Edetania. Estudios y propuestas socioeducativos.

Buscador

LA CALIDAD DEL PROFESORADO EN EL FUTURO DE LA UNIVERSIDAD.
EL DESAFÍO DE LA FORMACIÓN PEDAGÓGICA

 

The Quality of Teaching Staff in the Future of the University.
The Challenge of Teacher Training




Miguel Ángel Santos Regoa

a Departamento de Pedagogía y Didáctica. Universidad de Santiago de Compostela.

Correspondencia: Universidad de Santiago de Compostela. Departamento de Pedagogía y Didáctica. Campus Vida: Rúa Prof. Vicente Fráiz Andón, s/n. 15782 Santiago de Compostela, (La Coruña). España.

E-mail: miguelangel.santos@usc.es

Fechas de recepción y aceptación: 5 de noviembre de 2016, 7 de enero de 2017

Resumen: El estudio se aborda a modo de oportunidad para el examen de lo que comporta la formación pedagógica del profesorado en el futuro de la universidad. Se defiende una perspectiva que avala tal formación como vector de cambio y de innovación sostenida, en el marco de políticas de calidad orientadas a mejorar la reputación de las instituciones de educación superior en una sociedad del aprendizaje y del conocimiento. Se trazan condiciones y se indaga acerca de los efectos que puede tener la preparación pedagógica en los profesores universitarios del porvenir, prestando atención a la gramática del aprendizaje y a los horizontes de la enseñanza universitaria. Las conclusiones advierten sobre posibles reduccionismos instrumentales en el modo de concebir la formación pedagógica, toda vez que los procesos de aprendizaje en un mundo global suponen capacidades vinculadas a la resolución de problemas y el diseño de proyectos en nuevos entornos y redes de interacción.

Palabras clave: universidad, futuro, profesorado, formación pedagógica, aprendizaje, conocimiento.

 

Abstract: The study is approached as an opportunity for the examination of what teacher training entails in the university’s future. It advocates for a perspective that supports such training as an agent for change and sustained innovation, within the framework of quality policies aimed at improving the reputation of higher education institutions in a learning and knowledge society. Conditions are drawn up and research is carried out on the effects that teacher training may have on future university teachers, paying attention to the grammar of learning and the horizons of university education. The conclusions point to possible instrumental reductionisms in the way teacher training is conceived, since learning processes in a global world involve skills related to problem solving and project design in new environments and interaction networks.

Keywords: university, future, teaching staff, teacher training, learning, knowledge.

Introducción

Es una evidencia insoslayable en la abundante literatura científica y ensayística del último cuarto de siglo, justo el que se superpone entre ambas centurias, que todo lo concerniente a la educación superior universitaria continúa fuerte en el candelero social, económico y cultural. Tal vez se deba a su manifiesta presencia en todo tipo de parámetros e indicadores, suficientemente mensurables, en las agendas del desarrollo económico, haciendo que las universidades no pasen desapercibidas a la atención de gobiernos, organizaciones, foros y think tanks dados a la exploración de los asuntos que interesan en un mundo conectado, pergeñando tendencias desde las que espigar nuevos desafíos y propuestas para su afrontamiento.

Sondeando títulos de libros con notables tiradas, viendo la proliferación de revistas con uno u otro acento temático en la educación superior, o advirtiendo el alcance de agencias y programas transnacionales auspiciados por organismos y corporaciones de contrastada influencia, lo que observamos es una inquietud común por ir desentrañando el papel de las universidades en la sociedad del futuro, toda vez que los activos del conocimiento y del aprendizaje permanente no se les pueden atribuir de un modo exclusivo, al menos de la manera en que, tradicionalmente, han venido mostrando ese poder. Su fuerza como entidades productoras de conocimiento sigue álgida, por descontado, pero bastante compartida con instancias de distinto signo en los planos económico, tecnológico o cultural alrededor del mundo (Esteban y Román, 2016; Hacker y Dreifus, 2011; Kamenetz, 2010; Wildavsky, 2011).

En cualquier caso, las universidades se están haciendo conscientes de la encrucijada ante la que se encuentran, lo que puede estar afectando más a las organizaciones de titularidad pública, poco acostumbradas, en general, a dar cuenta de sus políticas de gestión y, consecuentemente, de sus resultados ante un panorama de contención económica generalizada. Además, los cambios fundamentales en el mundo del empleo implican un auge en la demanda de destrezas no cognitivas e interpersonales, junto a valores y atributos, que la universidad ha de entender, proporcionando oportunidades para el aprendizaje de competencias genéricas y profesionales (Hénard y Roseveare, 2012).

Al mismo tiempo, en el actual contexto internacional de la educación superior, la calidad de la docencia se está representando como elemento a distinguir en el escaparate de la oferta universitaria, de suerte que ha devenido en factor de atracción para familias y estudiantes cuando han de tomar decisiones sobre estudios de grado y, sobre todo, de posgrado. Las universidades se están viendo obligadas a competir en la captación de estudiantes, lo que llama a “mejora de imagen” como instancias de formación que son (Zabalza, 2003). Y puesto que el envejecimiento de las actuales plantillas de profesorado es un hecho, el asunto hay que admitirlo en perspectiva de futuro. Con rigor epistémico, lucidez institucional, y sin perder la ocasión de deshacer mitos sobre la docencia universitaria, amén de plantear buenas preguntas acerca de lo que ha de aportar la pedagogía en el proceso de llegar a ser un buen profesor universitario.

Nos adentraremos, pues, en el análisis del desafío que comporta la formación pedagógica del profesorado para el futuro de la universidad. No es otro el propósito de este artículo, sin que ello suponga intención alguna de dar por resuelto un reto de tamaña importancia. Más bien, nos daríamos por satisfechos si estas páginas sirven para espolear la reflexión acerca de un tema que merece interés y compromiso por parte de toda la comunidad, universitaria y extra-universitaria. Porque hablar de calidad en las universidades sin cuidar los procesos de formación que sustancian en todos y cada uno de los estudiantes esa misma calidad es una quimera y también una irresponsabilidad.

Sobre el profesorado universitario del porvenir

Como es difícil que sea de otro modo, el profesorado universitario del mañana europeo y, más concretamente español, surgirá de las personas que, merced a una beca de investigación, contrato asociado a proyectos, o colaboración directa, se están incorporando a unidades y grupos de investigación en las distintas áreas y departamentos que, con mayor o menor nivel de integración y/o especialización, configuran uno de los pilares fundamentales de la educación superior.

Ahora bien, tal incorporación no está exenta de dificultades, que la crisis económica de la última década ha elevado en un grado insospechado, hasta el punto de poner en riesgo el tan convencional como lógico reemplazo del personal académico con las garantías suficientes de calidad docente e investigadora.

En tan precaria coyuntura, no puede extrañar que la célebre “tasa de reposición” haya socavado las expectativas de no pocas vocaciones curricularmente bien armadas, para el logro de posiciones razonablemente estables en la institución. Con las consiguientes y delicadas repercusiones motivacionales en los afectados y en sus círculos de influencia personales y de adscripción científica. Lo cual puede estar perjudicando también la representación que hacen las generaciones más jóvenes del necesario cambio que ha de darse en la concepción de la enseñanza y de la docencia universitaria, que inequívocamente ha de pivotar sobre el proceso de aprendizaje del estudiante, su protagonista por antonomasia.

Ello, naturalmente, requiere de profesores que sepan algo sobre qué es, y cómo funciona, el proceso de aprendizaje, junto a dinámicas que pueden optimizarlo en términos generales o específicos, pero también atendiendo a la singularidad de campos o disciplinas académicas. Sin echar las campanas al vuelo, empieza a haber razones para un ponderado optimismo, muy contenido aún por ser su base más bien estadística y ligado al interés por la formación del profesorado universitario en agencias sociales y universidades deseosas de mostrar indicadores de calidad para un mejor afrontamiento de las responsabilidades que la sociedad en general y las comunidades en particular plantean a la educación superior. No es casual el énfasis en la Responsabilidad Social Universitaria (RSU) como eje de reputación y proyección civil.

Se impone, pues, hablar, sin circunloquios ni medias tintas, de formación pedagógica del profesorado universitario. Y para ello no es suficiente con reafirmar, retóricamente, el valor de la formación, pero manteniendo una calculada ambigüedad respecto de su sentido y orientación. Y que haya de ser obligatoria o voluntaria la formación pedagógica para el profesorado de este nivel educativo es cuestión a debatir, y decidir, en el seno de cada universidad, pues ya el hecho de hacerlo será un buen síntoma de vitalidad institucional y responsabilidad social corporativa, máxime si lo que se pretende es armonizar las expectativas de la universidad y las de su profesorado, tema en absoluto desprovisto de tensiones (Zabalza, Cid y Trillo, 2014).

Olvidamos con frecuencia que si los profesores universitarios han de ser adelantados científicos en su loable afán de proporcionar una formación de excelencia a los estudiantes a fin de que estos aprendan en una sociedad del conocimiento (Välmaa y Hoffman, 2008), habrán de hacerlo respetando y aún impulsando el conocimiento pedagógico, que también es práxicamente indisociable de esa misma sociedad y aún, con la debida licencia, de la economía que le da cobertura y proyección tanto global como local.

Y para muestra podríamos examinar la relevancia del capital social que seamos capaces de favorecer en los estudiantes, dada su potencial relación con el capital profesional de los estudiantes universitarios en aras a su empleabilidad y recorrido laboral en las organizaciones y empresas volcadas en la gestión de la calidad que prima la atención al ciudadano consumidor. Si las universidades son organizaciones capaces de aprender han de empezar a demostrarlo con hechos.

Se suele decir, en los tiempos que corren, que el futuro ya no es lo que era. Como si se hubiese evaporado su legendaria asociación con lo que aún puede fascinar nuestra imaginación. En lo concerniente a la universidad, hemos de revertir el sentido fatalista de esa frase. Nuestra “Alma Mater” sigue teniendo una misión cívica que cumplir y ha de hacerlo sin desentonar con lo que de ella solicita una sociedad del aprendizaje. Siendo así, la formación pedagógica de los profesores universitarios más jóvenes, que son los que influirán en los que han de venir en las dos próximas décadas, ha de diseñarse de modo suficientemente seductor, a fin de que un mínimo conocimiento de la teoría y la práctica del aprendizaje humano deje de ser algo extraño para una mayoría del profesorado en este nivel educativo. Viajar a la universidad del futuro sin este activo puede resultar temerario, de modo análogo al riesgo de grave perturbación por dejadez o debilidad en la defensa de la libertad académica.

Avanzar en el análisis del conocimiento pedagógico en la universidad

Ahora bien, ¿qué cabe entender por conocimiento pedagógico? No reproduciré ninguna definición (por la sencilla razón de que no la he encontrado), sino que me haré responsable de la que tengo por asumible en estos momentos. Se trata, genéricamente, de un conocimiento que va resultando de la investigación sistemática acerca de los procesos de aprendizaje, que son mediados por estímulos de naturaleza educativa (tanto en sus dimensiones neuro-cognitivas como socio-afectivas) y que propulsan la vertebración de un marco teórico desde el que derivar principios de acción educativa y estrategias de intervención susceptibles de optimizar las posibilidades de crecimiento humano en una comunidad. Es, por lo tanto, un tipo de conocimiento que, lejos de agotarse en preceptos o dispositivos instrumentales (métodos, técnicas,…), incluye el discernimiento crítico (compromiso reflexivo) sobre modos de pensar y actuar, a fin de favorecer el mejor desarrollo de las potencialidades de niños, jóvenes y adultos en unas determinadas coordenadas de vida.

Es precisamente la transformación o, si se prefiere, la reinvención a la que se ve abocada la universidad, lo que merece la toma en consideración de un conocimiento pedagógico (Fanghanel, 2009), pensando en el aprendizaje de los estudiantes aunque no menos que en el de los profesores, que son quienes, contando con la experiencia, han de saber interpretar y ordenar la vida intelectual y relacional en las aulas, con criterio de flexibilidad y de calidad interactiva, con la brújula puesta en dirección a la potenciación de la autonomía, del pensamiento crítico y de la capacidad para tomar decisiones ante situaciones problemáticas.

En la práctica cotidiana que deseamos transformar, apelando a unas afortunadas palabras de Margalef y Álvarez (2005: 63) es donde, efectivamente, se necesita de una reflexión sobre la propia práctica fundamentada en la generación del conocimiento pedagógico y en la construcción cooperativa de ese conocimiento. Esto, claramente, exige el aval de una perspectiva educativa en torno a la universidad, a su vez necesitada de un profesorado consciente de tal visión, al margen o con independencia de los parámetros académicos de su actividad. Digamos, como ejemplo, que pocas son las voces que se atreven a defender los programas de doctorado como garantes de una competencia pedagógica de los profesores universitarios del futuro. Incluidos, sin duda, los aspirantes a un doctorado en educación (Ehrenberg y Kuh, 2009).

Conviene, pues, avanzar en el análisis y evaluación de la formación pedagógica del profesorado universitario, máxime ante la inseguridad dominante en el panorama de una institución tensionada por la búsqueda de nuevos equilibrios en los formatos docentes de su personal académico. Ocasiones para comprobarlo no faltan en oportunas revisiones que se han publicado, ya en el nuevo siglo, por revistas de acrecentada audiencia en educación, también en la universidad (en España, Educación XX1, Revista Española de Pedagogía, Revista de Educación, o Bordón, entre otras; y Higher Education, Studies in Higher Education, o Journal of Higher Education, en el panorama internacional).

Son legión los trabajos que, pese a su variada metodología, confluyen en destacar la importancia de equilibrar la formación pedagógica con la formación específica de un campo de conocimiento, junto a la implicación de los equipos directivos y la comunidad universitaria (proceso de institucionalización), o la cooperación y reflexión conjunta entre colegas. Lo bueno del caso es que se trata de puntos que, lejos de estorbar, son de enorme ayuda en la comprensión de la formación pedagógica como elemento de desarrollo profesional en la universidad. Y, pese a todo, paradójicamente, las dudas siguen sembrando o alimentando la incertidumbre.

Por cierto, hablando de incertidumbres, pocos como Barnett (2002) han sabido resumir las que afectan, sobre todo, a los profesores universitarios que se encuentran en los inicios de su andadura académica. Son tres. La primera es la sensación de vivir en una realidad donde los desafíos no dan tregua (algo que no sorprende demasiado en una época de supercomplejidad). La segunda alude a la propia enseñanza que llevan a cabo, generadora de una conciencia de esa incertidumbre tan presente en nuestro tiempo. Y la tercera refiere la propia situación pedagógica, de algún modo obligada a mostrar al alumnado las características de tal incertidumbre. Sería poco creíble intentar esa concienciación ofreciendo situaciones de aprendizaje absolutamente predecibles. Es el signo de un tiempo en que, recordando a Morin (2000) hay que aprender a dialogar con la incertidumbre. Otra cosa será pensar si cabe y cómo hacer operativa una gestión pedagógica de la misma.

Es sobradamente conocido que la competencia científica en un ámbito de realidad no es sinónimo invariable de competencia pedagógica suficiente en el mismo, y ya no digamos si la defensa del primer tipo (eje científico) se hace porque de ella depende, en exclusiva, la preparación de las nuevas cohortes de egresados en ese campo de conocimiento.

Ambas competencias confirman el arco de bóveda, o sea, van de la mano con los mejores profesores universitarios, justo los que tendrían que liderar planes y programas dirigidos a la formación de docentes noveles, creando espacios compartidos en los campus y solicitando marcos diáfanos de reconocimiento institucional en las condiciones de acceso y promoción a plazas docentes, evitando los peores signos de una burocratización organizativa, que solo cuantifica méritos protocolizados y apenas premia el compromiso con la cultura y el cuidado personal de los alumnos.

Aun así, las instituciones de educación superior han de saber clarificar qué criterios de excelencia docente abren las puertas a una legítima promoción académica en su seno (Escámez, 2013). Lo que se puede pedir a las universidades es un nivel suficiente de consistencia en su proceder institucional. Sin reconocer la buena docencia, pedagógicamente validada, lo demás es palabrería, asimetría moral o, más paladinamente, falta de respeto a sus mejores profesores.

Indagar en los efectos de la preparación pedagógica del profesorado universitario

Tal vez haya llegado el momento de llevar a cabo más estudios sobre los efectos de la preparación pedagógica del profesorado universitario en las distintas áreas del saber científico. Un ejemplo de tales implicaciones lo han comunicado Postareff, Lindblom y Nevgi (2007) desde la Universidad de Helsinki.

Para ello, contrastaron enfoques centrados en el profesor (al que son más propensos los docentes de las llamadas “hard sciences”) vs. enfoques centrados en el estudiante (en el que se incluyen más profesores de las rotuladas como “soft sciences”. Lo que querían saber es, justamente, si la formación pedagógica llevada a cabo, a través de una batería de cursos, en la universidad de la capital finlandesa, alentaría un cambio desde el primero al segundo de los enfoques.

Y lo que resultó es que, en efecto, ese cambio es posible por más que sea lento y precise de apoyos. Solo después de un año de formación pedagógica, los profesores (en su mayoría, pertenecientes a las ciencias duras) reconocían un paulatino tránsito –no contundente– hacia un enfoque más centrado en el estudiante, para cuyo asentamiento y estabilidad se necesita de la institución y de experiencias exitosas a cargo de colegas cercanos en el área. Condición no definitiva, pero sí de meridiana incidencia en el alivio de las firmes resistencias al cambio.

Desde luego, un examen exhaustivo de los planes de formación e innovación docente en las universidades de nuestro país debería servir para considerar en serio la activación de incentivos académicos por la vía –ya existente pero más asociable a un dimensionamiento estratégico– de impulsar la creación de grupos de innovación docente en la universidad. Se necesitaría, por supuesto, un marco de evaluación acerca de su efectivo desarrollo y beneficios posibles, que bien podría perfilarse de modo paralelo al que sí ha recibido luz verde, a saber, el tocante a los grupos de investigación, repensando procedimientos de gestión interna y consensuando los más genuinamente vinculados a agencias externas, públicas o privadas.

¿Quién va a hacer por nosotros el reclamo de una formación pedagógica para el profesorado universitario del futuro? ¡Ya está bien de complejos en la pedagogía, incluida la universitaria! Además, los hechos muestran que no estamos, ni estaremos, solos en la demanda si lo hacemos con mesura y convicción (ética profesional) de su efectividad, aportando estudios comparados y recomendaciones nítidas sobre cómo planificarla y adaptarla de acuerdo a compromisos de política educativa en las universidades, coherentes con su misión y visión en una era global (Richardson, 2016; Santos, 2013a).

Uno de los desafíos, sin duda, pasa por el apoyo a la innovación educativa en las instituciones de educación superior, pero no a la ligera, esto es, confundiendo innovación educativa con simples modificaciones de formato explicativo de una materia en el aula. Lo han advertido Margalef y Álvarez (2005), al denunciar las vías de salida fácil ante el frecuente antagonismo entre el contexto de formación y aquel en el que los docentes han de aplicar sus conocimientos. Se trata, aún con buena intención, de aparentar innovación cuando lo único que preocupa es introducir soportes y recursos tecnológicos para diseñar materiales atractivos, sin cuestionarse las formas en las que se genera y se selecciona el conocimiento (la cultura ha de aparecer en ese análisis), las finalidades que nortean la enseñanza y los principios procedimentales que informan un buen desempeño docente.

Que la formación pedagógica del profesorado universitario importa, y es útil, lo dicen bien a las claras estudios centrados en la calidad del proceso de aprendizaje que desarrollan o afianzan los estudiantes en muchas aulas de la educación superior, aquende y allende. En tal línea de interés, el eje metodológico que media la satisfacción del alumnado marca determinadas diferencias pedagógico-didácticas en cómo se diseña, se realiza y/o se evalúa la acción docente, lo cual no deja de tener una considerable influencia en la habilitación de los futuros profesionales. Así lo aprecian egresados y agencias económicas (Observatorio de Empleabilidad y Empleo Universitario, OEEU, 2016).

Recientemente, Martínez (2017) pedía la reanudación del trabajo iniciado por la Comisión para la Renovación de las Metodologías Educativas en la universidad, que ya en 2006 (con el EEES en marcha) había presentado un informe sobre el tema, contando con la colaboración de la Cátedra Unesco de gestión y política universitaria en la Universidad Politécnica de Madrid y la participación de un total de cincuenta y cinco (55) universidades.

Fácil es de imaginar la orientación de ese documento en cuanto a propuestas, sustancialmente coincidentes con los datos, poco alentadores, hechos públicos por ANECA (2007), y en el que se daba cuenta de lo que pensaban más de cinco mil estudiantes sobre el proceso de aprendizaje que habían protagonizado en la universidad. Con ánimo de síntesis, el predominio de los clásicos enfoques centrados en el profesor eran un hecho, en detrimento de planteamientos más activos y centrados en el aprendizaje discente, o de los puntos de vista favorables a que los profesores universitarios podamos aceptar responsabilidades comunitarias.

Esto nos recuerda el sustrato motivacional que se esconde en actitudes docentes fijas o clausuradas en torno a un enfoque cerrado de cómo plantear y realizar su docencia universitaria. Así, apelando a lo que proclamaba Bain (2006: 194), citando precisamente la perspectiva de una destacada investigadora de la motivación humana (Dweck, 1986), los profesores convencidos de que enseñar es principalmente transmitir contenidos, tal vez piensen que el éxito depende de rasgos inmutables de la personalidad sobre los que tienen poco control (algo así como que hay personas que nacen buenos docentes). Pero, concluía, debido a que otras personas la conciben como fomento del aprendizaje llegan a creer que si entienden mejor a los estudiantes, y se percatan de la verdadera naturaleza del aprendizaje, pueden crear entornos más fructíferos para el mismo.

Calidad pedagógica del profesorado en la universidad del futuro

Precisamente, la calidad del profesorado en la universidad del futuro dependerá, entre otros factores, del interés que los docentes muestren por conocer detalles sobre lo que es, como germina y crece, o que dimensiones se implican en una visión completa, holística, del aprendizaje.

Pero antes de hacerse con esa visión comprensiva, lo normal es que el profesorado universitario se acostumbre al uso de metodologías innovadoras centradas en el aprendizaje, que resultan en la mejora de las estrategias de aprendizaje por parte de los alumnos dada su incidencia positiva en las calificaciones (Gargallo et al., 2014; Gargallo, 2017). Al emplear estrategias de aprendizaje se va afirmando una disposición inteligente en su afán de entender y resolver problemas. Las estrategias son procesos, citando a Quesada, Fernández, y Gairín (2017), que ayudan a desarrollar una tarea de aprendizaje y adquirir el conocimiento necesario para ir superando cada fase.

Incluso en términos neurocientíficos y cognitivos hay que saber que el aprendizaje modula y aún puede llegar a cambiar la estructura física del cerebro. Su organización funcional y la mente resultan enriquecidas con buenas experiencias de aprendizaje, de las que resultan patrones de desarrollo y maduración, que pueden ayudar a elevar el valor de la auto-formación en un mundo saturado donde los estudiantes universitarios pueden acceder a las mismas fuentes de información que sus docentes (a veces, bastante más).

Lo que se precisa, sin embargo, es disponer de profesores que trabajen con sus estudiantes formas de convertir la información en conocimiento, y este –como decía Morin (2000)– en sabiduría, o en actitud de búsqueda sin término (Jover y González, 2013), desde el análisis situado de aquella y el otorgamiento de sentido (Sancho Gil, 2010). De ahí la necesidad de cautelas ante lo que se ha rotulado como “capitalismo del conocimiento”, significando los excesos de la razón económica en la universidad. No dejemos de preguntar, y preguntarnos, como sería posible aspirar a un mundo mejor si las universidades abandonaran su clásico anhelo de promover sabiduría (Barnett, 2012).

Hemos de transitar, pues, recogiendo las palabras de Gibbons et al. (1997), desde un modo 1 (newtoniano) a un modo 2 de producción del conocimiento, más dado a reinterpretar las normas científicas en función de la aparición de nuevos problemas vinculados a situaciones reales, por lo que asumiría más fácilmente la colaboración entre la comunidad científica y los usuarios como guías de actuación, decisión que afectaría a las vías y/o medios de publicitar procesos y resultados de investigación, algo más indispensable, si cabe, en la buena investigación educativa a fin de apurar una mayor visibilidad de sus propuestas y recomendaciones en relación con los problemas que angustian a profesionales, comunidades y sociedad civil en general.

Tengamos muy presente que el saber está asociado a formas y estrategias de aprendizaje, pero no únicamente en abstracto (el qué). Importan, y mucho, el saber cómo, el por qué y para qué, pues los sujetos han de aprender lo que hay de valioso en los contenidos académicos, ya que es menester representar y explicar el mundo real, al que se espera que transfieran gradualmente sus conocimientos según patrones de acción reflexiva, y poder así regenerarlos, ampliarlos o modificarlos.

Este es un punto crucial y al que la investigación educativa en sede universitaria viene haciendo continuas aportaciones, solicitando una mayor vertebración de partenariados externos con los que articular aprendizajes más centrados en la práctica, en la elaboración de proyectos, y en la resolución de problemas. El aprendizaje-servicio puede constituir una oportunidad como metodología innovadora en la educación superior, susceptible de expresar y alentar un recorrido pragmático del conocimiento pedagógico en la universidad (Santos, Sotelino, y Lorenzo, 2015).

Estamos en línea con lo que afirma Michavila (2017) en el sentido de que lo que ha venido distinguiendo la formación universitaria española respecto de la de otros países europeos avanzados (lo recoge, asimismo, el informe Reflex, hecho público por ANECA, 2007) es que la adquirida en nuestro país ha sido siempre buena pero muy teórica, menos aplicada y más interesada en una acumulación excesiva de conocimientos. Y lo explica apelando (no sin cierta simplicidad) al menor coste de las enseñanzas teóricas, sin reparar en algo más sustantivo como es la histórica falta de confianza y, por tanto, de cómplices partenariados, de lazos efectivos, entre la universidad española y la sociedad civil.

Horizontes pedagógicos en la universidad

La preparación y efectividad pedagógica del profesorado contribuirá también a elevar la reputación y el prestigio de las universidades en el futuro, como ya está ocurriendo en instituciones –tanto públicas como privadas– sensibles al efecto fidelizador de determinadas prácticas docentes innovadoras (un ejemplo que, seguramente, muchos lectores recordarán es el efecto que tuvo el “método del caso” en universidades de clase mundial) y a la creación de gabinetes o servicios de orientación y asesoramiento educativo, que en colaboración con centros y departamentos tratan de impulsar la tutoría, una dimensión al alza en los propósitos renovadores de la educación superior: ayudar al alumno en el estudio, modulando su carácter si fuera preciso, acompañándolo en tomas de decisión académica y preprofesional (Michavila y García, 2003).

Se trata de una función pedagógica que realizan con gran tacto los buenos profesores universitarios, pero que no debe hacerse, en palabras de Jiménez (2017), como es el caso en los niveles obligatorios del sistema educativo. Tengamos en cuenta que los estudiantes universitarios han llegado a la mayoría de edad y ya han superado pruebas de acceso para estar donde están, además de poseer destrezas y conocimientos generales y específicos, incluido el dominio tecnológico y comunicacional en red, de modo que los imaginarios tutoriales de futuro habrán de reinventarse con imaginación y funcionalidad administrativa en el seno de la Academia y de las instituciones socioeconómicas y culturales, vinculadas o no a la universidad.

Una prueba de cómo se tiene representado tal función es la asociación que se hace, cuando la selección de casos es atinada, con perfiles de excelencia docente. Un referente de la literatura sobre el tema lo dejaba bien claro: “todos los profesores que elegimos para colocarlos bajo nuestro microscopio pedagógico habían logrado un gran éxito a la hora de ayudar a sus estudiantes a aprender, consiguiendo influir positiva y sostenidamente en sus formas de pensar, actuar y sentir” (Bain, 2006: 15).

En similar línea y a diferencia de lo que acontece en universidades y/o centros de educación superior con destacada reputación en el “mercado académico”, las universidades públicas deberán esforzarse más en acompañar o, si se prefiere, cuidar el proceso de posgraduación de los estudiantes, dando continuidad a las mencionadas dinámicas tutoriales, con las oportunas adaptaciones o poniendo en marcha dispositivos informativos y relacionales en direcciones varias.

Al expresar la utilidad de un enfoque tutorial basado en la comunicación más directa, incluso informal, con los estudiantes, lo que hacemos es poner sobre la mesa la necesidad de una mayor cercanía profesorado-alumnado pues sabemos, por experiencia propia (Santos y Lorenzo, 2007) y ajena (Pascarella y Tewrenzini, 1991), que las relaciones amistosas bien gestionadas son un factor que puede influir en el grado de implicación y de los gradientes motivacionales de los estudiantes universitarios.

Consiguientemente, parapetarse en el número de alumnos para no incorporarnos a esa vía de rodaje universitaria apenas se sostiene, máxime cuando la media de estudiantes por profesor en nuestras universidades es de las más bajas entre los países europeos y también de la OCDE. Es claro que cualquier desglose de las cifras mostrará considerables diferencias entre las grandes áreas disciplinares, pero aún en una etapa tan crítica como la que estamos viviendo, ese valor medio era en 2014 de trece (13), frente a una media de veintidós (22) en la UE y de diecisiete (17) en el club de naciones que forman la OCDE (Michavila, 2017).

Dicho telegráficamente: en el futuro, ningún alumno sin tutor, sin alguien que se haga cargo de su persona y su proceso de autodeterminación, en palabras de Esteban (2013: 238), dando sentido a una acción tutorial que vaya más allá de una simple orientación académica, esto es, que se adentre en cuestiones cívicas y profesionales del estudiante. Y sin olvidar los programas de mentoría en la universidad del futuro, pues se ha evidenciado ya que también pueden formar parte de la gran hoja de ruta pedagógica hacia el porvenir de la educación superior (Sánchez y Mayor, 2006).

Aun a riesgo de ser recurrente, nuestra convicción es que la formación pedagógica del profesorado que haya de ejercer en la educación superior del futuro es condición necesaria para visibilizar dinámicas de calidad perfectamente evaluables en términos cuantitativos y cualitativos. Creemos que esos planes de desarrollo educativo pueden aportar un suplemento de energía motivacional a los esfuerzos de la institución y del personal académico en el cumplimiento o satisfacción de sus expectativas personales y sociales.

Pero las expectativas de crecimiento personal y profesional del profesorado universitario no son ajenas a la confianza que hayan depositado en la propia institución, lo cual tiene que ver con dimensiones racionales (cognitivas), pero también con valores y creencias que implican dimensiones no racionales, esto es, afectivas, de los docentes, sin duda presentes en enfoques y prácticas de enseñanza. Se entiende, pues, que esa percepción de posibilidades se haya vinculado al concepto de “horizontes”, bastante arraigado en esferas filosóficas como la fenomenología y la hermenéutica.

Se trataría de introducir en la educación superior “teaching horizons” (Barnett y Guzmán-Valenzuela, 2017) que, estando latentes en las concepciones, enfoques y prácticas docentes, son modulados, no obstante, en función de variables espacio-temporales, sin perder nunca de vista la manera en que entran en juego elementos estructurales, condicionando las gramáticas (pedagógicas) del aprendizaje en la universidad. Horizontes que los referidos autores nominan en clave personal, reflexiva, estructural, y de proyecto (academic’s teaching project) pedagógico, sugiriendo interesantes lecturas y discursos a base de metáforas útiles en la enseñanza universitaria.

Para concluir

En este artículo hemos pretendido responder, desde luego no exhaustivamente, a la pregunta ¿qué será del conocimiento pedagógico en la universidad del futuro? No referimos la posibilidad de que los estudios de educación, en sus distintas titulaciones académicas, puedan ver cuestionada su presencia y reglado desarrollo en lo más alto del sistema, por más que deban permanecer alerta ante tanto líder supremo de la ciencia como hay dentro y fuera de los campus. Tampoco se ha tratado de hacer juegos de palabras o filosofía del lenguaje educativo a fin de aderezar interpretaciones añejas de la calidad docente en el ámbito universitario.

Lo que nos tiene animado aquí es, sencillamente, tratar de situar en perspectiva las coordenadas de una formación del profesorado para las instituciones de educación superior del futuro, teniendo en cuenta, más allá de las apariencias, la indefinición con la que continúa manejándose tal asunto en el interior de las mismas. Las mejores universidades del mundo (Harvard, Oxford, Stanford,…) se están percatando, de un tiempo a esta parte, que a su buena reputación investigadora han de sumar, sin demora, una magnífica reputación docente, basada en la consideración de activos pedagógicos para sus guías y programas de formación.

Aún reconociendo los tímidos avances que, en desigual proporción, han tenido lugar a la sombra del Espacio Europeo de la Educación Superior, favoreciendo puntajes con los que abonar carpetas de presentación curricular en convocatorias de plazas docentes o posibilidades de acreditación promocional, es lo cierto que el proceso de aprendizaje de los estudiantes (verdadero leit motiv de la formación universitaria) continúa gestionándose y, por supuesto, evaluándose según rutinas convencionales, y no tanto mediante un enfoque competencial informado por criterios pedagógicamente solventes, susceptibles de vertebrar y articular dinámicas de innovación educativa, traducibles en mayores y mejores niveles de implicación de los estudiantes en su propio aprendizaje, incluyendo el mismo aprendizaje informal en distintas situaciones y contextos, que hoy se ve apreciado por sus lazos o extensiones laborales.

Estamos persuadidos de que el conocimiento pedagógico válido en la universidad del porvenir poco o nada tendrá que ver con fórmulas didácticas decimonónicas o ritualmente invocadas al uso de los viejos movimientos alternativos. Tal conocimiento no se basará solo en compendiar técnicas y/o estrategias que ofrecer al cuerpo docente en aras al logro de gradientes motivacionales y niveles de implicación del alumnado en las tareas asignadas.

Y aunque el construccionismo social puede que siga siendo el faro paradigmático del cambio sostenible en cuanto a ideas y principios sustantivos capaces de fecundar la innovación en la educación superior, su deriva pragmática hacia nuevos patterns de conocimiento pedagógico será el resultado de operaciones en red y a través de las redes (entornos de aprendizaje al alza) por parte de estudiantes y profesores conscientes de que la calidad de los procesos de aprendizaje en y para un mundo global supone inteligencias y capacidades interactivamente optimizables en torno a la resolución de problemas y el diseño de proyectos en el que las destrezas interculturales marcan ya diferencias de valor añadido (Jones, 2013).

No creemos en la tecnología como el gran poder redentor de la calidad pedagógica en la universidad de las próximas décadas. De su influencia sería ingenuo e irresponsable dudar porque estará presente (ya lo hace) en cualquier actividad o iniciativa de interés estratégico. No puede ni debe ser de otro modo. Pero la tecnología es un medio, lo sofisticado que se quiera, pero un medio y no un fin. El fin no es otro que la formación de personas educadas, con criterio, cívicamente dispuestas y comprometidas en la defensa de valores asociados a la convivencia de gentes y pueblos. Las buenas universidades están insertas en democracias sólidas, las únicas que garantizan comunidades libres, y por ello han de contribuir sin descanso al fortalecimiento de las conexiones entre los campus y las organizaciones sociales (Santos, 2013b).

Prospectivamente hablando, necesitamos que los profesores se vean a sí mismos como personas deseosas de seguir aprendiendo, que trabajan y contribuyen al desarrollo de personas con creencias, motivos, actitudes, y también prejuicios. De la forma en que se acerquen a sus alumnos dependerá en buena medida su éxito. No olvidemos que calidad y calidez van juntas cuando se organizan interacciones cooperativas en pos de efectivas interlocuciones cognitivo-afectivas al servicio del aprendizaje, junto a su potencial beneficio sobre el capital social y profesional de los estudiantes. Es urgente, por ello, que las universidades promuevan iniciativas de encuentro entre sus profesores, centradas en el desarrollo de la reflexión como pauta de mejora docente. En pocas palabras, lo que algunos echamos de menos es una nueva bildung universitaria.

La formación pedagógica de los futuros profesores universitarios ha de hacerse desde la ciencia de la educación, que también alcanza a la educación universitaria. Es la fundamentación científica de la pedagogía universitaria la que ha de mandar en cualquier toma de decisiones. De ahí la enorme importancia de apoyar programas y proyectos de investigación educativa, metodológicamente solventes, cuyo epicentro resida en la búsqueda de consistencias acerca de cómo optimizar el aprendizaje en nuestras universidades. Teniendo muy claro que la formación pedagógica es más, mucho más, que la simple aplicación de técnicas y recursos instrumentales.

Solo desde la racionalidad científica, que no es fija ni inmutable, se puede facilitar el progreso de la racionalidad dialógica en las aulas y los laboratorios de nuestros centros y departamentos universitarios (los seres humanos, como decía el recientemente fallecido Karl-Otto Apel, se hacen desde el diálogo). Naturalmente que hay procesos de aprendizaje en cualquier área o ámbito de trabajo universitario al margen de estrategias que alimenten el diálogo, haciendo uso del contraste e incluso de la controversia, pero otra cosa es avalar sin más que la calidad del proceso de aprendizaje humano –también en la universidad– sea un hecho desconectado del encuentro, de la interacción pedagógicamente estructurada según patrones de acción y reflexión acordes con lo que hoy sabemos acerca de cómo se genera y/o se (re)construye el aprendizaje, proceso que es siempre individual pero cuyas condiciones de soporte y optimización son de naturaleza social. Un detalle crucial que no deberíamos pasar por alto.

Bibliografía

Bain, K. (2006). Lo que hacen los mejores profesores universitarios. Valencia: Publicaciones Universidad de Valencia.

Barnett, R. (2002). Claves para entender la universidad en una era de supercomplejidad. Madrid: Pomares.

Barnett, R. (Ed.). (2012). The future university: ideas and possibilities. New York: Routledge.

Barnett, R., y Guzmán-Valenzuela, C. (2017). Sighting horizons of teaching in higher education. Higher Education, 73, 113-126.

Dweck, C. S. (1986). Motivational processes affecting learning. American Psychologist, 41, 1040-1048.

Ehrenberg, R. G., y Kuh, C. V. (Eds.). (2009). Doctoral education and the faculty of the future. Ithaca, New York: Cornell University Press.

Escámez, J. (2013). La excelencia del profesor universitario. Revista Española de Pedagogía, 254, 11-27.

Esteban, F. (2013). El profesor universitario y su quehacer docente: la perspectiva comunitarista. Revista Española de Pedagogía, 255, 227-242.

Esteban, F., y Román, B. (2016). Quo Vadis, Universidad? Barcelona: UOC.

Fanghanel, J. (2009). Pedagogical constructs: socio-cultural conceptions of teaching and learning in higher education. Saarbrücken: VDM Verlag.

Gargallo, B. (Coord.). (2017). Enseñanza centrada en el aprendizaje y diseño de competencias en la Universidad. Valencia: Tirant lo Blanc.

Gargallo, B. et al. (2014). Metodología centrada en el aprendizaje. Su impacto en las estrategias de aprendizaje y en el rendimiento académico de los estudiantes universitarios. Revista Española de Pedagogía, 259, 415-435.

Gibbons, M. et al. (1997). La nueva producción del conocimiento: la dinámica de la ciencia y la investigación en las sociedades contemporánea. M. de la Selva: Pomares-Corredor.

Hacker, A., y Dreifus, C. (2011). Higher education. How colleges are wasting our money and failing our kids, and what we can do about it. New York: St. Martin’s Griffin.

Hénard, F., y Roseveare, D. 2012). Fostering quality teaching in higher education: policies and practices. Paris: OCDE.

Jiménez, J. (2017). La docencia en la educación superior. Cuadernos de Pedagogía, 476, 42-45.

Jones, E. (2013). Internationalization and employability: the role of intercultural experiences in the development of transferable skills. Public Money and Management, 33(2), 1-10.

Jover, G., y González, J. L. (2013). Recreación del EEES en el horizonte de la sociedad de la sabiduría: hacia un nuevo escenario docente. Teoría de la Educación (TESI), 14(3), 5-24.

Kamenetz, A. (2010). Edupunks, edupreneurs, and the coming transformation of higher education. White River, VT: Chelsea Green Publ. Co.

Margalef, M., y Álvarez, J. M. (2005). La formación del profesorado universitario para la innovación en el marco de la integración en el EEES. Revista de Educación, 337, 51-70.

Michavila, F. (2017). El perfil del buen profesor. Cuadernos de Pedagogía (Monográfico sobre la docencia en la educación superior), 476, 60-66.

Michavila, F., y García, J. (Coords.). (2003). La tutoría y los nuevos modos de aprendizaje en la universidad. Madrid: Comunidad y Cátedra Unesco de la Universidad Politécnica de Madrid.

Morin, E. (2000). La mente bien ordenada. Repensar la reforma. Reformar el pensamiento. Barcelona: Seix Barral.

Observatorio de Empleabilidad y Empleo Universitario (2016). Barómetro de empleo y empleabilidad de los universitarios en España 2015. Recuperado de http://datos.oeeu.org.

Pascarella, E. T., y Terenzini, P. T. (1991). How college affects students. A third decade of research. Hoboken, N.J.: Jossey-Bass.

Postareff, L., Lindblom, S., y Nevgi, A. (2007). The effect of pedagogical training on teaching in higher education. Teacher and Teacher Education, 23(5), 557-571.

Quesada, C., Fernández, M., y Gairín, J. (2017). ¿Cómo aprende el profesorado universitario español? Comprendiendo el uso de estrategias de aprendizaje. Revista de Educación, 376, 135-162.

Richardson, S. (2016). Cosmopolitan learning for a global area: higher education in an international world. London: Routledge.

Sánchez, M., y Mayor, C. (2006). Los jóvenes profesores universitarios y su formación pedagógica. Claves y controversias. Revista de Educación, 339, 923-946.

Sancho Gil, J. M. (2010). El sentido del cambio. Cuadernos de Pedagogía, 403, 38-42.

Santos, M. A. (Ed.). (2013a). Cosmopolitismo y educación. Aprender y trabajar en un mundo sin fronteras. Valencia: Brief.

Santos, M. A. (2013b). ¿Para cuándo las universidades en la agenda de una democracia fuerte? Educación, aprendizaje y compromiso cívico en Norteamérica. Revista de Educación, 361, 565-590.

Santos, M. A., y Lorenzo, M. (2007). Universidade e construcción da sociedade civil. Vigo: Edicións Xerais.

Santos, M. A., Sotelino, A., y Lorenzo, M. (2015). Aprendizaje-servicio y misión cívica de la universidad. Una propuesta de desarrollo. Barcelona: Octaedro.

Välmaa, J., y Hoffman, D. (2008). Knowledge society discourse in higher education. Higher Education, 56, 265-285.

Wildavsky, B. (2011). The great brain race. How global universities are reshaping the world. Princeton, N. J.: Princeton University Press.

Zabalza, M. (2003). Competencias docentes del profesorado universitario. Madrid: Narcea.

Zabalza, M., Cid. A., y Trillo, F. (2014). Formación docente del profesorado universitario. El difícil tránsito a los enfoques institucionales. Revista Española de Pedagogía, 257, 39-54.