Edetania. Estudios y propuestas socioeducativos.

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LA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA CONTRA LA POBREZA.
UNA NUEVA CULTURA A LA LUZ DE LA ENCÍCLICA “LAUDATO SÍ”

 

University Education Against Poverty.
A New Culture in Light of the “Laudato si” Encyclical




José Alfredo Peris Cancioa y Juan Escámez Sánchezb

a Instituto Universitario de Teoría de la Educación. Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir.

Correspondencia: Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir. Instituto Universitario de Teoría de la Educación.
Calle Guillen de Castro, 94. 46001 Valencia. España.

E-mail: jalfredo.peris@ucv.es

b Instituto Universitario de Teoría de la Educación. Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir.

 

Fechas de recepción y aceptación: 5 de septiembre de 2016, 31 de octubre de 2016

Resumen: La lucha contra la pobreza exige por parte de las comunidades universitarias un esfuerzo de reflexión filosófica, que se encuentre a altura del reto que supone ese mismo objetivo. La filosofía permite la verdadera educación de adultos. Para enfocar adecuadamente el problema de la pobreza resulta necesario partir de la dignidad humana y sus derechos, tal y como aparecen en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es necesario recordar que el sentido de tal pronunciamiento remite a su universalidad y al no sometimiento de la dignidad de las personas a las políticas de los Estados. La lógica de los derechos humanos implica concebir el desarrollo como un derecho humano de contenido variable, en el que enfoques como el de las capacidades verdaderamente respeten la dignidad concreta de las personas y sus comunidades, y su camino propio de desarrollo. Esa visión de los derechos humanos y del desarrollo reivindican una filosofía de la cultura que incida en una ecología integral, tal y como la ha presentado el papa Francisco en la Encíclica Laudato Sí’. Las comunidades universitarias deben ejercer su responsabilidad de promover un desarrollo digno del ser humano que enfrente los problemas ecológicos y sociales con pleno respeto al valor de las personas y las comunidades que sufren la pobreza.

Palabras clave: filosofía, educación de adultos, dignidad humana, derechos humanos, pobreza, desarrollo humano integral y sostenible, ecología integral, filosofía de la cultura, conexión.

 

Abstract: The fight against poverty demands from the university communities an effort of philosophical reflection, which is up to the challenge of the same objective. Philosophy allows true adult education. In order to properly address the problem of poverty, it is necessary to start with human dignity and its rights, as they appear in the Universal Declaration of Human Rights. It is necessary to remember that the meaning of such pronouncement refers to its universality and the non-submission of the dignity of the people to the policies of the States. The logic of human rights implies conceiving development as a human right with a variable content, in which approaches such as capabilities truly respect the concrete dignity of people and their communities, and their proper path of development. This vision of human rights and development calls for a philosophy of culture that focuses on an integral ecology, as presented in Pope Francisco in the Encyclical Laudato Si. The university communities must exercise their responsibility to promote a decent development of the human being that faces the ecological and social problems with full respect for the value of the people and the communities that suffer the poverty.

Keywords: philosophy, adult education, human dignity, human rights, poverty, integral and sustainable human development, integral ecology, philosophy of culture, connection.

1. Introducción

La educación universitaria se diferencia de todos los tramos educativos que le preceden en que se trata de un momento en el que el saber se elabora y se transmite con perfecto conocimiento de su provisionalidad (Escámez, 2013a). En el lenguaje clásico esto formaba parte del carácter intrínseco de la institución universitaria como buscadora de la verdad. Lo que de un modo irreflexivo puede suscitar un cierto rechazo por dogmático o fundamentalista –hablar de la verdad–, en realidad debe promover la actitud contraria: si somos buscadores de la verdad necesariamente estamos confesando con humildad que los saberes hasta ahora conseguidos no han alcanzado una meta tan excelsa (Llano, 1991).

No se trata de una modestia falsa: es una constatación irrefutable y al mismo tiempo un reto. Quizás lo primero sea más aceptado que lo segundo: ¿podemos aceptar como reto lo que hasta ahora nos parece inalcanzable? O incluso, ¿no es mejor no plantearse metas tan altas para no caer en el fanatismo en el que algunos incurren cuando las enuncian? En primera persona, enunciar que no he alcanzado la verdad y que no tengo muchas posibilidades de poder presentar mis ideas como expresión de la misma, resulta una actitud realista que no puede merecer más que aprecio, o, al menos, respeto. Pero no ocurre lo mismo cuando la enunciamos conjugándola con las demás personas verbales, y decimos que los demás tampoco pueden alcanzar la verdad, que sus intentos van a ser irremediablemente infructuosos. ¿No estaríamos ante una impostura inasumible? ¿No podría ser esta una matriz de incontables injusticias? ¿Quiénes somos nosotros para realizar con justicia enunciados de este tipo?

Creemos que se trata de un matiz decisivo para la misión de la educación universitaria en la actualidad, y que es deudor de la visión de un filósofo de nuestros días, Stanley Cavell (2010), cuando considera que la filosofía es educación de adultos. Probablemente la primera misión de la formación universitaria sea suscitar una educación que sin duda tiene la misión de revisar cuanto hasta ahora se ha tenido por conocimiento, no para dar por sentado que sólo es aceptable dudar de todo, sino que la duda nos sirve para derribar todo aquello que estorba en el libre ejercicio de la búsqueda de la verdad.

Y se trata de un enfoque que se reclama de modo ineludible para hacerse cargo del problema de la pobreza en el mundo (Escámez, García, & Pérez, 2003). En efecto, se trata de proceder de manera que no se nos pueda acusar de crear falsa expectativas allí donde se encuentra concentrado el dolor y el drama de nuestros días, en la medida que nunca como ahora somos conscientes de que podemos actuar mejor frente a la miseria en la que viven un número elevado de nuestros semejantes.

¿No debería hoy la educación de adultos ser cada vez más consciente del drama del escepticismo en el que lleva nuestra cultura viviendo desde los siglos por los que se cuenta la Edad Moderna? (Cavell, 2003) ¿Y no le convendría al mismo tiempo asombrarse acerca de que una cultura que limita radicalmente las posibilidades de conocimiento pretenda ser al mismo tiempo la propulsora de un ideal moral capaz de erradicar la pobreza en el mundo, como es el de la extensión universal de los derechos humanos?

Al plantear esto estamos proponiendo, junto a muchos otros, que la escisión entre una razón teórica limitada a los logros de la ciencia y una razón práctica capaz de proyectar hasta el final –en expresión kantiana– un reino de los fines, una articulación compatible de las más altas aspiraciones de la libertad y la igualdad humanas, debería considerarse sólo una de las posibilidades filosóficas de nuestros días, pero probablemente sin ninguna credencial de seguridad de estar respondiendo suficientemente a lo que podemos aspirar en nuestro conocimiento y en nuestra acción humana.

La filosofía del siglo xx y la del presente con frecuencia se ha expresado así, y corrientes como la fenomenología, la hermenéutica, el personalismo filosófico, la filosofía del lenguaje postwittgensteniana, o la filosofía de la razón vital, entre otras, han buscado nexos entre la dimensión teórica de la filosofía y su vertiente práctica1. Esto ha permitido que la filosofía de la cultura o de la técnica vaya ocupando cada vez un espacio más amplio, del que no es ajeno la propia reflexión sobre la educación (Choza, 2013).

Sin embargo, ese proceder de las comunidades filosóficas no ha tenido el eco suficiente en la gestión universitaria en su conjunto. Donde la reflexión argumentativa ve necesarios los puentes entre lo teórico y lo práctico, la política universitaria de captación de recursos –tanto por parte de las Administraciones como de los propios representantes del autogobierno universitario– entiende más viable que se mantenga una separación que permita que las ciencias y la tecnología capten sus propios recursos, y que lo propiamente humanista y social se gestione de manera complementaria a través de una formación trasversal, la responsabilidad social corporativa o incluso el voluntariado. Obviamente el prestigio de lo universitario depende de lo primero, siendo lo segundo conveniente a nivel de imagen pública, pero no de rankings ni de encuestas de calidad.

Se trata, en cierto modo, de una complementariedad entre una lógica utilitarista para los recursos de investigación, y una lógica emancipadora para los recursos destinados de modo más directo al alumnado, con pretensión de autosuficiencia de cada una de esas lógicas.

La filosofía como educación de adultos nos parece que está llamada a romper estos compartimentos estancos, y hacer ver que no cabe una investigación verdaderamente excelente que se desentienda de los problemas de la pobreza, que van anexos a los problemas ecológicos, de la paz, del desarrollo integral y sostenible, del verdadero progreso democrático de los pueblos (Sanmartín, 2014). Y nos parece que la propuesta de la Encíclica Laudato Sí del Papa Francisco emplaza con acierto hacia esa filosofía de la cultura en la que la clave intelectual para responder adecuadamente a los graves problemas de la convivencia de nuestros días no se encuentra en seguir avanzando en el aislamiento y la especialización, sino en la capacidad de encontrar los vínculos y en la interconexión de experiencias y conocimientos (Sanmartín, 2015).

En nuestro artículo vamos a trazar tres pistas que deben ayudar a enfocar adecuadamente la articulación de saberes en las comunidades universitarias. En primer lugar, el sentido predominantemente personalista, comunitario, cultural y pluralista de los derechos humanos. En segundo lugar, la pertinencia de seguir planteándose modelos de desarrollo en la medida en que hagan posible una comprensión del desarrollo como un verdadero derecho humano. En tercer lugar, la alianza entre valoración positiva de los pobres, lucha contra la pobreza, desarrollo integral y sostenible, paz y ecología humana, en definitiva, el planteamiento de una nueva filosofía de la cultura que responda completamente a las posibilidades de los seres humanos de seguir desarrollando su dignidad cuidando de la Tierra.

2. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y el primado de la persona, de sus comunidades ecológicas, y de una cultura humana pluralmente expresada

La humanidad, tras la peor guerra conocida hasta el momento, el genocidio judío, la explosión de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, los experimentos genéticos del III Reich, la negación de la unidad de la naturaleza humana, la proclamación de la superioridad de la raza aria, quiso darse un nuevo punto de partida con la Declaración Universal de los Derechos Humanos2. En síntesis, se quiso articular un código de conducta universal basado en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y en el rechazo del odio, la discriminación injusta, la violencia, la indiferencia (Menke & Pollmann, 2010), que pudiera superar las aporías de las formulaciones anteriores sobre derechos humanos, propias del pensamiento liberal (Arendt, 2004).

Para conseguir la efectividad del nuevo punto de partida era necesario que los Estados reconociesen algo por encima de ellos tanto desde un punto de vista organizativo de la Comunidad Internacional (Naciones Unidas, Carta Fundacional de 1945)3, como, sobre todo, desde una comprensión sustantiva de los límites del poder, a través del concepto de dignidad humana y los derechos que le son inherentes.

Esta pretensión se vio explicitada por la implicación de la UNESCO tanto a la hora de asumir la redacción del texto como en su posterior tarea de difusión. La acción de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura puso de relieve la novedad que acompañaba la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hasta ese momento este tipo de textos habían sido conquistas políticas, bien de un sector de la población frente a los abusos del monarca (Declaraciones de derechos de la Edad Media), bien de procesos constitucionales promovidos por el pueblo concebido como soberano (así en Inglaterra en el siglo xvii, Estados Unidos o Francia en el xviii, y en gran parte de las sociedades occidentales en el xix o en el xx). Pero ahora de lo que se trataba era de que la propia comunidad internacional promovía ese reconocimiento y, además, lo hacía como servicio a la dignidad de las personas concretas por encima de su condición de ciudadanos.

Para ello se apelaba a que cada tradición cultural y política aportara aspectos propios que coadyuvasen a entender la lógica de los derechos humanos y al mismo tiempo estuviese dispuesta a ser completada por las contribuciones de otras culturas y regímenes políticos. No se trataba por tanto de reproducir de manera estricta el proyecto cosmopolita ilustrado, tal y como aparece en la obra de Kant (1985; 1989) y en la de otros ilustrados sino de completar o enriquecer esta propuesta con ingredientes que proceden de otros parámetros morales, filosóficos e incluso religiosos y espirituales (Escámez, 2013a).

Esta grandeza del proyecto resulta al mismo tiempo su mayor vulnerabilidad (Truyol y Serra, 1994). Las grandes potencias no estarían muy dispuestas a aceptar de buen grado esta autolimitación, ni mucho menos a mostrarse prontas a aceptar tradiciones culturales ajenas. Tampoco el diseño de una convivencia en la que la política se debía adaptar a la dignidad de las personas y sus comunidades –de manera especial a la familia– casaba con facilidad con los dos polos antropológicos antagónicos, pero coincidentes en su no reconocimiento de la prioridad de lo personal del ser humano: el individualismo (insensible a los valores de la familia o el bien común) o el colectivismo (en el que todo debe estar sometido a la prioridad del Estado) (Maritain, 1968).

Creemos que se puede detectar que los años posteriores a la Declaración Universal de los Derechos Humanos se han caracterizado por tres tendencias. La primera, en la que los procesos de generalización de los derechos humanos han buscado ser más incisivos con respecto a personas y colectivos necesitados de una mayor acción política, social y cultural para obtener un reconocimiento más completo de su dignidad y derechos: personas con discapacidad, mujeres, niños y niñas, futuras generaciones, y, en general, nuevos pobres (Ballesteros, 1992).

La segunda, por la búsqueda de criterios de priorización de los derechos contenidos en la carta. A su vez podemos distinguir en la misma unos primeros intentos como los de Maritain (1983), que buscan una interpretación adecuada de los mismos, y otros posteriores, como los desarrollados a partir de la publicación de A theory of Justice de Rawls (1971)4. El proyecto de Rawls ya no es el de conseguir hacer viable la interpretación de los derechos humanos desde una lógica propia y hegemónica, sino la de hacerla aceptable, y en qué términos, para una de las tradiciones inspiradora de la misma –una de las más potentes, por cierto, pero no exclusiva ni preponderante–: el liberalismo desarrollado por la tradición constitucional americana.

A partir de Rawls, el pensamiento ético en torno a los derechos humanos ha experimentando el corsé de lo llamado políticamente correcto: sólo quien suscribe los principios de la justicia diseñados por el profesor de Harvard –desarrollados en su obra posterior– parece que está en condiciones de hacer compatible el lenguaje de los derechos con el de la democracia. Pero la pretensión de la Declaración de 1948 era precisamente opuesto a este proceder: eran las tradiciones culturales particulares las que debían dejarse fecundar por el nuevo espíritu universalista, basado en la dignidad de todo ser humano.

Como reacción hacia el pensamiento de Rawls se ha generado un pensamiento llamado “comunitarista”, con diversas modulaciones. Mientras para algunos (Taylor5) supone recuperar un espectro más amplio de interpretación de los derechos humanos, para otros el rechazo de la tesis del liberalismo político de Rawls supone un rechazo in toto de la propuesta de los derechos humanos como un argumento individualista frente a los derechos de la comunidad (McIntyre)6.

La tercera tendencia viene acompañada por lo que en la doctrina de los derechos humanos se refleja como las llamadas generaciones de derechos humanos7. Quienes siguen las tesis del lenguaje de los derechos humanos como expresión de la dignidad humana ven en ellas sucesivos intentos de dar satisfacción a las exigencias de la libertad, la igualdad y la solidaridad entre los seres humanos (Escámez, 2004). Pero hay otras visiones de las mismas que radicalizan de modo anarquizante las posturas de Rawls y del liberalismo político y ven en ellas sucesivos intentos que marcan una única dirección: los derechos humanos están al servicio de los deseos humanos y en el fondo a lo que se aspira es a enunciar nuevos derechos, el derecho a tener derechos (Contreras, 2014). Esto ha conllevado un distanciamiento por parte de algunos a rechazar las pretensiones que acompañan la lógica de las generaciones de derechos humanos, y a considerar únicamente como genuinos los derechos de la primera generación. Cualquier otro derecho posterior, piensan, supone volver a dar armas al Estado contra la dignidad personal.

Este balance de la reflexión sobre los derechos humanos muestra la necesidad de recuperar la reflexión filosófica sobre los mismos, pues de otro modo no podremos enfrentar adecuadamente el reto de la pobreza. Si en los años cuarenta del siglo pasado la amenaza mayor que se experimentaba para vivir con dignidad era la del totalitarismo político, en la actualidad no se puede poner por debajo la que procede de la miseria y la inestabilidad económica (Ballesteros, 1995). El mayor crecimiento económico del planeta y de cada una de las regiones no ha venido acompañado de una proporcional erradicación de la pobreza y de una estabilidad en el comportamiento económico de las sociedades (Bauman, 2014).

Ello nos lleva a proponer, como ya hemos escrito en otras ocasiones (Sanz, Escámez & Escámez, 2017; Peris, 2015), la necesidad de retomar el asunto de los modelos de desarrollo y a proponer una educación universitaria para la sostenibilidad integral.

3. El derecho al desarrollo, el bien común y el enfoque de las capacidades

Quienes identifican los derechos humanos con una visión atomista e individualista del ser humano tienen un problema con el cuarto considerando del Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 que expresamente indica que los puebles de las Naciones Unidas “se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad”.

Igualmente esta visión encuentra dificultades de encaje con el artículo 16.3 (“La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”), con el 22 (“Toda persona como miembro de la sociedad tiene derecho a la seguridad social y a obtener… la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”), así como con respecto al 23 (derecho al trabajo), al 24 (derecho al descanso), al 25 (derecho a un nivel de vida adecuado para la persona y la familia, y protección de la maternidad), y sobre todo con respecto al 26.2 (el objeto de la educación es el pleno desarrollo de la personalidad humana) y al 29 y su enunciado de los deberes con respecto a la comunidad “puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”.

Estos recordatorios quieren poner de manifiesto que existe una flagrante contradicción entre la defensa real de los derechos de la persona humana y la reducción de los mismos a los derechos individuales (Ballesteros, 1989). Pero, es equivocado considerar que resulte suficiente enunciar nuevas generaciones de derechos o ampliar los sujetos a los que se les reconoce una protección especial para que esto sea posible. Puede resultar en principio algo que se considere altamente conveniente, pero el paso del tiempo parece dejar patente que la proliferación de enunciados de los derechos más que favorecer su aplicación lo que con frecuencia promueve es su descrédito: ante la falta de reconocimiento de la dignidad humana en lugar de arbitrar medidas eficaces que cambien la situación, se enuncian nuevos derechos. Y para muchos eso es una verborrea inasumible (Contreras, 2014).

Los autores que defendieron la Declaración Universal de los Derechos Humanos desde su sentido más profundamente antropológico insistieron en el enlace ontológico entre persona y bien común, sin el cual no se entiende el sentido de la misma, lo que se hace particularmente patente en los artículos referidos. Para Maritain (1968) el bien común está llamado a pasar de ser el de una nación a serlo el de la humanidad. Para Rommen (1956) es el concepto que nos muestra que la sociedad no es un artificio, sino un crecimiento continuo en la interacción entre las personas. Para Messner (1967) el bien común es algo que está llamado a un enriquecimiento continuo por medio de la aportación de las ciencias humanas. Recientemente la obra de John Lawrence Hill (2016) ha profundizado en esta dirección, distinguiendo visiones inclusivas y visiones excluyentes de la dignidad humana.

La conjunción entre persona y bien común explica con facilidad su dimensión planetaria, su carácter intrínseco con respecto al ser humano y su enriquecimiento a través de las ciencias. Por eso, el pleno desarrollo de la personalidad humana es un objetivo extremadamente realista con respecto a los objetivos del crecimiento económico. No ha sido, por tanto, en modo alguno sorpresivo que se haya podido enunciar el derecho al desarrollo8 y que se haya podido presentar como un derecho humano de contenido variable, pero cuyo fundamento se encuentra ya en la propia Declaración Universal. Explicitarlo no parece que haya sido un ejercicio de reiteración superflua. Entendemos que hay graves motivos para enfatizarlo. La llamada “crisis de los refugiados” resulta un alarmante indicador que no se puede obviar, como ha enfatizado Bauman (2016).

La escisión que hoy en día puede vivirse en el mundo universitario entre un desarrollo científico objetivo y cuantitativo, y un compromiso social meramente voluntarista es completamente contradictoria con los objetivos de la educación preconizados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esto obliga, nos parece, a replantear las cuestiones sobre el modelo de desarrollo, tal y como ha señalado Bauman en una obra póstuma, en la que reitera, de nuevo, su esperanza en que se escuche el mensaje del papa Francisco sobre la necesidad de una cultura del diálogo que permita la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, que marquen el paso de una economía líquida a una economía social (Bauman, 2017).

La pregunta sobre los modelos de desarrollo tuvo una vigencia social y científica en los años 60 y 70, que actualmente es menor. En aquellos momentos se hablaba de un desarrollo unidireccional –los países ricos eran la locomotora del tren del crecimiento económico que debían necesariamente seguir el resto de las naciones– y de un desarrollo policéntrico –no hay un único tren de desarrollo, caben enfoques regionalmente diferenciados– (Sampedro, 2009). En medio de ambas se encontraban las tesis críticas de la imposibilidad del desarrollo común de la humanidad por la existencia de intereses irreconciliables en el conflicto Norte/Sur, países ricos/países pobres. Este planteamiento, propio de la metodología marxista, parecía haber desaparecido hasta fechas recientes en las que la crisis económica del 2007 y las reacciones sociales ante la misma han reverdecido la ortodoxia marxista9.

Sin embargo, lejos de haber modificado el panorama, ha fortalecido que en las Universidades se pueda vivir dualmente en cuanto a la renuncia a tener una visión más integrada del desarrollo (Peris, 2015). Por eso, cada vez resulta más interpelante el enfoque de las capacidades de Sen (1990) y Nussbaum (2002; 2012) en la medida en que se supera el planteamiento meramente cuantitativo del desarrollo, y se introducen reflexiones de corte antropológico (Sanz, Peris, Escámez, 2017).

También el enfoque sobre las capacidades permite realizar un contrapunto sobre el lenguaje compartido de las competencias, al menos en la terminología que hemos empleado en nuestras universidades dentro del proceso de convergencia europea. Si bien caben y se promueven, como no podrá ser de otra forma, en nuestros planes de estudio competencias de tipo ético y colaborativo (Mari, 2017), parece que la expresión capacidad no tiene las mismas connotaciones que las que encontramos en competencia –cuyos orígenes en el campo económico aluden a disputa, contienda, oposición, rivalidad y competición, como fácilmente se puede observar en el Diccionario de la Real Academia Española–, y sí se aproxima más a la calidad de vida o al desarrollo pleno de la personalidad que preconiza el texto de la Declaración Universal.

Para nosotros resulta preferible referirse a la formación en capacidades humanas ya que la misma exige moral y políticamente –en toda sociedad que pretenda ser honesta y justa– que a las personas se les proporcionen los medios para que esas potencialidades puedan ser ejercitadas. Las competencias, por el contrario, implican ya el saber hacer, cuando es un hecho social frecuente que a personas con capacidades se les impide el ejercicio real de las mismas. Las universidades tienen determinado poder de influir en sus contextos políticos y sociales, pero carecen de garantías de que su influencia sea tal que asegure los medios para el efectivo ejercicio de las capacidades en las que se han formado a sus estudiantes. Ello no tendría que ser un obstáculo para formar a los estudiantes en las capacidades para la gestión de la sostenibilidad y el compromiso contra la pobreza, y en la exigencia moral de que las políticas públicas o los empleadores faciliten el desempeño de esas capacidades tanto como sea posible.

No obstante, hay que tener presente que, al menos en el caso de Nussbaum, nos encontramos ante alguien que se sitúa expresa y deliberadamente en la escuela de Rawls10 y que, por tanto, su enfoque participa de la misma opción intelectual, y de hecho se concibe a sí mismo como perfectamente intercambiable con la causa por los derechos humanos.

Incluso se trata de un enfoque que repite el gesto del pragmatismo conceptual que ya se hizo presente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que permitió que Maritain sentenciara que “hombres mutuamente opuestos en sus concepciones teóricas pueden llegar a un acuerdo práctico sobre una enumeración de los derechos humanos” (1983: 93-94). Nussbaum aspira a enunciar así sus capacidades, pero más de sesenta años después de la proclamación de los Derechos Humanos tenemos suficiente experiencia como para poder sospechar que cuando un texto se enuncia de modo ambiguo no se solucionan los problemas que plantea, simplemente se desplazan en el tiempo y con frecuencia se vuelven a dejar en manos del poder político la interpretación eficaz del mismo.

Si comparamos, además, el texto de Nussbaum con el texto de la Declaración, nos encontramos con algunas opciones distintas. Así, a modo de suministrar tan sólo algunos ejemplos, donde la Declaración se centra en la dignidad humana como característica esencial y diferenciadora de los seres humanos, Nussbaum progresivamente la va extendiendo al mundo animal, desde coordenadas propias de la filosofía emotivista propia del utilitarismo. O cuando la Declaración alude a la familia como institución natural o al cuidado de la maternidad, en Nussbaum no hay esas alusiones expresas, y se diluyen entre otro tipo de relaciones emocionales. También la Declaración se refiere al derecho de los padres a la educación de sus hijos, Nussbaum parece dar por supuesto que se trata de una función preferente de la comunidad política.

Estas consideraciones invitan a acudir al enfoque de las capacidades de Nussbaum ejercitando una libertad constructiva y complementándolo y rectificándolo allí donde se considere argumentativamente necesario11. La autora norteamericana posibilita esto en la medida en que se trata de un enfoque cuya finalidad última es promover la dignidad de las personas, especialmente de las más vulnerables. Con ello está suministrando un argumento hermenéutico que pasa por encima, incluso, de sus propias consideraciones epistemológicas.

La lucha contra la pobreza exige un respeto incondicional hacia la persona del pobre, hacia su familia, comunidad y cultura. Cuando desde la Iglesia se propone la opción preferencial por los pobres, el Papa Francisco insiste en que no lo hace con una perspectiva “cultural, sociológica, política o filosófica” (Francisco, 2013: 147), sino con una mirada teológica que implica “valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe” (Francisco, 2013: 148). Francisco advierte expresamente en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium la necesidad de ajustar la lectura de los derechos humanos con respecto a la pobreza a ese respeto incondicional de la persona del pobre:

Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Hay que repetir que “los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás”12. Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que “debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino”13, así como “cada hombre está llamado a desarrollarse”14 (Francisco, 2013: 141-142).

De ahí que para la educación universitaria el encuentro con el pobre y las experiencias de voluntariado y de Aprendizaje-Servicio (Naval & Arbués, 2017), lejos de ser “meros complementos” van al núcleo de lo que tiene que experimentar el universitario para poder incorporar modelos de desarrollo verdaderamente liberadores. Se trata de aquellos en los que se evalúa de manera verdaderamente rigurosa el impacto del desarrollo científico y tecnológico sobre los modos de socialidad, valorando si potencian capacidades o si las minoran, si generan tejido social integrador o si propician mecanismos de exclusión.

Se trata, por lo tanto, de negar que la lógica del desarrollo como incremento del P.I.B. se pueda identificar con el desarrollo sin más (Yurén & Arnaz, 2017), pero no sólo eso, también se pide que el enfoque de las capacidades respete verdaderamente la dignidad personal concreta de los pobres de las diferentes culturales y no quiera forzar que su desarrollo se inscriba dentro de los parámetros del lenguaje de los países ricos sobre los derechos humanos.

La Universidad, propiciando la filosofía como verdadera educación de adultos debe estar a la altura de la vertiente profética que el rostro del pobre tiene para la convivencia humana, como magistralmente sostiene la filosofía de Emmanuel Levinas (2016; 1993).

De una manera convergente Stanley Cavell ha encontrado la crítica más profunda que se le puede hacer a la filosofía moral y política que se desarrolla por la escuela de Rawls. El sistema de plan de vida razonable ideado por la misma implica que quien sigue las reglas y los principios de la justicia puede considerarse a sí mismo “por encima de todo reproche”. Ha actuado como una persona racional y razonable. Parece que no se le puede pedir más. Y en este punto Cavell señala:

Mi duda respecto al “por encima de todo reproche” de Rawls puede expresarse así: me convierte en juez de mis obligaciones, pero de un modo que me aparta de las consecuencias que mis veredictos tienen sobre los demás, como si estuviera actuando con el reconocido cargo y oficio de un juez (Cavell, 2007: 192).

Y añade para una mejor comprensión de lo que está denunciando:

Decir algo similar a “estoy por encima de todo reproche” es poner fin a mi relación con el otro y, en este sentido, dañar la textura de mi sociedad. Decir algo similar a “estos son fardos y fricciones que tienes que soportar” es mantener con ese otro una posición suficiente para corregir con cierta finalidad su juicio de la situación ajena, y resulta apropiado (no pomposo, presuntuoso, destituidor o frígido), por tanto, sólo en circunstancias muy particulares… […] no hay defensa definitiva, ni debería haberla en una democracia, contra el sentido de estar comprometido por la parcialidad, la imperfección, de la conformidad de la propia sociedad con los principios de justicia, cuando esa parcialidad nos proporciona una ganancia relativa (Cavell, 2007: 194)

La mirada atenta hacia el otro resitúa la lectura correcta de los derechos humanos que no desplaza la dignidad del pobre –ni de cualquier otra manifestación de la vulnerabilidad humana en los no nacidos, los enfermos, los anencefálicos…– hacia la ganancia que nos reporta a nosotros, sino que es capaz de sostener el valor de ellos mismos por ellos mismos, su condición de no reductibles a precio ninguno (Sánchez, 2017).

La defensa de los derechos humanos de los pobres no requiere para su mayor eficacia reduccionismos pragmáticos, sino gestos de nobleza humana que esté dispuestos a tomar nota de su profecía. Como ha desarrollado recientemente Adela Cortina, urge una superación de la aporofobia, mediante un compromiso por erradicar la pobreza y reducir la desigualdad (Cortina, 2017).

4. Los pobres y la ecología integral: Una nueva filosofía de la cultura

4.1 La necesidad de una nueva filosofía de la cultura: la propuesta de la Encíclica LAUDATO SÍ’ Del papa Francisco

¿Cabe plantear hoy en día una filosofía de la cultura que responda al reto de la pobreza en nuestro mundo, que integre la respuesta a los problemas que para alguno se encuentra en los derechos de la tercera generación –la ecología, la paz, el desarrollo, las futuras generaciones, y que, por tanto, pueda servir de horizonte de reflexión para la educación universitaria? (Sanz, Escámez, & Escámez, 2017).

Creemos que la Encíclica Laudato Si’ (2015) puede ser presentada como una invitación a desarrollar una filosofía de la cultura, común a toda la humanidad y de perentoria necesidad, pues ella misma señala que lo que está actualmente en juego es el destino de la casa común (Müller, 2015) y el destino de la humanidad y, por tanto, de los más pobres.15

Francisco propone con claridad cuál va a ser el itinerario de su reflexión:

En un primer momento, haré un breve recorrido por los distintos aspectos de la actual crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se indica a continuación (Francisco, 2015: 14).

Conviene subrayar que se apuntan tres datos fundamentales:

 

  • • La necesidad tanto de valorar la aportación de la ciencia en las cuestiones ecológicas como de discernir sus mejores frutos. Una crítica de la ciencia no puede dejar de valorar sus logros, ni, a la inversa, una ponderación de los bienes que se reciben desde la investigación científica debe oscurecer que toda actividad científica es una praxis humana que ha de ser valorada éticamente. Por tanto, se trata de una propuesta que rompe la escisión entre lo teórico/riguroso/científico y lo práctico/comprometido/social.
  • • El imperativo de dejarse interpelar por la crisis ecológica en profundidad. Los problemas de la ética cívica hoy en las sociedades avanzadas están cada vez más incrementados por una cierta paralización de las energías morales de las personas. Y la primera manifestación de esa paralización es la frecuencia con la que los grandes retos éticos se olvidan, se minimizan, o se piensa que son otros los que los tienen que resolver. Francisco emplea con frecuencia un lenguaje exhortativo que despierte las conciencias de ese letargo. La crisis ecológica es uno de esos asuntos en los que la gravedad del problema no guarda ecuación con el grado de respuesta de las personas.
  • • La necesidad de marcar un itinerario ético y espiritual, una auténtica conversión ecológica (Turkson, 2015).

 

Estos tres puntos de partida marcan el núcleo de convicciones sin el cual difícilmente hoy se podría desarrollar una filosofía de la cultura merecedora de ese nombre. La presentación del plan de la Encíclica continúa así: “A partir de esta mirada, retomaré algunas razones que se desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente” (Francisco, 2015: 14).

Aunque actualmente el pensamiento científico sea un hecho universal, globalizado, Francisco no olvida que el nacimiento del mismo se produjo en un contexto de cultura cristiana, por lo que el discernimiento moral sobre el mismo requiere una revisión de la propia tradición judío-cristiana. En el seno de la misma se desarrolló ampliamente el sentido del humanismo, pero no siempre la prioridad de lo humano se planteó en armonía suficiente con el cuidado de la tierra. Jesús Ballesteros (1995) ha calificado este riesgo como el de cultivar un “antropocentrismo tecnocrático”, que consideraba a la naturaleza como una esclava generosa.

Francisco propone “llegar a las raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino también las causas más profundas” (p 14), lo que debe considerarse como una pretensión explícitamente filosófica. En efecto, supone rescatar la reflexión sobre la situación ecológica de los dos usos más frecuentes en el escenario público, como son el pragmatismo (soluciones meramente técnicas a los problemas) y la ideologización (dividir el mundo entre amigos y enemigos, situarse entre los primeros y achacar a los segundos todos los males).

Para superar ambos escollos se delinea “proponer una ecología que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea” (p 14). Este es el centro de la cuestión, el que justifica que el problema ecológico deba ser abordado desde una filosofía de la cultura, cuyo cometido sea la defensa del humanismo adecuado para los retos que plantea, y que necesariamente debe ser una propuesta abierta, con capacidad para acoger e integrar modos de pensar que puedan ser convergentes en algún punto.

Por ello añade: “a la luz de esa reflexión quisiera avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y de acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional” (p 14). El método propio de una filosofía de la cultura tiene capacidad de interpelar a dos escenarios tan antagónicos como el del cada uno de nosotros –el ser humano concreto, sin aditivos, como sujeto pensante y responsable– y la política internacional –cuyos actores dominantes son los representantes de los Estados soberanos y las Organizaciones por ellos creadas o reconocidas. La aparente audacia de la interpelación se resuelve satisfactoriamente si se piensa que lo que se va a reclamar con frecuencia es la necesidad de conectar, de evitar los discursos aislados y autosuficientes, de apuesta decidida por intercomunicar los discursos humanos.

El número dieciséis de la Laudato Si presenta de modo complementario ocho ejemplos de ejes que atraviesan toda la Encíclica. Se trata de presentar sintéticamente su contenido, proponiendo las convicciones que lo sustentan:

 

a) La primera, y que para nosotros resulta imprescindible destacar su importancia es la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta (Fernández, 2015), lo que obliga a plantear la ecología integral desde un humanismo solidario, antagónico al de las propuestas de la “Deep ecology” (Ballesteros, 1995), que defiende los derechos de la Tierra por encima de los que corresponden a las personas concretas, especialmente a los más pobres y vulnerables.

b) Como ya se ha anticipado, es igualmente destacable señalar la convicción de que en el mundo todo está conectado (Fernández, 2015), como prevención frente a la fragmentación del saber que impide tomar medidas verdaderamente integrales. No es necesario insistir en la importancia que esto tiene para una comprensión integral de la misión universitaria.

c) La vertiente ideológica y política de un planteamiento integral de la ecología permite reconciliar los aspectos teóricos y prácticos. Lógicamente, se trata de una convicción vinculada a la anterior: en la medida en que se minimiza o incluso se anula la fuerza de la razón en su expresión integral, se facilita que sea la potencia del instrumento técnico la que se enseñoree como única respuesta.

d) La cuarta convicción interpela directamente a la misión universitaria: la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso (Fernández, 2015). Frente a la inercia –muchas veces sustentadas por políticas de calidad, o por concursos de proyectos de investigación científica que se plantean– de repetir lo mismo, Francisco tiene presente y recuerda, como ya se ha señalado, que la ciencia es una actividad humana que debe ser orientada moralmente, y que nunca puede prescindir de la creatividad de los sujetos que protagonizan su desarrollo.

e) La quinta convicción pretende que la adecuada jerarquización entre lo humano y el resto de los seres en modo alguno pueda ser alegado como motivo de indiferencia o de abuso hacia los mismos. Por eso Francisco considera el valor propio de cada criatura, con el que se evita contraponer el valor único e irrepetible de cada ser humano al valor de cada criatura, pero sin caer en su equiparación (Ballesteros, 1995).

f ) De este modo, el sentido humano de la ecología debe comprenderse como invitación a la búsqueda del humanismo que existe entre las distintas respuestas a la crisis ecológica (Bellver, 1997). Para poder desarrollar esta práctica, la educación universitaria debe abrirse a la comprensión de los diversos escenarios culturales que tienen respuestas propias sobre el mejor modo de armonizar la propia cultura con el entorno natural.

g) Para responder adecuadamente a la necesidad de debates sinceros y honestos, es necesario salir de un pensamiento puramente estratégico para ir al encuentro de otras expresiones de conocimiento más amplias y respetuosas con la dignidad de la persona y del interlocutor (Ballesteros, 1997).

h) La incidencia práctica de estas materias favorece el servicio del estudio universitario a la sociedad, incidiendo en la grave responsabilidad de la política internacional y local, ya que las medidas a tomar presentan tal urgencia que reflexionar sobre esto trasforma radicalmente las prioridades políticas que habitualmente se desarrollan (Garrido Peña, 1997).

i) Finalmente Francisco insiste y vuelve a ser crucial para el planteamiento de nuestro artículo en la necesidad de erradicar la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida, temas que Francisco ya había introducido en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (Francisco, 2013: 41).

4.2 La casa común y su cuidado como paradigma de la nueva cultura: aspectos de la ecología integral

Francisco sintetiza el paradigma de la nueva cultura en lo que designa como el llamado a cuidar la Casa Común. Ello lleva a pensar en los aspectos de una ecología integral que incorporan con perfecta sinergia las dimensiones humanas y sociales. Conviene subrayar la esperanza que se deposita en la labor propia de los universitarios. En efecto, Francisco de una manera especial destacará la exigencia de dar a los investigadores un lugar preponderante y así facilitar su interacción con una amplia libertad académica.

Cuatro aspectos permiten dibujar los contornos básicos de la filosofía de la cultura ecológica: una ecología ambiental, económica y social; una ecología cultural; una ecología de la vida cotidiana; la inseparabilidad entre ecología, bien común y el destino de las futuras generaciones.

 

a) Ecología ambiental, económica y social (Francisco, 2015: 95-99). Si la ecología estudia las relaciones entre los organismos vivientes y el ambiente en el que se desarrollan, la ecología ambiental debe incluir sin vacilaciones al propio ser humano. No hay dos crisis separadas (una social y otra ambiental), sino una sola y compleja crisis socioambiental, que sólo se podrá solucionar si se conjugan combatir la pobreza, devolver la dignidad a los excluidos y cuidar la naturaleza.

La ecología económica (Pérez, 1997) debe surgir como respuesta a la tendencia del crecimiento económico a producir automatismos y a homogeneizar, consecuencias propias de su pretensión de simplificar procedimientos y de reducir costos. Y su trabajo se orientará en dos direcciones: la inclusión de la protección del medio ambiente como parte integrante del proceso de desarrollo y la potenciación de un humanismo que confiera al saber económico una mirada más integral e integradora.

Dado que la salud de las instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el ambiente y en la calidad de la vida humana, la ecología social es necesariamente institucional y alcanza las distintas instancias que van desde la familia, grupo social primario, hasta la vida internacional, pasando por la comunidad local y nacional.

b) Ecología cultural (Francisco, 2015: 99-101). La filosofía de la cultura tiene como tarea predominante establecer la adecuada proporción entre la distancia y la aproximación del hombre a la cultura. Ello permite valorar el aporte humanizador de las distintas expresiones culturales. Y por eso la ecología se convierte también en cultural, en la medida que supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad en su sentido más amplio.

De una manera más precisa reclama prestar atención a las culturas locales a la hora de analizar cuestiones relacionadas con el medio ambiente, conjugando el lenguaje científico y el popular. Esto implica “incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas, y así entender que el desarrollo de un grupo social supone un proceso histórico dentro de un contexto cultural y requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura” (Francisco, 2015: 100). Esto resulta especialmente necesario en el caso de las poblaciones aborígenes.

 

c) Ecología de la vida cotidiana (Francisco, 2015: 101-105). Fiel al planteamiento de que la cultura abarca los más elevado y lo más común, Francisco propone que el cometido de una ecología de la vida cotidiana analice el espacio donde transcurre la existencia de las personas. Eso le lleva a proponer acciones en los entornos más próximos, que se van ampliando progresivamente: habitación, casa, lugar de trabajo, barrio, incidiendo especialmente en las ciudades como ámbitos de convivencia, con los consiguientes problemas de vivienda y transporte.

Particularmente incisiva resulta su acentuación de que nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. De ahí se derivan tres consecuencias muy relevantes: i) la necesidad de aceptar el propio cuerpo como don de Dios para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del padre y casa común, denunciando que una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica de dominio sobre la creación; ii) que la ecología humana conlleva aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y respetar sus significados, a valorarlo en su femineidad o en su masculinidad para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente; iii) que la ecología humana conlleva aceptar el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y así enriquecerse recíprocamente: “por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma” (Francisco, 2015: 106).

 

d) La inseparabilidad de la ecología humana del principio de bien común y de la justicia entre generaciones (Francisco, 2015: 106-110). El principio de bien común cumple un rol central y unificador que es inseparable a la ecología humana (Larrú, 2015). En el momento actual, “donde hay tantas inequidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos básicos, el principio de bien común se convierte inmediatamente, como lógica e ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad con los más pobres”.

De ahí se derivan dos consecuencias: a) el destino común de los bienes de la tierra (Belloq, 2015); b) la inmensa dignidad del pobre. En un pasaje anterior de la Encíclica, el número 117, bellamente ya había expresado esta inseparabilidad entre ecología humana, bien común y dignidad del pobre:

La falta de preocupación por medir el daño a la naturaleza el impacto ambiental de las decisiones es sólo el reflejo muy visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva inscrito en sus mismas estructuras. Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad –por poner sólo unos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la naturaleza. Todo está conectado (Francisco, 2015: 81-82).

La noción de bien común, además, ha de incluir a las generaciones futuras, sin que quepa hablar de un desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional (Pontara, 1996). Si se piensa en la situación en que se deja el planeta a las generaciones futuras, se entra en la lógica del don gratuito que recibimos y comunicamos.

La última alusión a las generaciones futuras permite cambiar el tono y expresar la propuesta de la ecología integral como filosofía de la cultura en clave de pregunta. Para muchos es más propio de la Filosofía realizar las preguntas adecuadas, que proponer las soluciones, no por un desentendimiento de las mismas, sino por un afán de radicalidad y de penetración en la realidad que no deja de rendir homenaje al carácter misterioso de la misma. Es perfectamente armónico con el modo de pensar que propone Francisco.

El número 160 de la Encíclica realiza esas preguntas de una manera muy sugestiva:

¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿Para qué vinimos a esta vida? ¿Para qué trabajamos y luchamos? ¿Para qué nos necesita esta tierra? Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra (Francisco, 2015: 160-161).

Plantearse la respuesta a estos interrogantes tiene la virtualidad de desarrollar una Filosofía de la cultura verdaderamente humana, como propone el papa Francisco desde su documento magisterial, pero con una intención de apertura, alianza y diálogo sin exclusiones de ningún tipo (Sánchez Sorondo, 2017: 53-54).

5. Conclusiones

De todo lo anteriormente expuesto podemos extraer las siguientes conclusiones:

 

1.ª La educación universitaria para la lucha contra la pobreza no puede confinarse a una dimensión especializada de la generación del conocimiento. El respeto a la dignidad de los más pobres pide que el universitario –las comunidades universitarias– esté dispuesto a revisar todo el proyecto que implica enseñanza, investigación y servicio a la cultura. Pero no podrá llevar a cabo ese proyecto de manera conveniente si no se ve la necesidad de incorporar la reflexión filosófica, verdadera educación de adultos.

2.ª La Declaración Universal de los Derechos Humanos supuso un hito de expresa subordinación del poder político a un sentido de lo universal y, sobre todo, a una preeminencia de la dignidad humana de cada persona concreta. Sólo desde esa visión la lucha contra la pobreza adquiere plenitud de sentido.

3.ª El desarrollo humano integral no tiene una sola expresión que lo acredite. La dignidad de la persona también se expresa en la modulación de los contenidos de desarrollo desde un aprendizaje cultural propio. Ninguna ideología puede imponer las coordenadas de su propia experiencia de desarrollo sin limitar la dignidad de los más pobres y, en definitiva, sin falsear su verdadero desarrollo.

4.ª Es necesario proponer una filosofía de la cultura que unifique el mundo del avance tecnológico a las exigencias morales de ecología y lucha contra la pobreza. La ecología integral del Papa Francisco es una oportunidad para escuchar una nueva convocatoria de humanismo que esté dispuesto a servir verdaderamente a los más pobres en su dignidad.

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1 Sobre este giro de la filosofía resulta muy oportuna la síntesis de Jesús Ballesteros (Ballesteros, 1994: 65-83).

2 Citamos de la página web de las Naciones Unidas, http://www.un.org/es/universal-declaration-human-rights. Fecha de consulta: 29/08/2017.

4 Esta obra fue desarrollada y completada posteriormente: (Rawls, 1993; 2001).

5 Cfr., entre otros: (Taylor, 1990; 1993; 1994; 1996).

6 Cfr., entre otros: (MacIntyre, 1988; 1992; 1995).

7 La diferenciación se debe a un trabajo muy citado del profesor universitario y funcionario internacional Karel Vasak (1979).

8 Cfr. la Declaración sobre el derecho al desarrollo de las Naciones Unidas: http://www.un.org/es/events/righttodevelopment/declaration.shtml.

9 Emblemática de esta postura es la obra de Vicenç Navarro (2015).

10 Las alusiones de Nussbaum al pensamiento de Rawls son múltiples, tanto Las mujeres y el desarrollo humano (Nussbaum, 2002, págs. 90, 103-107, 114, 116, 128, 131, 132, 197, 307, 323, 324, 324n, 381, 327, 353-357, 359-368, 372), como en Crear capacidades. Propuestas para el desarrollo humano (Nussbaum, 2012, págs. 78, 98-99,107-1110, 112, 118-119, 143, 150, 179 193, 212-215). Expresamente señala: “Si el enfoque de las capacidades discrepa de Rawls en algunos ámbitos, no es menos cierto que también respalda y desarrolla otro prominente aspecto del enfoque de la justicia política desarrollado por este autor: la idea de liberalismo político (Nussbaum, 2012: 112). En Emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?, Nussbaum hace un esfuerzo notable para radicar su teoría de las emociones en la propia obra de Rawls (Nussbaum, 2014: 19-24).

11 Reflexiones muy valiosas al respecto han expuesto Ibáñez-Martín (2017), Pagés ( 2017), Martínez (2017) y García (2017).

12 Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 23: AAS 63 (1971), 418, citado por el texto de Francisco en nota a pie de página.

13 Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 65: AAS 59 (1967), 289, citado por el texto de Francisco en nota a pie de página.

14 Ibíd., 15: AAS 59 (1967), 265.

15 Convergerían con ella quienes proponen una cultura trans-estratégica (Marco & Esteve, 2017).