel de emociones que anteriormente resaltábamos puede llegar a comportamientos disruptivos con consecuencias negativas. Por ello, es fundamental trabajar técnicas tan importantes como el “diálogo interno, control del estrés (relajación, meditación, respiración), autoafirmaciones positivas…” (Bisquerra, 2003: 30), en definitiva, la capacidad para adquirir estrategias que permitan prevenir antes de actuar y actuar en función de las estrategias adquiridas.
- La motivación: Si por algo se caracteriza la prisión es porque el tiempo pasa muy despacio, lo que, unido a la ausencia de actividad, puede derivar en un excesivo tiempo para pensar en el pasado, presente y futuro, y no precisamente de manera positiva. Por ello, la motivación es un elemento prioritario para dirigir el comportamiento, ya que permite elaborar un camino hacia la “actividad productiva por propia voluntad y autonomía personal” (Bisquerra, 2003: 30) y, a su vez, puede tener consecuencias efectivas en el proceso rehabilitador del interno.
- Las habilidades socioemocionales: Las relaciones sociales que se generan en la prisión son en muchas ocasiones desiguales y limitadas al número de personas que haya en un determinado módulo, en las zonas comunes o en la propia celda. Esta realidad hace más importante la necesidad de trabajar aspectos tan importantes como la escucha activa, la empatía, la asertividad… “competencias sociales que predisponen a la constitución de un clima social favorable al trabajo en grupo productivo y satisfactorio” (Bisquerra, 2003: 31) y que permitirán ser extrapoladas a la vida diaria en prisión, lo que favorece el manejo adecuado de situaciones conflictivas.
Evidentemente, los elementos reseñados son solo una posibilidad, ya que son muchos los contenidos que pueden ser incluidos para implementar adecuadamente una formación de estas características. Lo que sí debemos tener claro es que, para conseguir su implementación y desarrollo, resulta primordial la presencia de profesionales específicos con una formación adecuada a los objetivos pretendidos. Todavía en nuestras prisiones, siguen ausentes figuras tan necesarias como la del pedagogo o la del educador social, cuya función es realizada por educadores penitenciarios, es decir, funcionarios de vigilancia sin una formación en materia educativa, lo que favorece que la prisión siga siendo un lugar donde el asistencialismo supera al proceso educativo real y estructurado.
Por último, es importante resaltar que, si queremos superar los frentes de dificultad de la acción educativa desde el plano afectivo en el interior de la prisión, también resulta necesario normalizar la vida diaria en los contextos de encierro. La cárcel no tiene que añadir más castigo al condenado que su privación de libertad, donde no hay razón para prisionalizar la vida en prisión (López Melero, 2011). Esto implica eliminar conductas existentes en los establecimientos penitenciarios y modificar procedimientos ejecutados por los propios centros, para conseguir que la educación emocional se dirija fundamentalmente a la preparación posterior, reduciendo su importancia en la vida diaria dentro de prisión, y para manejar situaciones complejas en cualquier contexto normalizado pero cotidianas en la cárcel.
4. Conclusiones
La privación de libertad es un proceso que, de manera inevitable, afecta a todos los aspectos de la vida de un sujeto. En el interior de una cárcel se cohabita con individuos con características muy diversas, lo que suscita un ambiente de conflictividad difícil de evitar. Esto genera una convivencia basada en acatar normas e indicaciones sin posibilidad de réplica, en un espacio masificado, que dificulta la autonomía personal y donde, además, el recluso no tiene apenas capacidad de decisión sobre el exterior, por lo que desarrolla un sentimiento de frustración por no poder manejar las situaciones que se le presentan.
A su vez, se es consciente de que es preciso un mayor número de profesionales, desde una vertiente educativa, para proporcionar una atención más adaptada a las necesidades individuales. Si a las dificultades derivadas de la condena añadimos la carestía de especialistas encargados de su atención, estamos potenciando, más si cabe, que la cárcel esté orientada al castigo, que el sujeto perciba el encierro como una mera consecuencia de sus actos y la reinserción como un principio recogido de manera legal pero difícil de lograr.
Estos factores, y muchos otros, conducen hacia la pregunta que deberíamos hacernos sobre la posibilidad de que el modelo penitenciario actual no solo afecte a la privación de libertad, lo que afecta también a otros planos de la vida de un sujeto, como el emocional; la respuesta es clara, sí, por lo que se debe poner tiempo y recursos para paliar efectos secundarios (en los casos que se puedan), y no causar un agravio mayor al de su condena.
Es importante entender que la sanción legal es necesaria cuando un determinado sujeto ha cometido un delito. No obstante, lo que realmente evidenciamos no es una posición donde la cárcel deba desaparecer o la legislación tenga que ser más laxa, sino que el castigo impuesto vaya acompañado de un intento mayor por garantizar que, cuando cumpla la sanción, pueda regresar en condiciones idóneas a la sociedad de la que era, en mayor o menor medida, partícipe activo, evitando que su paso por prisión le incapacite para rehacer su vida o refuerce sus conductas delictivas.
Por todo ello, resulta necesario plantearse otra manera de entender la privación de libertad para, al menos, reducir sus consecuencias nocivas que afectan en prisión y que lo harán cuando el individuo tenga que enfrentarse a una sociedad exterior en constante cambio. Es en este momento cuando la formación en materia afectiva se convierte en una propuesta no desdeñable, ya que es un avance evidente el hecho de mejorar la capacidad de afrontamiento emocional en situaciones concretas.
En ningún caso podemos asumir que el desarrollo de la educación emocional será la panacea psicológica, ética y volitiva del recluso, sino que, desde sus evidentes limitaciones, es un aporte más al hecho de naturalizar y humanizar los entornos privados de libertad, en beneficio de dichos sujetos y, en última instancia, de la sociedad. Trabajar la dimensión afectiva puede fomentar el propósito de resolver situaciones personales y sociales a las que es necesario hacer frente en un determinado contexto (Fernández Cruz y Moraleda, 2014), pero desde la cautela y humildad en este postulado, ya que, aun existiendo evidencias empíricas, es un conocimiento novicio con solo varias décadas desde su irrupción que, como es coherente, debe depurarse sustancialmente en contenido y forma, tanto el constructo, como su operativización y entrenamiento.
Bibliografía
Arroyo-Cobo, J. M. y Ortega, E. (2009). Los trastornos de personalidad en reclusos como factor de distorsión del clima social de la prisión. Revista Española de Sanidad Penitenciaria, 11(1), 11-15.
Bard, P. (1928). A diencephalic mechanism for the expression of rage with special reference to the sympathetic nervous system. American Journal of Physiology, 84, 490-515.
Bisquerra, R. (2003). Educación emocional y competencias básicas para la vida. Revista de Investigación Educativa, 21(1), 7-43.
Cabrera, P. J. (2002). Cárcel y exclusión social. Revista del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, 35, 83-120.
Cannon, W. B. (1927). The James-Lange theory of emotion: A critical examination and an alternative theory. American Journal of Psychology, 39, 106-124.
Caride, J. A. y Gradaille, R. (2013). Educar en las cárceles: nuevos desafíos para la educación social en las instituciones penitenciarias. Revista de Educación, 360, 36-47.
Czubak, K. (2013). Negative Emotions and Ways of Overcoming them in Prison. World Academy of Science, Engineering and Technology International Science Index, 73, 7(1), 361-364.
De Alós, R., Martín, A., Miguélez, F. y Gibert, F. (2009). ¿Sirve el trabajo penitenciario para la reinserción? Un estudio a partir de las opiniones de los presos de las cárceles de Cataluña. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 127, 11-31.
De Miguel, E. (2014). El encierro carcelario. Impacto en las emociones y los cuerpos de las mujeres presas. Cuadernos de Trabajo Social, 27(2), 395-404.
Díez García, R. (2010). La inserción sociolaboral de un colectivo excluido: personas drogodependientes en prisión. Lan Harremanak, 22, 119-147.
Echeverri, J. A. (2010). La prisionalización, sus efectos psicológicos y su evaluación. Revista Pensando Psicología, 6(11), 157-166.
Fernández Cruz, F. J. y Moraleda, A. (2014). La inteligencia emocional y su desarrollo competencial en educación. En C. Martínez (Coord.), Educación emocional: Reflexiones y ámbitos de aplicación (pp. 11-40). Madrid: Universidad Francisco de Vitoria.
Ferrell, J. (2004). Boredom, crime and criminology. Theoretical Criminology, 8(3), 287-302.
Frankl, V. (2004). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder.
Galán, D. (2001). Los Módulos de Respeto: Una alternativa al tratamiento penitenciario (tesis doctoral). Madrid: Universidad Complutense de Madrid.
Gallego, M., Cabrera, P. J., Ríos, J. C. y Segovia, J. L. (2010). Andar 1 km en línea recta: la cárcel del siglo xxi que vive el preso. Madrid: Universidad Pontificia Comillas.
García-Guerrero, J. y Marco, A. (2012). Sobreocupación en los Centros Penitenciarios y su impacto en la salud. Revista Española de Sanidad Penitenciaria, 14(3), 36-42.
Gil Cantero, F. (2010). La acción pedagógica en las prisiones. Posibilidades y límites. Revista Española de Pedagogía, 68(245), 49-64.
Gil Cantero, F. (2017). Educación y desarrollo de capacidades en prisión. En J. A. Ibáñez-Martín y J. L. Fuentes (Eds.), Educación y capacidades: hacia un nuevo enfoque de desarrollo humano (pp. 245-255). Madrid: Dykinson.
Gil Jaurena, I. y Melero Sánchez, H. (2014). Educación del ocio y tiempo libre en el medio penitenciario. A. De-Juanas (Coord.), Educación social en los centros penitenciarios (pp. 93-113). Madrid: UNED.
Haney, C. (2003). The psychological impact of incarceration: Implications for post-prison adjustment. En J. Travis y M. Waul (Eds.), Prisoners once removed: The impact of incarceration and reentry on children, families, and communities (pp. 33-66). Washington DC: Urban Institute.
Harding, T. y Zimmermann, E. (1989). Psychiatric symptoms, cognitive stress and vulnerability factors. A study in a remand prison. The British Journal of Psychiatry, 155(1), 36-43.
Hinojosa, E. F. (2009). La formación del educador social de instituciones penitenciarias: un desafío para la reforma de la Educación Superior. En VV. AA., Estrategias de Innovación en la formación para el trabajo (pp. 1-9). Madrid: Tornapunta Ediciones.
Ivancevich, J. y Matteson, M. T. (1988). Estrés y trabajo. México, Trillas.
Knight, V. (2015). Television, emotion and prison life: Achieving personal control. Journal of Audience & Reception Studies, 12(1), 19-41.
Lorenzo, M. y Varela, C. (2014). Estudiar en Teixeiro: Una ruta universitaria de reinserción. En F. J. del Pozo y C. Peláez, (Coords.), Educación Social en situaciones de riesgo y conflicto en Iberoamérica (pp. 184-191). Madrid: Universidad Complutense de Madrid.
López Melero, M. (2011). Los derechos fundamentales de los presos y su reinserción social (tesis doctoral). Madrid: Universidad de Alcalá.
Malach-Pines, A. y Aronson, E. (1988). Career burnout: Causes and cures. New York: Free Press.
Mapelli, B. (2006). Una nueva versión de las normas penitenciarias europeas. Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, 8(1), 2-44.
Martín, V. M., Vila, E. S. y De Oña, J. M. (2012). La investigación educativa en el ámbito de las instituciones penitenciarias: panorámica, desafíos y propuestas. Revista de Educación, 360, 16-35.
Maslach, C. y Jackson, S. E. (1981). The measurement of experienced burnout. Journal of Occupational Behaviour, 2, 99-113.
Monteserín, E. y Galán, D. (2013). El respeto en prisión. Revista Claves de Razón Práctica, 229, 70-79.
Páez, D. y Ruiz, J. I. (2002). Clima emocional en las organizaciones: dos estudios en centros penales. Suma Psicológica, 9(2), 157-192.
Rangel, F. B., Gil, M. y Vicente, M. A. (2007). Efectos Aparejados por el hecho de compartir celda. Percepción que tienen los internos sobre el hecho de compartir celda y los efectos aparejados en la población reclusa de los Centros Penitenciarios de la Comunidad de Madrid. Revista de Estudios Penitenciarios, 253, 9-29.
Ríos, J. C. y Cabrera, P. J. (1999). La cárcel: descripción de una realidad. Cuadernos de Derecho Penitenciario, 5, 28-69.
Rogers, C. R. (1961). On Becoming a Person. A therapist’s view of psychotherapy. Boston: Houghton Mifflin.
Ruiz, J. I. (2007). Síntomas psicológicos, clima emocional, cultura y factores psicosociales en el medio penitenciario. Revista Latinoamericana de Psicología, 39(3), 547-561.
Sykes, G. (1999). The Society of Captives: A Study of A Maximum Security Prison. New Jersey: Princeton University Press.
Tangney, J. P., Stuewig, J., Mashek, D. y Hastings, M. (2011). Assessing jail inmates’ proneness to shame and guilt: Feeling bad about the behavior or the self? Criminal Justice and Behavior, 38, 710-734.
Valderrama, P. (2013). La micropolítica de la función reeducadora en prisión. Revista de Educación, 360, 69-90.
Valverde, J. (2015). Exclusión Social. Bases teóricas para la intervención. Madrid: Popular.
Vila, E. S. y Martín, V. M. (2013). Presentación. Reflexiones en torno a los procesos educativos en centros penitenciarios. Revista de Educación, 360, 12-15.