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¿HACIA UNA NUEVA PERSPECTIVA ACADÉMICA?

 

Towards a New Academic Perspective?




Antonio Bernal Guerreroa

a Departamento de Teoría e Historia de la Educación y Pedagogía Social. Universidad de Sevilla.

Correspondencia: Universidad de Sevilla. Departamento de Teoría e Historia de la Educación y Pedagogía Social. Calle Pirotecnia, s/n. 41013 Sevilla. España.

Email: abernal@us.es

 

Fechas de recepción y aceptación: 18 de enero de 2017, 15 de marzo de 2017

Resumen: La dignificación de la docencia universitaria en la actualidad parece clamorosa en un contexto poco favorecedor tanto interna como externamente. Tratar de hallar vías de solución a la misma, desde una perspectiva de profesionalidad democrática, constituye un foco innegablemente problemático. Indagamos metodológicamente en las carencias de la formación del profesorado no universitario, específicamente en la relación entre teoría y práctica, desvelando cómo la investigación puede constituirse en un nexo sustancial entre ambas, válido para regenerar la formación del profesorado no universitario, pero asimismo en una fuente proyectiva para la consideración de la actividad docente universitaria como pleno trabajo académico. Desde esta perspectiva, la actividad académica supone una superación de toda disyuntiva entre enseñanza e investigación. Se propugna de este modo una reconceptualización de la identidad del profesorado universitario vinculada al cambio de su cultura profesional, en la que tradicionalmente la docencia ha quedado relegada a un segundo plano. Esta nueva perspectiva académica podría significar asimismo una renovación de la educación superior en un momento crucial.

Palabras clave: formación del profesorado, educación superior, cambio cultural, actividad académica.

 

Abstract: The dignification of university teaching now seems resounding in an unfavorable context both internally and externally. Trying to find ways out of solving it, from a perspective of democratic professionalism, constitutes an undeniably problematic focal point. We methodologically inquire into the lack of training of non-university teachers, specifically on the relationship between theory and practice, revealing how research can become a substantial nexus between both of them, which is valid to regenerate the training of non-university teachers, but also a projective source for the consideration of the university teaching activity as a full academic work. From that perspective, the academic activity supposes an overcoming of any disjunction between teaching and research. That way, a reconceptualization of the identity of professors linked to the change of their professional culture is supported, in which teaching has traditionally been set aside. This new academic perspective could also mean a renovation of higher education at a crucial time.

Keywords: Teacher training, higher education, cultural change, academic activity.

 

 

La mejora democrática de las sociedades está hoy más vinculada que nunca a la educación, a un contexto internacional donde se demanda la búsqueda de la calidad, la innovación, la creatividad, el pensamiento crítico y el afrontamiento de las lacras sociales que laceran el desarrollo humano. En entornos de complejidad creciente, de incertidumbre y de amenazas de diversa índole para el cumplimiento efectivo de los derechos humanos, las libertades y el progreso armónico de las personas y los pueblos, la capacidad de la educación experimenta un formidable desafío, en un contexto de interdependencia creciente y de vulnerabilidad nunca visto. En ella y con ella arriesgamos nuestro destino, individual y colectivo. Nada más apasionante, nada más difícil.

Para afrontar semejante reto, entre otros muchos factores y condicionantes, disponemos de la posibilidad de formar profesionales capaces de dar respuestas a las necesidades y demandas educativas de esta época incierta, con acusada tendencia a la entropía, pero que no impide la búsqueda de mentes ordenadas en medio de las múltiples conminaciones al caos. Los cambios producidos en Europa y en todo el mundo han sido muy profundos, tremendamente lastrados por la primera gran crisis económica de este siglo, y han repercutido en los ámbitos del trabajo, de la política, de la economía y en los estilos y formas de vida de las personas. Este impacto en nuestras vidas, en los nuevos escenarios en los que nos movemos, ha obligado a mirar a la denominada sociedad del conocimiento como el resorte principal del cambio deseado. Impulsar una nueva sociedad, más justa y humanizada, vigorosamente democrática, dependerá en buena medida de la calidad de la formación del profesorado, universitario y no universitario. Y aquí tenemos nuestra porción de responsabilidad inexcusable, dentro de un nuevo marco constituido por la instauración a fines del pasado siglo del Espacio Europeo de Educación Superior.

1. Democratización, calidad y cambio cultural

La preocupación por todas las personas y por el destino de cada una de ellas late en el núcleo de todo auténtico espíritu democrático (Guisán, 2000). La democratización exige el cumplimiento de progresivas cuotas de protagonismo y de iniciativa, así como la permanente estimulación del sentido crítico y de la curiosidad. Como pensaba Dewey (1995) hace un siglo, la generación, la conservación y la propagación de la democracia reclama su experiencia vivida y compartida, capaz de dejar una huella significativa en las mentes y las conductas de las personas. La plena democracia no puede alcanzarse más que a través de la educación y de la sociedad civil misma. El ideal democrático alberga la noción de inclusión a la vez que supone maximizar las posibilidades de la ciudadanía para que nadie quede excluido de un destino acorde a su dignidad humana (Zambrano, 1988). El impulso democrático, rectamente entendido, conlleva la búsqueda constante de la calidad formativa. No hay que insistir en la relevancia que en todo ello presenta el profesorado. Sin duda, hay dimensiones relativas a la estructura de la enseñanza universitaria y a su gobernanza que están directamente implicadas en el fortalecimiento de una cultura democrática, así como elementos externos que la facilitan u obstaculizan, pero nadie negará que el profesorado sea primordial entre el conjunto de elementos principalmente incidentes.

Según la sociología reflexiva ha puesto atinadamente de manifiesto (Beck - Beck-Gernsheim, 2003; Dubet, 2006; Giddens, 2000; Touraine, 2005), los roles y normas mediante los que se construía el mundo han ido declinando progresivamente, creando la necesidad imperiosa de que los individuos, entre los diversos gradientes de incertidumbre en que se hallen, tengan que autoorganizarse y configurarse identitariamente. Así, más que una categoría preestablecida, la identidad resulta un efecto, abriéndola a un horizonte inédito de posibilidades mientras pierde los niveles tradicionales de confort y seguridad. La propia noción de identidad profesional se ha visto, cómo no, afectada por las transformaciones producidas en el ámbito laboral (Sennett, 2000). Las expectativas de la identidad profesional dependen más que nunca de la capacidad de reinvención permanente.

Las exigencias actuales que presenta la práctica profesional, al tiempo que numerosas situaciones educativas y sociales, hacen que el profesorado universitario se encuentre en una compleja y difícil situación. El contexto del Espacio Europeo de Educación Superior, a la vez que abre posibilidades pedagógicas esperanzadoras y delimita una línea de internacionalización favorecedora de la calidad de los sistemas superiores de enseñanza, también suscita aspectos conceptuales, metodológicos y funcionales que incrementan la incertidumbre y subrayan determinados niveles de precariedad y provisionalidad que han aumentado el malestar docente también existente en el nivel superior de educación (Caballero, 2009; Cantón - Valle - Arias, 2008).

En una investigación sobre factores influyentes en un satisfactorio desempeño académico (Bernal - Donoso, 2017), detectamos ciertos elementos debilitadores de la identidad profesional del profesorado universitario: dudas sobre el quehacer profesional, percepción pesimista del estado de la docencia universitaria, modelos desfasados y apenas evolucionados, escasa satisfacción profesional y escasez de vínculos con el mundo empresarial y laboral. Hay entre no pocos docentes una reivindicación del valor de las buenas prácticas, del eminente lugar que debe ocupar la enseñanza entre las tareas académicas propias del profesorado universitario, constituyendo una dimensión insustituible y definitoria de su perfil identitario, así como un factor capital para el engagement con la profesión misma. La dignificación de la docencia en la universidad actual no supone solamente la reconciliación del profesorado con la naturaleza de su profesión mediante un profundo cambio de su cultura profesional, sino posiblemente una vía de renovación de la propia institución universitaria en un momento históricamente crucial.

Efectuando un provisional balance desde su implantación, hay razones para considerar que en el contexto del Espacio Europeo de Educación Superior existe la amenaza de que el proyecto de cambio que lo alentó quede relegado a una reforma estructural, superficial, que no alcance realmente a los procesos internos de mejora de las formas de enseñar y de aprender. La modificación de los programas de estudios, por lo general, no ha representado un verdadero cambio de los contenidos o de los métodos, ni tampoco el practicum ha revitalizado hasta el momento la relación entre la teoría y la práctica. Sin negar, obviamente, la influencia de otros factores, nos encontramos ante una problemática vinculada a la cultura universitaria, a la cultura instalada en el profesorado y también en los estudiantes, que reclama cambios organizativos que implican nuevos modos de hacer (Bolívar, 2017). Si no se llega a la sustancia, a lo básico, de la enseñanza universitaria, quizás muchos cambios, registrados ahora en clave de competencias, no se queden más que en una reconfiguración aparente de los títulos y asignaturas.

Una adecuada orientación de los aspectos organizativos relacionados con tiempos y espacios debiera partir de la percepción y valoración de los propios docentes, posibilitando una apropiación de la experiencia, sin la cual difícilmente tendrá lugar el necesario proceso de madurez personal que conducirá a niveles más sofisticados y de mayor compromiso con la profesión, proyectado en términos contextuales e interactivos más allá de la mera funcionalidad técnica. Tal apropiación de la experiencia pedagógica requiere una nueva visión escudriñadora de la enseñanza y del aprendizaje, puesto que como dijera Heidegger (2005) enseñar no significa otra cosa que hacer aprender (el pensar únicamente acontece como aprendizaje), de ahí que el egregio filósofo alemán considerara el enseñar más difícil que el aprender. Nada de esto sucede fuera de una determinada cultura. Y la cultura puede generarse y transformarse.

Clásicas funciones como la producción, la enseñanza y la conservación del conocimiento se ven actualmente sometidas a profundos cambios ligados al desarrollo tecnológico y sus posibilidades, pero la socialización cultural ha de realizarse en un tipo particular de cultura. De ahí la importancia que concedemos a este factor como impulsor del cambio en los procesos formativos, capaz de establecer nuevas dinámicas entre la teoría y la práctica, susceptibles de generar alternativas fecundas. En este sentido, Ezquerra, Argos, Fernández-Salinero y González-Geraldo (2016) han enfatizado el impulso de una profesionalidad democrática en lugar de una profesionalidad instrumental. Tal profesionalidad democrática, junto a la rendición de cuentas a la sociedad, reconocería y desarrollaría la autonomía reflexiva, responsable y coherente (Escudero - González - Rodríguez, 2013), incorporándose la dimensión ética como integrante del necesario cambio cultural (Martínez, 2010). En los escenarios universitario y escolar no sólo se enseña, sino que se socializa en formas concretas de pensamiento y maneras de relacionarse, tanto con el currículo como con la sociedad.

2. Debilidades en la formación del profesorado no universitario y reconceptualización de la actividad docente universitaria

Diversas exploraciones sobre la situación del profesorado no universitario recogen su insatisfacción, la escasa valoración de su trabajo, su aislamiento profesional y sus deficientes interacciones con otros colegas (OCDE, 2014), así como la preocupación generalizada por su escasa preparación para mantenerse y progresar en contextos de práctica poco amables cuando no abiertamente hostiles (MacBeath, 2012). Este descontento generalizado suscita la necesidad apremiante de que las universidades reformulen sus planteamientos formativos de la profesión docente. Democratizar la formación del profesorado ha de vincularse a procesos de calidad, para evitar el posible deterioro interno y externo que puedan arrojar las innovaciones y prácticas que se implementen. Aunque todavía hoy exista una confianza social patente en las posibilidades formativas de la institución universitaria, la iniciativa social puede proponer alternativas que, por el momento y por razones principalmente ligadas a la dureza de la práctica profesional, no han alcanzado el éxito pretendido, pero suponen una seria amenaza a los planes de formación universitarios al tratar de dar respuestas satisfactorias a las demandas de la sociedad. Teach for America, por ejemplo, está cambiando notablemente el panorama norteamericano (Fraser, 2016).

Profesionalidad democrática frente a profesionalidad instrumental o, dicho de otro modo, fomento de profesionales autónomos o de profesionales ejecutores de directrices emanadas desde otras instancias. Ésta parece ser en síntesis la disyuntiva de modelos formativos. La decidida apuesta por la primera alternativa no supone ni la negativa a proporcionar resultados a la sociedad ni la falta de garantías de los derechos de las familias y de los estudiantes a una educación de calidad (Martínez, 1998). La universidad ha de repensar la estructura formativa del profesorado y las metodologías empleadas, tratando de establecer puentes con las experiencias reales de los centros escolares. Algunos autores, como Santos Rego y Lorenzo (2016), pensando prioritariamente en el profesorado de educación secundaria, consideran que el establecimiento de consorcios específicos entre universidades y centros educativos de calidad constituiría un eficaz proyecto renovado de formación del profesorado. Tanto en los primeros niveles de enseñanza como en el secundario, se precisa una revisión profunda de las relaciones entre teoría y práctica.

Convencionalmente, los contextos formativos del profesorado han delimitado asimismo una división comúnmente aceptada entre teoría (correspondiente a la universidad) y práctica (relativa a la escuela). Una lógica secuencial y formal, racional y abstracta, ha alimentado este modo de entender la formación del profesorado: en las universidades se adquieren los fundamentos científicos, técnicos y culturales, mientras que en los centros escolares se aplican los conocimientos adquiridos. Pero como han ido poniendo de manifiesto tanto la propia práctica como los numerosos estudios e investigaciones de carácter interpretativo, hermenéutico, natural, social o crítico, los fenómenos educativos, por su propia complejidad, diversidad y unicidad, escapan a formulaciones reduccionistas como la tradicionalmente empleada en la formación del profesorado. Los espacios en los que el profesorado realiza sus actividades implican, junto a una dimensión relativa al lugar en donde se desarrollan, una dimensión temporal referente a los momentos en que se producen. Ubicación y tiempo se vinculan a la configuración interna que se establece en función de los objetos y personas que en ellos habitan. Las debilidades, ya señaladas escuetamente más arriba, que arroja la práctica profesional parecen cuestionar gravemente los modelos predominantes hasta ahora en el panorama formativo docente.

Aunque etimológicamente el término teoría se asocia a la contemplación, a la visión intelectual, a la especulación, lo cierto es que en la evolución del propio saber pedagógico no puede entenderse cabalmente si no es en una relación de interdependencia con la práctica. Desde la preocupación inicial por dotar de autonomía a la disciplina, de proporcionarle una identidad en el campo de las ciencias sociales y de la educación, se ha ido dando paso a una perspectiva más integradora, probablemente también como consecuencia de los nuevos enfoques que se abrieron camino en el gran discurso de la educación. Así, los planteamientos de carácter práxico han adquirido progresivamente mayor relevancia en la identificación de la propia disciplina. La tenacidad de las manifestaciones prácticas de la educación, que nos devuelve permanentemente a ciertos niveles de desconocimiento e ignorancia, que nos sume en la contextualidad, en lo permanentemente inacabado y en la incertidumbre, nos propone interrogantes en un marco de complejidad que la teoría educativa ha de afrontar si aspira a evitar el naufragio epistemológico, ya anunciado por algunas voces relevantes del panorama internacional.

Abundando en la idea de la necesidad de reconciliar la teoría con la práctica, no sólo desde el plano del discurso, sino de un modo auténticamente renovador en el ámbito de la experiencia, Ezquerra, Argos, Fernández-Salinero y González-Geraldo (2016: 267), a propósito de las asimetrías institucionales (universidad-escuela) y epistemológicas (teoría-práctica), afirman:

Se trataría, en cierta medida, de “asimetrías acompasadas” o armonizadas que, asumidas como obvias por ciertas tradiciones pedagógicas, se sustentan en miradas escasamente rigurosas, superficiales y/o ingenuas.

Desde dicho planteamiento, esos pares asimétricos (universidad-escuela y teoría-práctica), al concebirse como estables, herméticos, clausurados y ciertos, no poseen apenas márgenes de libertad para reconfigurarse internamente y para, de ese modo, poder propiciar una adecuada formación docente. Así, esta seguirá conformada desde fracturas manifiestas de escenarios y territorios o, en el mejor de los casos, desde interacciones meramente formales y superficiales entre ellos.

Sería preciso concienciarnos de la necesidad de ensancharlos y reformularlos en clave profunda y de sentido, observando las aportaciones que pueden efectuar todos y cada uno de los elementos que los conforman en el marco del proceso de construcción del desarrollo profesional de los docentes.

Hay propuestas reivindicativas de la formación teórica en el marco de la propia profesión y desde una reflexión sobre su práctica (Nóvoa, 2009), pero lo decisivo, como han señalado Pérez Gómez, Soto y Serván (2015), será poder conformar perspectivas que posibiliten la “teorización de la práctica” y la “experimentación de la teoría”. Quizás no haya otro modo de contrastar las intuiciones pedagógicas que se ponen en marcha cotidianamente con las estrategias informadas que deberían preocupar a todo buen docente.

En general, considerando los sistemas educativos de la mayoría de los países más desarrollados (ANECA, 2005; Rebolledo, 2015), la formación práctica docente (inicial) se limita a los periodos de prácticas externas, no muy amplios ‒aunque la duración por sí misma no sea garantía de calidad‒ y, en España, ubicada en no pocos casos en los últimos cursos en los planes de estudios de Magisterio o incluida generalizadamente en el currículo de un curso de postgrado en el caso del profesorado de enseñanza secundaria. Aunque en el Libro Blanco publicado por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) en 2005 se reclamaba la necesidad de impulsar una formación docente basada en la escuela, en la realidad profesional, lo cierto es que en el nuevo Libro Blanco sobre la profesión (Marina - Pellicer - Manso, 2015) el panorama prácticamente no se ha alterado.

En el contexto europeo, los sistemas educativos están basados en el enfoque de las competencias básicas que exigen modelos pedagógicos nuevos y planteamientos y enfoques estructurales también distintos acerca de lo que significa la profesión docente. La formulación de las pretensiones educativas en clave de competencias brinda, más allá de las críticas conceptuales que podamos hacer, la posibilidad de establecer conexiones fecundas entre la teoría y la práctica que aún no se han asimilado e implementado satisfactoriamente, corriéndose el riesgo de que todo su potencial innovador quede reducido a vaporoso espíritu reformador en fuga. Realmente, el problema de las competencias no radica sólo en la dimensión relacionada con el aprendizaje, sino también en la relativa a la enseñanza misma. Difícilmente podrá ponerse en práctica una formación basada en competencias con prácticas docentes extemporáneas. La mejora de la formación del profesorado ha de estar vinculada a un cambio en la conformación de su propia cultura profesional, capaz de ampliar su horizonte competencial y de dotarle de una visión más profunda, dinámica y diversa de los fenómenos educacionales.

Análogamente, el profesor universitario, formador de docentes, también precisa integrar sabiamente lo teórico y lo práctico, buscando incesantemente oportunidades para mostrar su interrelación, lo cual también exige asimismo un notorio cambio en su propia cultura profesional. Ha de replantearse el valor de la dimensión práctica en los distintos espacios y tiempos formativos, tratando de hacer comprender su vinculación con las motivaciones que justifican las decisiones adoptadas y sus fundamentos. En suma, se precisa indagar sobre la propia práctica profesional, lo cual no es más que ofrecer una constante dimensión especular a los futuros docentes, formándoles tácita y explícitamente en los hábitos propios de la profesión. El exitoso ejemplo del sistema finlandés ofrece alguna luz al respecto: las prácticas vertebran el currículo y teoría y práctica se integran mediante la investigación (Sahlberg, 2010).

Topamos, en este punto, con obstáculos nada fáciles de sortear. Las virtualidades profesionales que encierra una atención rigurosa a la práctica docente, implicándose en ella con la mayor responsabilidad y compromiso posibles, se ven amenazadas por viejas inercias de la profesión tendentes a una menor atención al aprendizaje y nada favorecedoras de la investigación sobre la propia práctica profesional. Por otra parte, los incentivos de la carrera profesional universitaria prácticamente están centrados en la actividad investigadora, relegando a un segundo plano la dedicación docente, lo que predispone desfavorablemente al profesorado novel ‒y al que aspira a promocionar‒ hacia las tareas relativas a la enseñanza.

No obstante, docencia e investigación están reconfigurándose en la educación superior. Según qué campos de conocimiento y qué instituciones, podemos establecer diferentes discursos sobre las relaciones entre investigación y docencia (Becher, 2001). No pocos docentes se proponen hoy otorgar a su enseñanza una orientación académica tan rigurosa como la dada a su actividad investigadora. Repárese, por ejemplo, en la relevancia adquirida por la innovación educativa en las universidades, en fase de expansión y de crecimiento, sometiéndose progresivamente a estándares más rigurosos de formulación, desarrollo y evaluación. Tal vez esta corriente innovadora derive en una reconceptualización de la identidad del profesorado universitario, adoptando una visión más amplia y diferente de lo que ha de considerarse trabajo académico. Mientras estos aires renovadores tratan de alcanzar al conjunto de ramas, campos y áreas de conocimiento, los docentes universitarios del campo de la educación, y particularmente los dedicados a la formación del profesorado, razonablemente deberían constituir un señero conjunto a remedar.

3. La docencia como trabajo sustantivamente académico

En el tradicional modo de producción del conocimiento científico se plantean y se solucionan los problemas en un contexto gobernado por los intereses, primordialmente académicos, de una comunidad científica. Dicha producción ha sido regularmente disciplinar, homogénea, organizada jerárquicamente y el control de calidad ha estado determinado por los juicios de los propios miembros de la disciplina. La nueva forma de producción de conocimiento se aproxima a los problemas reales que afectan directamente a los receptores de la investigación. Constituye, pues, un modo de investigación preocupado por las consecuencias de la propia investigación, en el que participan usualmente distintos investigadores en colaboración. Se trata de un nuevo modo de producción del conocimiento vinculado a la interdisciplinariedad y a la transdisciplinariedad, caracterizado por su heterogeneidad y puede estimarse más heterárquico y transitorio. Sin dejar de ser académica, la actividad investigadora ha ido contemplando progresivamente en mayor proporción su incidencia en la realidad investigada. Estas condiciones pueden considerarse análogamente válidas para comprender la práctica docente que pasaría, con la indagación en la enseñanza y en el aprendizaje, a reconocerse como una actividad plenamente académica, en tanto que la noción de actividad académica actualmente también se ha ensanchado en los términos descritos.

Conocido como Scholarship of Teaching and Learning, existe hoy un movimiento renovador de la educación superior fundado en la convicción de que los hábitos mentales que guían la buena enseñanza no son diferentes de los que orientan la actividad investigadora. Toda actividad académica supone, pues, una práctica superadora de la clásica disyuntiva entre enseñanza e investigación. El conocido Informe Boyer (1990), para la Carnegie Foundation, marca posiblemente un hito internacional en la historia reciente en la dirección de eliminar falsas diferencias entre las prácticas docentes e investigadoras.

La eliminación de barreras entre enseñanza e investigación implica un reconocimiento de la dignidad académica de la enseñanza y de todas las actividades que corresponden propiamente al desempeño actual del profesorado universitario. Significa, por tanto, extender el significado de lo genuinamente académico a todas las tareas que habitualmente realiza el profesorado. En todas las funciones desempeñadas, se es o no se es académico.

Asumir que la enseñanza goza de plena dignidad académica implica considerar que no se reduce al plano didáctico o pedagógico. Significa adoptar una mirada diferente hacia los procesos de enseñanza y de aprendizaje, apercibiéndonos de la relevancia de todo acto pedagógico, en última instancia dirigido al aprendizaje del estudiante (Shulman, 2004). La enseñanza, como la investigación, es una actividad propiamente académica, apoyada en procesos de indagación y de prácticas novedosas que conducen al profesorado a reflexionar sobre su quehacer cotidiano, haciendo posible la elaboración de conocimiento inédito sobre los procesos de enseñanza y de aprendizaje.

Esta perspectiva académica reclama un cambio de cultura donde tanto la investigación como la docencia participen de análogos estándares.

El profesor universitario es un “scholar” tanto de la investigación como de la enseñanza. La enseñanza se debe situar dentro del trabajo académico, al mismo nivel y metodología que la actividad investigadora. Contenido y didáctica no pueden ser campos separados o aditivos. Al contrario, debe formar parte del propio trabajo en una disciplina. Ambas demandan un conjunto similar de actividades de diseño, acción, evaluación, análisis y reflexión y, muy especialmente, ser sometidas al escrutinio público de los colegas (Bolívar, 2017: 2).

Como en otras actividades académicas, utilizamos semejantes hábitos mentales cuando consideramos la enseñanza como ámbito de investigación. La línea emprendida en la Carnegie Foundation contempla este enfoque como requisito mismo para la calidad de la práctica docente. El marco del Espacio Europeo de Educación Superior, centrado en el protagonismo del aprendizaje del estudiante, se muestra favorecedor de estas consideraciones (Bolívar, 2012). La reflexión sobre la práctica y la investigación acerca de los procesos en ella implicados conllevan la creación de nuevo conocimiento, situando la práctica docente al mismo nivel y metodología que la actividad investigadora.

Los hábitos investigadores se cifran en torno a determinados rasgos: delimitación del objeto a investigar, dimensión pública, susceptible de crítica y valoración y, finalmente, difusión de la investigación en el seno de la comunidad científica. Como propone Shulman (2004), para que una actividad pueda ser concebida como académica debe reunir al menos tres características: ser pública, evaluable y accesible al uso por otros miembros de la comunidad universitaria. La consideración de la docencia como actividad académica, dotándola del reconocimiento y relevancia que debe tener, significa otorgar todo el rigor posible al aprendizaje de los estudiantes, al mismo tiempo que reclama un cambio cultural significativo en el profesorado:

La enseñanza, si se entiende como trabajo académico al mismo nivel que la investigación, debe salir al ágora. Ningún docente debe “cerrar” en términos absolutos la puerta de su aula. Hemos de hacer visibles y transparentes los procesos y efectos de nuestra actividad docente, facilitar su revisión crítica y evaluación, así como contribuir al intercambio y uso de la misma por la comunidad universitaria y escolar. De este modo, la democratización de la formación y calidad de la misma pueden encontrar sinergias; aunque no ignoremos que el camino no está expedito, sino que más bien está sembrado de dificultades organizativas, curriculares, funcionales y personales (Bernal, 2016: 293-94).

Tradicionalmente relegada a los confines de las propias aulas, la enseñanza, su práctica habitual, ha constituido un campo opaco, dentro del cual, a buen seguro, han sucedido experiencias sublimes, pero también ingentes cantidades de rutinas y costumbres viciadas que han horadado las expectativas y posibilidades de innumerables escolares sedientos de conocimiento y de sabiduría. En este sentido y refiriéndose a la Escuela en general, el célebre psicoanalista Massimo Recalcati, lamenta las actuales condiciones socioculturales que azotan la administración y el logro del conocimiento: “la Escuela ha dejado de ser una institución disciplinaria, para convertirse en una institución de resistencia a la indisciplina del hiperhedonismo acéfalo que rige nuestra sociedad” (Recalcati, 2016: 79).

No se trata de sucumbir al dictado comunitario nublando o anulando los brotes de individualidad creativa o el romanticismo del acto pedagógico, ni tampoco de ser aplastados por una exclusiva lógica del rendimiento o de la productividad, sino de abrirse plenamente a una lógica de compromiso con la responsabilidad de la práctica docente y, sobre todo, con las exigencias de dignificación que demanda el encuentro pedagógico (Ibáñez-Martín, 2017), a última hora siempre encaminado a despertar en cada sujeto un deseo singular, una pasión capaz de orientar la vida.

Pero no ignoramos los peligros que aguardarían a tal asunción institucional generalizada en contextos tendentes a la evaluación epidérmica de factores observables, mensurables y públicamente reconocibles, favorecidos por los actuales entornos tecnológicos, pero quizás distanciados del testimonio vivo del poder de la palabra y del saber vivificador que alienta el ensanchamiento de horizontes, los caminos hacia una existencia individual y colectiva más plena, justa y solidaria, susceptible de encarnar los más nobles ideales democráticos.

Al interrogarse por la pervivencia de la relación pedagógica entre maestro y discípulo, de las “lecciones de los Maestros”, George Steiner no disimula la fuerza de la marea que la amenaza en este tiempo caracterizado por convulsiones sociopolíticas y por la revolución tecnológica. Y convenimos plenamente con su descripción de la época actual como la “era de la irreverencia”, donde la nota dominante en la totalidad de las relaciones prosaicas, seculares, consiste en una desafiante impertinencia:

La admiración ‒y mucho más la veneración‒ se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen. La celebridad, al saturar nuestra existencia mediática, es lo contrario de la fama. Que millones de personas lleven camisetas con el número del dios del fútbol o luzcan el peinado del cantante de moda es lo contrario del discipulazgo. En correspondencia, la idea del sabio roza lo risible. Hay una conciencia populista e igualitaria, o eso es lo que hace ver. Todo giro manifiesto hacia una elite, hacia una aristocracia del intelecto evidente para Max Weber, está cerca de ser proscrito por la democratización de un sistema de consumo de masas (Steiner, 2016: 172).

Sin embargo, aunque sea de un modo imprevisible, el propio Steiner halla razones para la supervivencia, porque una sociedad como la del beneficio desenfrenado, que no honra a sus maestros, es una sociedad fallida:

La libido sciendi, el deseo de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores hombres y mujeres. También lo está la vocación de enseñar. No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: ésta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra (Steiner, 2016: 173).

Las exigencias democráticas en las universidades van acompañadas de mayores exigencias de calidad en nuestras propias prácticas académicas, demandando una mayor altura de miras y una dedicación más intensa y comprometida en busca de la excelencia (Escámez, 2013). Situar la docencia al nivel de otras actividades académicas puede suponer un renovador impulso a su sentido y alcance. En los intersticios de lo que podamos considerar digno de publicidad se hallan no pocas controversias, por otra parte ineludibles si aspiramos a la dignificación académica mencionada; pero, desde el solipsismo docente o desde cierto autismo justificado o no, difícilmente satisfaremos nuestros propósitos. Desde luego, en todo caso, no debemos renunciar a la incesante búsqueda de sentido del propio proceso, aunque esta discusión no tenga fin porque ya no se trata de proferir la última palabra sobre el sentido mismo, sino de avivar sin descanso el fuego del saber que nos abre mundos nuevos y nos mantiene verdaderamente vivos.

En su fábula La tigresa y el acróbata, Susanna Tamaro (2017) perfila alegóricamente la esencia de la búsqueda de sentido. Afirma la Tigresa (el personaje central), hacia el final de su largo viaje, que se ha pasado la vida buscando agua pero nunca ninguna la había saciado y fue entonces cuando recordó las palabras que le había dirigido tiempo atrás el Hombre de la Cabaña (personaje secundario con gran ascendencia en la Tigresa): “Tu sed no es de las que se aplaca con agua. El asombro te genera preguntas, y las preguntas son como el agua de un río impetuoso. No puedes pararlas ni puedes coger una gota y decir: ‘Ésta será la última, de verdad’” (Tamaro, 2017: 172).

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